¿Olvidar cura?
El cuerpo no olvida. Lo que hemos vivido deja huellas en algún rincón. Pero sí tenemos capacidad de relativizar y mantener el dolor a distancia. Si uno sale de sí mismo, hay cosas mucho más trágicas que su dolor. Tengo amigos que trabajan en asuntos sociales y me hacen pensar que al menos nosotros tuvimos una oportunidad. Mi madre no tenía mucho dinero, pero no me faltó nada. Debes quedarte con lo que has tenido: no ha sido fácil, pero has recibido amor y tanto en el lado de mi padre como en el de mi madre había otros adultos que nos ayudaban. Todo eso cuenta. Hay gente que se encuentra con problemas peores y no tiene a quién recurrir.
¿Una madre enferma convierte a los hijos en padres ?
Con mi madre tuve que asumir una actitud que no corresponde al papel de hija. Pero al final este rol invertido cambió. Ella luchó por volver a ocupar su lugar.
¿Lo consiguió?
Sí. A su manera. Creo que las cosas más importantes nos las dijimos en algún momento. Tal vez con tensión, pero las dijimos. Cuando murió, yo estaba en paz con ella. No sentía ninguna amargura, ningún rencor.
¿Respetó su decisión ?
Eso es otra cosa. Me costó mucho aceptar su gesto. En el momento en que sucedió, no pude. Pero la relación entre nosotras era dulce. Será peor cuando muera mi padre porque no hemos llegado a comprendernos.
¿La escritura le ayudó a comprender a su madre?
Escribir me ayudó a comprender. No puedo decir que los libros tengan un valor terapéutico. Creo que ese trabajo debe hacerse fuera de la literatura. Pero seguir sus huellas desde su infancia hasta su muerte me permitió encontrar el valor que había tenido para afrontar su enfermedad.
Tras una infancia como la suya, ¿temió la maternidad?
Cuando era joven, tenía un deseo de maternidad muy fuerte. Probablemente era una especie de fantasma de reparación, esa idea de que puedes reparar tu infancia siendo madre tú misma. Luego, embarazada, tuve miedo como todo el mundo. Pero cuando nació mi hija, fue tan sencillo que comprendí que los primeros años que viví con mi madre nuestra vida había sido así: fácil, fluida. El hecho físico de coger a mi hija en brazos, de amamantar… me hizo ver que mi madre vivió eso. Pude revivir a mi madre siendo maternal.
¿Su propio miedo le ha permitido ver el miedo en los demás?
Probablemente. Para mí la anorexia es una enfermedad de hipersensibilidad. Como adulta consigo domarla, pero esa sensibilidad me lleva a ver y sentir cosas que otros no ven. Veo en los demás miedo, malestar o tristeza que pueden ser menos visibles para otros.
Basada en hechos reales siguió al éxito de la historia de su madre. ¿Qué es lo peor del éxito?
Para mí esa novela no era tanto sobre el peligro del éxito como sobre el vértigo de mostrarte en lo que escribes y la relación ambigua que establecemos con la verdad. El éxito es otra cosa. Es una alegría vivir de lo que escribo. Sin embargo, el éxito del libro sobre mi madre complicó mi vida. Mi familia lo aceptó cuando salió, pero no cuando empezó a tener éxito.
Polanski filmó Basada en hechos reales. ¿Lo conoció?
Lo vi solo cuando compró los derechos y una vez que fui al rodaje. Es meticuloso y obsesivo cuando dirige. En cambio, me hice amiga de su mujer y la he visto varias veces.
¿Por qué se encierra cuando escribe?
Evito distracciones. Cuando estoy centrada en un libro, me obsesiono. Cuando salgo con mi pareja, él es más sensible al contexto y yo a las personas. Acaparan toda mi atención. Cuando cojo el metro con mis hijos, me riñen, dicen que miro demasiado.
¿Es una decisión política? ¿Cuáles son sus ideas?
Recibí una educación más bien de izquierdas. Y, a pesar de todo, continúo pensando en un ideal de igualdad social y redistribución económica.
¿Defiende las reivindicaciones de los chalecos amarillos?
No se puede estar a favor o en contra de ellos. Son una realidad, la expresión de una fractura social. Hay que admitir que hay gente a la que se ha dejado de lado. Si nos negamos a ver su sufrimiento y su abandono, nos exponemos a su rabia.
En Las lealtades se mete en la cabeza de dos preadolescentes. ¿Cómo lo hizo?
Observando. Los doce-trece años son los del silencio, la edad de la incomunicación con los padres. Mis hijos me han contado cosas de ese tiempo que jamás pude imaginar. Y yo tenía la idea de que hablábamos mucho… Los niños se expresan, pero no los escuchamos. Algunos padres están ciegos por su propio sufrimiento. Los problemas materiales o la incapacidad de salir de una obsesión nos centra tanto en nuestra herida que no nos permite ver lo que sucede. Los niños están sobreprotegidos en algunos aspectos y totalmente desprotegidos en otros. Puedes pensar que en casa están a salvo y, sin embargo, pueden estar muy expuestos en internet. No tenemos miedo donde deberíamos tenerlo.
¿Alguien herido tiene miedo a herir?
El miedo a reproducir lo sufrido es una constante. En los testimonios de abusos me impresiona cuando las víctimas de un cura pedófilo explican que se han pasado toda la vida temiendo convertirse también en pedófilos. Es lo más atroz: la reproducción casi inevitable del dolor.
Tiene una estrategia literaria: lo que parece que va a pasar no sucede. Se nota que valora a Stephen King.
Es verdad. Él plantea una pregunta que me ha interesado siempre: ¿quién eres cuando escribes?
¿Y quién es usted cuando escribe?
Uno es lo que decide mirar. Al escribir se multiplica. Sería yo, pero exagerada porque la escritura nos permite llevar al límite lo que somos.
Delphine de Vigan y el dolor que une
Por correo electrónico, y sin que se lo pidiese, Delphine de Vigan me indicó cómo llegar desde el aeropuerto en RER, el metro rápido parisino que se salta algunas paradas, hasta la estación de Port Royal, a un paseo de su casa. Yo iba a París para visitar una feria de mobiliario de diseño junto al aeropuerto. Y aproveché el viaje para pedir a la editorial un encuentro con la escritora. Me recibió en su casa, un ático que, para París, es un piso extraordinario. La cocina estaba abierta al salón y, aunque era enero, entraba a raudales el sol de la tarde. Llegué una hora antes de lo que ella había calculado, pero le dije que si no le iba bien, podía esperar. Me contestó que al contrario, mejor hacerla ya, que pasara. Ofreció un té. Ella también bebió té verde y tuvo la mayor paciencia del mundo aguantando mis preguntas en francés. Hablo de una paciencia espectacular, sin límites. Era mi primera entrevista en ese idioma y, francamente, no sé cómo le eché tanto valor al creerme que conseguiría hacerla. Llevaba las preguntas escritas (corregidas por Françoise, una francesa residente en Madrid con la que, entonces, hacía intercambio de conversación).
Las preguntas eran minuciosas, pero la contrapregunta es siempre imprevisible. Fue ahí donde demostró su paciencia, su dulzura y su inteligencia. Aunque yo me pasara al inglés en algún momento, ella no dejó de hablar en francés, como si yo no fuera a perder los matices de los asuntos íntimos que me reveló. Cuando terminé de transcribirla, y antes de editarla, mi marido tuvo también la santa paciencia de escuchar los ciento quince minutos de entrevista para comprobar que todo estaba en su sitio. Dos personas mostraron una paciencia extraordinaria conmigo. Muy poco después, Javier y yo tuvimos una crisis de pareja y me fui a vivir a París. Delphine había sacado un nuevo libro. Se anunciaba, con su retrato, en las banderolas de las farolas.
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