Catherine Goetschy - S. Freud - El yo y el ello

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Más allá del principio del placer (1920) puso en claro que el hombre que había luchado por imponer la teoría de la libido; el que había convencido de la primacía del sexo; el que había conseguido miles de creyentes fervorosos en las demandas naturales del placer, ahora ponía en cuestión sus propias ideas. «Yo mismo soy un hereje que no se ha convertido en fanático», «Soy un abogado del diablo que no por eso ha entregado su alma al diablo», escribía entonces. Con la nueva dualidad pulsional, vida/muerte, Freud destruía la característica definitoria de la comunidad freudiana: la preeminencia de la psicosexualidad y la libido. El yo y el ello rompió, en 1923, otra certeza del freudismo. El nuevo modelo —basado en las funciones de tres estructuras mentales, el yo, el superyó y el ello— competía con un modelo topográfico construido en torno al inconsciente/consciente y a las vicisitudes del principio de placer en el que los freudianos se reconocían. Sobre todo, inició la deconstrucción del Inconsciente que caracteriza al psicoanálisis contemporáneo.

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Un individuo {Individuum} es ahora para nosotros un ello psíquico, no conocido {no discernido} e inconsciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo, desarrollado desde el sistema P [sistema percepción] como si fuera su núcleo... El yo no está separado tajantemente del ello: confluye hacia abajo con el ello (Freud, 1923a: 25-26).

Más sorprendente, empero, es otra experiencia. Aprendemos en nuestros análisis que hay personas en quienes la autocrítica

y la conciencia moral, vale decir, operaciones anímicas situadas en lo más alto de aquella escala de valoración, son inconscientes y, como tales, exteriorizan los efectos más importantes; por lo tanto, el permanecer-inconscientes las resistencias en el análisis no es, en modo alguno, la única situación de esta clase. Ahora bien, la experiencia nueva que nos fuerza, pese a nuestra mejor intelección crítica, a hablar de un sentimiento inconsciente de culpa, nos despista mucho más y nos plantea nuevos enigmas, en particular a medida que vamos coligiendo que un sentimiento inconsciente de culpa de esa clase desempeña un papel económico decisivo en gran número de neurosis y levanta los más poderosos obstáculos en el camino de la curación... No sólo lo más profundo, también lo más alto en el yo puede ser inconsciente (Freud, 1923a: 28-29).

En otros textos se expusieron los motivos que nos movieron a suponer la existencia de un grado {Stufe; también, “estadio”} en el interior del yo, una diferenciación dentro de él, que ha de llamarse ideal-yo o superyó. Ellos conservan su vigencia. Que esta pieza del yo mantiene un vínculo menos firme con la conciencia, he ahí la novedad que pide aclaración (Freud, 1923a: 31).

El yo adquiere el estatuto de instancia del aparato psíquico aunque su autonomía esté limitada

La noción de yo está presente desde los primeros trabajos de Freud. Describe sucesivamente su rol en el conflicto neurótico donde ciertas representaciones son incompatibles con él; su función de censor en el sueño; las pulsiones que dependen de él; su papel en la prueba de realidad; el yo como objeto de la libido en el narcisismo; el yo como reservorio de la libido; el yo que se modifica a través de identificaciones y que puede escindirse tal como sucede en la melancolía.

Pero es solamente hasta la segunda tópica que el yo se convierte en una instancia, o parte, del aparato psíquico con determinadas características, vinculadas con su génesis, encargada de ciertos procesos y que lleva a cabo funciones importantes, entre otras la de mediar las peticiones contradictorias de las demás instancias. Si bien Freud señala el poder del yo como ordenador del mundo interno no deja de subrayar su situación de dependencia en relación con el ello, el superyó y la realidad: no tiene patrimonio energético propio con lo que tiene que cortejar el amor del ello para recibir libido; está expuesto al maltrato del superyó y tiene que acatar las exigencias de la realidad, razones por las que su autonomía se ve reducida. Aparte, se ve debilitado por el conflicto con sus amos —ante lo cual reacciona sintiendo angustia—, y las divisiones en su interior. Es más, no es dueño de sí mismo: dado que algunas de sus operaciones son inconscientes, está siendo privado de una parte propia que ni ve ni conoce.

Es fácil inteligir que el yo es la parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior, con mediación de P-Cc [percepción-conciencia]: por así decir, es una continuación de la diferenciación de superficies. Además, se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior, así como sus propósitos propios; se afana por remplazar el principio de placer, que rige irrestrictamente en el ello, por el principio de realidad. Para el yo, la percepción cumple el papel que en el ello corresponde a la pulsión. El yo es el representante {repräsentieren} de lo que puede llamarse razón y prudencia, por oposición al ello, que contiene las pasiones (Freud, 1923a: 27).

Ahora vemos al yo en su potencia y en su endeblez. Se le han confiado importantes funciones, en virtud de su nexo con el

sistema percepción establece el ordenamiento temporal de los procesos anímicos y los somete al examen de realidad. Mediante la interpolación de los procesos de pensamiento consigue aplazar las descargas motrices y gobierna los accesos a la motilidad. Este último gobierno es, por otra parte, más formal que fáctico (Freud, 1923a: 55-56).

El yo se enriquece a raíz de todas las experiencias de vida que le vienen de afuera; pero el ello es su otro mundo exterior, que él procura someter. Sustrae libido al ello, trasforma las investiduras de objeto del ello en conformaciones del yo (Freud, 1923a: 56).

El yo se desarrolla desde la percepción de las pulsiones hacia su gobierno sobre estas, desde la obediencia a las pulsiones hacia su inhibición. En esta operación participa intensamente el ideal del yo, siendo, como lo es en parte, una formación reactiva contra los procesos pulsionales del ello (Freud, 1923a: 56).

Así, con relación al ello, se parece al jinete que debe enfrenar la fuerza superior del caballo, con la diferencia de que el jinete lo intenta con sus propias fuerzas, mientras que el yo lo hace con fuerzas prestadas (Freud, 1923a: 27).

[...] vemos a este mismo yo como una pobre cosa sometida a tres servidumbres y que, en consecuencia, sufre las amenazas de tres clases de peligro: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó (Freud, 1923a: 56).

La introducción del superyó. Su relación con el sentimiento de culpabilidad consciente e inconsciente

Es una aportación novedosa de El yo y el ello aunque no figure en el título del ensayo. La tercera instancia del aparato psíquico se origina a partir de una diferenciación en el interior del yo que resulta de la internalización de las demandas de las figuras parentales. Lo que hay de más elevado en el hombre, la conciencia moral, nace de la prohibición del incesto. El superyó perpetúa en el seno del aparato psíquico la dependencia infantil hacia los primeros objetos de amor que castigan y brindan protección. Tal como su nombre lo indica, está sobre el yo y lo domina. La tensión entre las dos instancias desemboca en sentimientos de culpa. La oposición entre consciente e inconsciente de la primera tópica no bastaba para explicar la formación de sueños punitivos: en La interpretación de los sueños (1900) precisa que emanan de una parte inconsciente del yo que se opone a la satisfacción del deseo en proveniencia del sistema Inconsciente. Con el planteamiento del superyó puede ahora integrar de manera más satisfactoria las reacciones adversas ante el cumplimiento de un deseo, el éxito o la mejoría en el tratamiento; son el producto de un conflicto entre el yo y el superyó. La experiencia clínica pone cada vez más en evidencia cómo el superyó contribuye a que una persona enferme. De hecho, cuanto más severo es el superyó, más intenso se vuelve el sentimiento de culpa, más maltratado queda el yo y, por ende, más grave se torna la patología mental. Freud asocia la crueldad del superyó con la neurosis obsesiva, la melancolía y el carácter masoquista. Asimismo descubre que esa crueldad está en el origen de la reacción terapéutica negativa que afecta la marcha normal, o esperada, del proceso analítico. Después, autores post freudianos subrayarán la conexión entre la psicosis y un superyó despiadado. Ahora bien, el sentimiento de culpa es con frecuencia inconsciente; el sujeto se percata de su sufrimiento psíquico pero no se siente culpable. Eso se debe en gran parte a la génesis del superyó: en la teoría freudiana nace a partir de la represión de las mociones de deseo del complejo de Edipo, que quedan forzosamente inconscientes. El superyó hunde sus raíces en el ello y se parece más a él que al yo. El concepto de superyó también le permite tender un puente entre lo individual y lo colectivo. En efecto, el superyó abarca también los ideales de la cultura; a través de él perviven el pasado y la tradición del pueblo que el sujeto se apropia de manera gradual.

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