Yulián Semiónov - Diecisiete instantes de una primavera

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Quedan diecisiete días para que termine la Segunda Guerra Mundial en Europa. El alto mando soviético es informado de que alguno de los jerarcas nazis está tratando de negociar una paz con los Aliados occidentales, a espaldas de la URSS. Stirlitz, el espía soviético infiltrado en la cúpula del ejército alemán, recibe la orden sabotear esas comunicaciones. Diecisiete días apocalípticos en los que el agente doble despliega todo su ingenio para truncar los planes de salvación de la Alemania nazi. Stirlitz es analítico y audaz, pero también melancólico y abnegado. Hace diecinueve años que no ve ni a su esposa ni a su hijo, cumpliendo con su misión. Un planteamiento magistral de la psicología humana, personas comunes con luces y sombras, tratando de sobrevivir en circunstancias excepcionales.

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Fuente: funcionarios portuarios de la cuarentena.

SIEGFRIED

De Gisela a Álex. Desde Múnich.

A la sección local de seguridad llegan automóviles de altos oficiales de las SS. Aquí toman otros autos, casi siempre de marcas francesas o norteamericanas, y van a Suiza. Cinco de estos coches partieron ayer para Suiza.

Fuente: mecánico del servicio técnico de la zona fronteriza.

GISELA

De Thomas a Álex. Desde Leipzig.

El Handelsbank transfiere cada día considerables sumas de dinero a bancos españoles (no se ha podido averiguar a cuáles). De 100 000 a 400 000 marcos depositan los miembros del partido o sus esposas. Según los datos obtenidos, este dinero no puede pertenecerles.

Fuente: cajero del banco.

THOMAS

Todos estos datos, enviados a Álex, jefe del espionaje soviético, fueron verificados minuciosamente hasta donde resultó posible. El triple control confirmó la veracidad de las comunicaciones recibidas. Después, fueron enviadas a todos los miembros del Comité Estatal de Defensa.

El jefe del espionaje suponía, con razón, que en los próximos días tendría una tarea sumamente compleja, porque la situación se presentaba interesante, bastante complicada y con muchos interrogantes.

—Para cualquier imprevisto, póngase en contacto con la sección de radio —dijo a su secretario—. Que preparen una transmisión especial para Justas. Nada concreto: que espere una misión. Hay indicios que me hacen suponer que lo llamarán para llevarla a cabo. Estoy seguro de que la cumplirá y de que será la última.

(Del expediente del miembro del NSDAP, 1 iniciado en 1930, Brigadenführer SS Krüger: «Ario genuino, fiel al Führer. Carácter nórdico, duro, sociable, trata bien a los amigos. Implacable con los enemigos del Reich. Hogareño. No ha tenido relaciones comprometedoras. En el trabajo es el maestro insustituible en su oficio…»)

Después de que los rusos irrumpieran en Cracovia en enero de 1945, y la ciudad, tan cuidadosamente minada, quedara intacta, Kaltenbrunner mandó llamar a Krüger, jefe de la Sección Oriental de la Gestapo.

—¿Tiene usted alguna justificación lo suficientemente objetiva para que el Führer pueda creerlo? —le preguntó Kaltenbrunner.

Aunque simplón y cándido en apariencia, Krüger esperaba aquella pregunta y tenía preparada su respuesta. Pero debía mostrar toda una gama de reacciones: quince años en las SS y en el partido le habían enseñado a actuar. Sabía que era tan inconveniente contestar enseguida como negar por completo su culpabilidad. Había aprendido la exactitud y el control de su conducta en todos los lugares y circunstancias. Hasta en su propia casa se descubría transformado en un hombre completamente distinto. Al despertarse por la noche, permanecía a veces durante largo rato con los ojos abiertos, escuchando el silencio: le parecía que incluso allí, en un cuarto oscuro, alguien de ojos fríos y serenos continuaba observando. Al principio hablaba con su mujer por la noche, en un susurro; pero, a medida que iban desarrollándose técnicas especiales de escucha —y Krüger mejor que nadie conocía sus éxitos—, dejó de decir en voz alta lo que a veces se permitía pensar. Hasta en el bosque, paseando con su mujer, callaba o le hablaba de nimiedades, porque le parecía que en el Centro ya habían inventado un aparato capaz de grabar a grandes distancias.

Así, paulatinamente, se había operado la transformación. El Krüger de antaño había desaparecido; en su lugar, y con la envoltura de un hombre conocido por todos, sin ningún cambio externo, existía otro, creado por el anterior, desconocido para todos, que no solo tenía miedo a decir las verdades, sino que temía incluso pensarlas.

—No —dijo Krüger con sentimiento, frunciendo el ceño y ahogando a duras penas un suspiro—, no tengo una justicación suficiente… Soy un soldado, la guerra es la guerra y no espero indulgencia alguna.

Jugaba con precisión. Sabía que mientras más severo fuera consigo mismo, más desarmaría a Kaltenbrunner. Nada hace rabiar tanto a un galgo como la huida de una liebre. Claro que Krüger ignoraba el comportamiento de un galgo ante una liebre que se detuviese en su carrera y levantara las patitas; pero conocía bien las relaciones dentro de las SS: cuanto mayor fuese el rigor con que se castigase a sí mismo, tanto más suave sería Kaltenbrunner o cualquier otro en su lugar.

—No se comporte como una mujer —replicó Kaltenbrunner, encendiendo un cigarro; Krüger comprendió que su línea de conducta había sido correcta: se había salvado. Había que analizar el fracaso para que no se repitiera jamás.

Krüger dijo:

Obergruppenführer , sé que mi culpa es enorme. Pero quisiera que escuchara usted al Standartenführer Stirlitz. Estaba al tanto de nuestra operación, y puede confirmar que todo había sido preparado a conciencia. A él lo ascendieron, mientras que a mí…

—¿Qué tenía que ver Stirlitz con esta operación? —Kaltenbrunner se encogió de hombros—. Trabajaba en el servicio de espionaje y se ocupaba de otros asuntos en Cracovia.

—Sé que se ocupaba de una V-2 2 perdida, pero consideré que mi deber era informarle de todos los detalles de esta operación. Pensé que a su regreso le comunicaría al Reichsführer o a usted cómo habíamos organizado todo el asunto. Esperaba instrucciones adicionales de usted, pero nunca recibí nada.

—¿Estaba incluido Stirlitz en la lista de personas que debían conocer esta operación?

—No lo sé.

Kaltenbrunner llamó al secretario:

—Averigüe, por favor, si Stirlitz, de la sexta sección, estaba incluido en la lista de personas encargadas de llevar a cabo la operación Schwarzfeuer.

Cuando el secretario hubo salido, Krüger comprendió que había desviado demasiado pronto el golpe hacia Stirlitz y dio marcha atrás.

—Toda la culpa es mía —continuó, inclinando la cabeza y hablando en voz baja y con dificultad—. Para mí sería terrible que castigara usted a Stirlitz. Lo respeto profundamente como a un soldado leal. No tengo justificación, y solo podré expiar mi culpa con mi propia sangre en el campo de batalla.

—¿Y quién va a luchar contra los enemigos aquí? ¿Yo? ¿Solo? Es demasiado sencillo morir en el frente por la patria y por el Führer. Mucho más difícil es vivir aquí, bajo las bombas, y eliminar las inmundicias con hierro candente. ¡Aquí no solo se necesita valor, sino cabeza! ¡Y cabeza inteligente, Krüger!

Krüger comprendió que no lo enviarían al frente, que era el castigo más terrible. Terrible no por las balas rusas —por supuesto, él sería un oficial de alto rango en el frente—, sino, simplemente, porque conocía el odio feroz que los oficiales del Ejército tenían a los antiguos funcionarios del SD. Siempre buscaban un pretexto para someter a la gente del SD a los procesos del partido o a un tribunal militar, y allí no se podía esperar misericordia; las leyes del frente son las de la muerte…

El secretario abrió sigilosamente la puerta y puso sobre la mesa de Kaltenbrunner varias carpetas delgadas. Kaltenbrunner las ojeó y, tras una exclamación de asombro, dijo:

—Gracias. Averigüe, por favor, si Stirlitz visitó a los jefes después de su regreso de Cracovia y, si lo hizo, con quién se entrevistó. Averigüe, además, qué problemas se discutieron.

—Ya lo he hecho —dijo el secretario—, por si acaso. A su regreso, Stirlitz comenzó a trabajar inmediatamente en el asunto del transmisor estratégico que envía informaciones a Moscú…

Krüger se acordó de cuando escuchó en Cracovia la conversación, grabada, que sostuvo el coronel del Ejército, Berg, con el general Neubuth, en la que el coronel pedía que lo mandaran al frente. Krüger decidió imitarlo: imaginó que, como todas las personas crueles, Kaltenbrunner sería muy sentimental.

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