Yulián Semiónov - Diecisiete instantes de una primavera

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Quedan diecisiete días para que termine la Segunda Guerra Mundial en Europa. El alto mando soviético es informado de que alguno de los jerarcas nazis está tratando de negociar una paz con los Aliados occidentales, a espaldas de la URSS. Stirlitz, el espía soviético infiltrado en la cúpula del ejército alemán, recibe la orden sabotear esas comunicaciones. Diecisiete días apocalípticos en los que el agente doble despliega todo su ingenio para truncar los planes de salvación de la Alemania nazi. Stirlitz es analítico y audaz, pero también melancólico y abnegado. Hace diecinueve años que no ve ni a su esposa ni a su hijo, cumpliendo con su misión. Un planteamiento magistral de la psicología humana, personas comunes con luces y sombras, tratando de sobrevivir en circunstancias excepcionales.

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Tacataca, tacataca. El golpear de los cascos como una música. La mata de pelo del cochero es ondulada, color trigo.

—Ahora empezará a cantar —susurró Sashenka—; cuando venía para aquí, cantaba muy bien.

—«¿A lo largo del río, a lo largo de Kazanka?».

—No: «¿Por qué estás sentada hasta la medianoche en la ventana abierta…?».

—«¿Por qué estás sentada, por qué te angustias? ¿A quién, bella, esperas?». Ni un solo transeúnte en la calle. ¡Qué raro!

—No, Maximushka, allí hay gente. ¿Ves cuántos son?

—No veo a nadie, ni oigo nada…

—¿Oyes el tacataca, tacataca?

—Dame tu mano. No, la palma. Las tienes más suave que antes… Me gustan mucho tus manos, ¿sabes? Me despertaba por la noche, sentía tus manos en mi espalda y tenía miedo de abrir los ojos, aunque sabía que no estabas a mi lado. Fue terrible. A veces veía a mi padre vivo, alegre, y de repente me abrazabas y sentía las líneas que tienes en las palmas y tus dedos tiernos, largos, de yemas suaves y calientes… ¿Me sentías tú también en tus sueños?

Tacataca, tacataca…

—¿Sabes qué más cantaba, Maximushka?

—Cantaba: «Vuelan los patos, vuelan los patos y dos gansos».

—¿Por qué no me contestas, Sashenka?

—No sé qué decirte, querido mío…

—¿Es usted de Petersburgo o un personajillo de la capital? —preguntó con interés el doctor Petrov, guardándose el dinero en la cartera verde y ajada.

—Del Báltico.

—¿Letón?

—Casi…

—Habla muy bien el ruso.

—Mezcla de sangres.

—Un hombre feliz. No importa cuál, pero es una patria. ¿Por qué no se va a Revel?

—No me sienta bien el clima —contestó Isaiev, guardándose la receta en el bolsillo.

—¿Llueve mucho?

—Sí, mucha humedad, y el tiempo cambia cinco veces al día.

—Aunque en Petersburgo cambiara el tiempo cien veces al día —suspiró el doctor—, y no me llamaran más que con el meñique, iría corriendo con los ojos cerrados, corriendo.

—Ahora ya dejan entrar.

—He perdido la fe. Primero era «maten al burgués», después, «aprendan del burgués». Antes, unos impuestos rigurosísimos, y ahora, «enriquézcanse»… En general, temo a los niños, mi querido señor; hacen mucho ruido, son crueles y egoístas. ¿Y si los niños, además, dirigen un Estado? Cuando impriman las leyes en bronce, cuando aprendan a cumplir los compromisos, cuando se hagan europeos… Eso solo será posible con la tercera generación: cuando el hijo de la cocinera termine sus estudios universitarios, el nieto de la cocinera dirigirá el Estado. Creo en esto: disminuirán las emociones y los amaestrará el progreso. Mi difunto suegro tenía pasaporte británico, ¿sabe?, pero era ruso; tenía la nariz como una patata y se atracaba de tortas y caviar, que cogía con las manos. Pero cuando llegaba a Petersburgo, casi lo recibían con salvas de cañones. Nos gustan los extranjeros, somos respetuosos con el forastero… Obtendré un pasaporte en Australia, cambiaré mi apellido Petrov por Peterson, y entonces volveré y entraré en un caballo blanco. Cuando diga: «Toma, sírveme, vete al diablo», me perdonarán. A un extranjero se le perdona todo…

En la calle, Isaiev sintió náuseas, y ante sus ojos se elevaron dos grandes círculos verdes. Eran luminosos, vacilantes como los círculos alrededor de la Luna durante los fríos navideños en la Rusia sin bosques. «Así era la Luna, cuando iba con papá de Orsk a Oremburgo —recordó—. Me llevaba en sus rodillas y pensaba que dormía, pero continuaba tarareando la canción de cuna: “Duerme, duerme bien, en la casa se apagaron las luces, los pájaros se durmieron, los pececitos se durmieron en el estanque, duerme”. Después, tarareaba la melodía, porque memorizaba mal los versos, y de nuevo comenzaba a susurrar lo de los pájaros dormidos en el jardín. Si estuviera vivo, seguramente podría dormirme ahora, me obligaría a oír su voz y sabría que existe en el mundo una persona que me espera. No me volvería loco a causa de la espera, ni por la fe o la falta de fe, la esperanza y la desesperación».

El farmacéutico, dando la vuelta a la receta del doctor Petrov, suspiró.

—Le doy la última cajita, sir. —El viejo chino hablaba un inglés de Oxford que a Maxim Maximóvich le pareció algo vacilante e iridiscente, como los círculos que tenía ante sus ojos, algo irreal y cómico—. Es un preparado maravilloso, una combinación de la medicina tibetana, nacida de la comprensión del gran misterio de las hierbas, y la farmacología moderna europea.

—¿Dónde aprendió inglés?

—Trabajé durante treinta años de criado en casa del doctor Woods.

—¿Qué edad tiene?

—Todavía soy relativamente joven —sonrió el farmacéutico—. Solo tengo ochenta y tres años; para un chino es la edad de la «naciente sabiduría».

—¿Y cuántos me echa a mí? —preguntó Isaiev, llevándose a la boca una píldora de la cajita del preparado del sueño.

—Me es difícil decirlo —contestó el farmacéutico—. Todos los europeos me parecen asombrosamente iguales… Es la misma cara. Tendrá usted cuarenta y cinco años, ¿no?

—Gracias —dijo Isaiev y se tragó otra píldora—. Gracias. Se ha equivocado en dieciocho años.

—¿Acaso tiene más de sesenta?

—No. Tengo veintisiete.

—¿Tu ventana está en el quinto piso y tiene cortinas azules?

—¿Cómo lo sabes, Maximushka?

—Ya lo ves…

—¿Alguien te lo escribió?

—Nadie me lo escribió. Pero estas cortinas las hiciste en Vladivostok, cuando me mudé de Gniloi Ugol a Poltavskaya; cortinas azules con lunares blancos y fruncidos a los lados.

Fruncidos . Nunca te había oído esa palabra, y me daba vergüenza pronunciarla en tu presencia.

—¿Por qué, Sashenka?

—No lo sé. Nosotros nos inventamos el uno al otro. Conocemos algo de este ser inventado, otro algo lo ignoramos y, poco a poco, nos vamos olvidando del que empezamos a amar y nos volvemos a nosotros mismos, y el agua coge su nivel. Al hombre que se quiere hay que temerle un poco: por si se va, por si se enamora de otra; las mujeres son tontas, quieren amurallar al hombre con falta de libertad, y después, ellas se cansan de la tranquilidad, como los vencedores en las luchas del circo.

—¡Qué escalera tan oscura!

—Los niños quitan las bombillas.

—¿Por qué hablas tan bajito?

—Te tengo miedo.

—Cerveza, por favor. Rubia. Fría. Muy fría.

El propietario del pequeño bar alemán le sirvió la cerveza a Isaiev. Casi siempre se sentaba a su mesa y hablaban de Alemania: Karl Nitche había nacido en Múnich, donde Maxim Maximóvich había vivido cinco años con su padre.

—Con este calor, lo mejor es tomar la cerveza algo caliente, mi querido Max. Se le puede enfriar la garganta si la toma helada con este calor. ¡Qué mala cara tiene! ¿Está enfermo?

—Sano como un toro, Karl. Un poco cansado.

Dos muchachotes se sentaron junto a la escalera que conducía al sótano y gritaron como cupletistas, a dos voces:

—¡Camarero, cerveza!

—Son rusos —susurró Karl—. Ahora pedirán vodka y pan negro. Los rusos, aunque delgados, jóvenes y educados, se comportan como puercos. Perdone un momento…

Se levantó de la mesa y gritó hacia el sótano, apoyándose en el pasamanos de la escalera:

—¡Dos cervezas, rápido!

«Estaría bien saber si estos muchachos me vieron en la farmacia o esperaron a que saliera del médico —pensó Isaiev—. Seguramente, me esperaban cerca de la consulta. Pero no me he dado cuenta de que me siguieran. Mal asunto, pero que muy malo…» «Creo que estoy dormido —se dijo Isaiev—. También a ella la engaño con mi respiración acompasada, con mi mano pendiendo de la cama y el cuello estirado. Me veo desde fuera incluso cuando duermo. ¡Qué horror! Y si le digo que me doy cuenta de que está a mi lado, de que me mira a la cara, de que veo temblar la venita azul de su cuello, de que se cubre el pecho con el brazo izquierdo y de cuánto dolor veo en sus ojos, me consideraría como el último canalla, porque podría creer que la estoy mirando a través de los párpados semicerrados. ¿Tal vez la miro así? No. Mis ojos están cerrados; simplemente, la veo porque estoy acostumbrado a sentir todo lo que está cerca de mí. Yo pensaba que esto me ocurriría solamente allí, detrás de la frontera; pensaba que en casa todo esto desaparecería y me convertiría de nuevo en un hombre común, como todos, y no sentiría esta constante tensión; pero, por lo visto, es imposible, y siempre seré así: alguien que solo cree en sí mismo y en dos enlaces: Rosa y Walter, y en nadie más. Tengo que engañarla, tengo que volverme torpemente y abrir los ojos, pero no de pronto, para no asustarla, sino poco a poco: primero, estirarme, después, empezar a murmurar algo, y, por fin, de un tirón, sentarme en la cama y abrir los ojos. Así tendrá tiempo de cubrirse con la sábana; sin duda se tapará con la sábana y se secará los ojos, porque está llorando.»

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