A fin de ilustrar de manera más clara lo que quiero decir, considérese un ejemplo del ámbito local. En el año 2015, se sucedieron en la Provincia de Córdoba una serie de inundaciones que dejaron un saldo de siete muertos y más de 1500 viviendas dañadas.4 Es claro que las extensas precipitaciones en breves períodos de tiempo configuran un paisaje cuya constatación resulta cada vez más frecuente en distintas partes del mundo y en la que el calentamiento global sin dudas juega su parte. No obstante, como sostienen los especialistas, la incidencia de las lluvias no habría sido la misma si algunas medidas preventivas se hubieran tomado a tiempo, especialmente en lo que atañe a la realización de obras hídricas, así como al control del desmonte y la desforestación. Hace mucho que en la Provincia de Córdoba se discute la necesidad de reformar Ley de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos (Ley N° 9814) actualmente vigente. La reforma de esta ley no sólo parece necesaria para que la Provincia finalmente se adecúe a la Ley Nacional 26.331, sino también para evitar que Córdoba continúe figurando entre las regiones líderes del planeta en materia de deforestación: entre 1998 y 2006, la tasa de deforestación fue ni más ni menos que del 2,5 al 2,9 por ciento anual (cf. Groshaus, 2015). En consecuencia, ¿no resulta evidente que la naturaleza global de un problema no tiene por qué comportarse como un impedimento insuperable para el surgimiento de soluciones locales perfectamente capaces de hacerle frente?
El caso de Córdoba, como así también el de otras provincias argentinas, resulta además una excelente ilustración de lo mucho que pueden incidir la política y el derecho a la hora garantizar un mundo mejor. Lamentablemente, la ilustración aquí opera en sentido negativo, pues lo que estos casos exhiben son justamente los problemas que plantean algunas malas decisiones. Por ejemplo, para volver a situarnos en la Provincia de Córdoba, considérense ahora las inundaciones que se produjeron durante el verano de 2017, las que llevaron a la Comisión de Emergencia Agropecuaria a declarar en estado de emergencia y/o desastre agropecuario a zonas de 23 cuencas hidrogeológicas.5 Como producto de esta declaración, muchos productores rurales recibieron subsidios y exenciones impositivas tendientes a amortiguar el costo de las pérdidas ocasionadas por la lluvia. Sin embargo, lo que las evidencias muestran es que el monocultivo que en los últimos años ha venido a reemplazar al bosque nativo, al neutralizar la capacidad de absorción del suelo, se encuentra entre las principales causas de las pérdidas ocasionadas (cf. Vettorello et al., 2017). La actuación de la Comisión, pues, despierta algunas inquietudes. Por lo pronto, ¿por qué razón hubo de conceder beneficios impositivos a quienes, según parece, fueron los principales responsables del problema en ciernes?
Una respuesta tentativa es que estas medidas tuvieron que tomarse en virtud de que la población de productores fue la principal afectada. Sin embargo, ¿fue la única? Más aún, ¿cómo se define el universo de potenciales afectados? Por caso, entre los actores convocados por la Comisión para analizar la situación aparecen legisladores departamentales, entidades rurales, representantes de organismos como el INTA y del Ministerio de Agroindustria de la Nación, el Colegio de Ingenieros Agrónomos y la Bolsa de Cereales de Córdoba. ¿Pero qué hay del ciudadano común que ha visto desaparecer extensas superficies de bosque nativo sin recibir nada a cambio? Los subsidios y demás concesiones impositivas que se otorgan como fruto de una declaración de emergencia surgen de las arcas del Estado, a la cual aportamos todos los contribuyentes. Por ende, ¿no hubiera correspondido que al ciudadano común también se lo convocara a sentarse en la mesa? ¿Y qué hay de la propia desaparición del bosque nativo? ¿No ameritaría ella misma una auténtica declaración de emergencia ambiental?
Aunque los capítulos que integran el presente volumen no pretenden reflexionar directamente sobre la situación ambiental de la Provincia de Córdoba, sí procuran abordar preguntas de un tenor semejante, relacionadas con el modo en que algunas de las principales instituciones iberoamericanas han tendido a encarar algunos hechos de fuerza mayor, sean de origen estrictamente natural o artificial. En rigor, su objeto de interés estriba en la dimensión valorativa que rodea a las emergencias y, en particular, en el valor de la objetividad que debería honrar cualquier intervención sobre la realidad social que se presuma efectiva. Este valor, según se comprobará, cobra una relevancia central en cualquiera de los siguientes planos de análisis: el moral, por supuesto, pero también el epistemológico, el político y el jurídico. Cada uno de estos planos recibirá una atención eminente a lo largo de las siguientes páginas, en las que intentaré explorar qué presupuestos, concepciones, puntos de vista, valoraciones, propósitos e intereses se plasman en el discurso justificatorio que acompaña a ciertas intervenciones institucionales. La intención de proceder así, como se adivinará, es fundamentalmente crítica, aunque el objetivo más ambicioso de este trabajo consiste en develar si no es el propio valor de la objetividad el que ofrece la mejor alternativa para controlar los grados de discrecionalidad y arbitrariedad que ya nos hemos habituado a constatar en las actuaciones de la clase política. Con ese fin, no sólo será necesario analizar qué se ha dicho desde el punto de vista doctrinario y jurisprudencial sobre la materia, sino también qué puede aportar la filosofía para comprender y, en última instancia, revisar lo que a veces no alcanza a observarse a simple vista.
Las razones por las cuales aquí se ha elegido el valor de la objetividad son diversas y, en más de un sentido, difíciles de articular, aunque creo que la razón principal responde a una intuición que fue gestándose entre los años 2014 y 2018, precisamente los años en los que se desarrollaron las investigaciones cuyos frutos recoge este volumen. En sus inicios, la intuición surgió como una reacción a lo que, como veremos más adelante (cf. infra, capítulo II, sec. §3 y capítulo III, sec. §3), González Lagier denomina ‘objetivismo ingenuo’ en ciencias sociales, el cual se plasma en numerosos fallos judiciales tendientes a revisar las actuaciones del poder político a la hora de declarar una emergencia o, como sucede en Argentina, respaldar un decreto de necesidad y urgencia. Según esta forma de objetivismo, habría ciertos hechos ofrecidos por la realidad a los que todos tendríamos acceso de manera fiel, transparente o no problemática, esos mismos hechos cuyo desconocimiento simplemente provocaría que cualquier intento de apelar al instituto de la emergencia carezca de sustento. Por supuesto, lo que mi intuición indica es que esta aproximación a los hechos y, con ella, a las emergencias, resulta profundamente equivocada.
Sin embargo, con el desarrollo de mis investigaciones no sólo se fueron haciendo cada vez más evidentes los motivos de esta equivocación, sino también los que explican otra equivocación de envergadura equivalente a la anterior, en este caso atribuible a un conjunto de perspectivas a las que bien cabría concebir ni más ni menos que como la contracara de aquel objetivismo ingenuo. Como veremos especialmente en los capítulos I y IV de este trabajo, tales serían las perspectivas que en cierta medida adoptan autores como Posner, Troper, Tusseau o Marazzita, y en las que cabe detectar la influencia de algunas corrientes filosóficas no siempre conciliables, como el decisionismo schmittiano, el contractualismo hobbesiano, el perspectivismo nietzscheano, el realismo jurídico italiano, el neopragmatismo rortiano, ciertas formas de constructivismo social y hasta el deconstruccionismo francés. Más allá de esta pluralidad de fuentes inspiradoras, hay algo que todas ellas parecen compartir y que podría resumirse en la convicción de que la verdad y, junto con ella, la objetividad, tan sólo representarían una manifestación de la voluntad de poder de ciertos actores. Por ese motivo, simplemente no habría espacio para un ‘control objetivo’ de las emergencias, o al menos no para uno que no se reduzca en última instancia al intento de reemplazar una perspectiva subjetiva por otra perspectiva no menos subjetiva —y, por ende, no menos arbitraria— que la primera. Para estos planteos, pues, la única clave estribaría en determinar quién detenta el poder. Una vez más, mi intuición es que ver las cosas de esta manera conlleva un grave error, pues la objetividad no sólo no es un ‘mito’, como creen algunos autores (cf. Najmanovich, 2016), sino que, correctamente entendida, permitiría hallar un refugio seguro desde el cual protegernos de la arbitrariedad de los poderes del Estado, sin que esto nos haga caer en una suerte de elitismo epistémico antidemocrático.
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