Jon Echanove - Los planes de Dios

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A causa del Brexit, Richard ha perdido todo lo que tiene. Ahora solo espera un milagro que lo salve o, en su defecto, hallar el valor necesario para quitarse la vida. Sin embargo, lo que encontrará será un nuevo trabajo en Manila, donde Rose sobrevive sin desear gran cosa, salvo que sus dos hijas puedan encontrar una vida digna fuera del arrabal que las asfixia. En Manila también vive Caloy, un hombre egoísta y violento que acaba de obtener un cargo importante de policía en Metro-Manila. Tres vidas que acabarán cruzándose en una tragedia inevitable porque, aunque creamos que tomamos nuestras decisiones libremente, no hacemos más que seguir los planes que Dios tiene para nosotros

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—Diga.

—¿El señor Stevens?

—Soy yo, ¿qué quieres?

La voz joven al otro lado del teléfono carraspeó antes de continuar con un marcado acento alemán.

—Mi nombre es Ernest Pfiefer. Le llamo de Devotech. Somos una consultora de proyectos de asistencia técnica a terceros países. ¿Tendría cinco minutos?

Richard vaciló, todavía digiriendo que no estaba relacionado con su padre, ni con el divorcio y, sobre todo, que no se trataba de dinero. Ernest Pfiefer se adelantó a su respuesta.

—¿O tal vez prefiera que le llame en otro momento?

—Eh… No, no. Adelante.

—Nos ha llegado su perfil a través de uno de nuestros socios. Devotech está gestionando un proyecto en Filipinas y estamos buscando un experto en laboratorios para una misión. Puedo darle más detalles si está interesado.

—¿Ha sido Adam Strang quien te ha dado mi contacto?

Ernest Pfiefer solo sabía que el contacto se lo había dado su jefe y que, por la descripción de su experiencia profesional, parecía encajar a la perfección con la urgente necesidad que tenía sobre la mesa. Tras diez minutos de explicación, Richard confirmó que la misión en Manila era algo que sabría hacer sin mucha dificultad, aunque él nunca hubiera hecho consultoría. La idea de estar un mes fuera de su casa le incomodaba bastante, aterrado de que durante ese periodo Sarah usurpara su propiedad. Sin embargo, los emolumentos que le pretendían pagar era mucho más dinero de lo que jamás hubiera esperado.

—¿Cuáles son las condiciones de pago?

—Normalmente, treinta por ciento por adelantado y el resto al final de la misión. No sé cuál es su disponibilidad, pero el Ministerio de Comercio e Industria de Filipinas quiere confirmar el experto dentro de una semana a más tardar.

Y así, con el mismo humor y ligereza de quien disfruta de una comedia romántica, Richard observó con sus propios ojos y en su propia piel la consumación de un milagro. El comienzo de un camino inesperado que él no habría imaginado jamás.

Diez años atrás, Adam le había acusado de tener una visión del negocio lineal, de desconocer y no anticiparse a las ramificaciones de sus decisiones. Más aún, le había descrito como un ser incapaz de imaginar más allá de los siguientes quince minutos. Richard sabía como el que más de laboratorios para materiales de la construcción, pero para él, eso significaba que su única posible profesión era trabajar en un laboratorio. Adam tenía razón cuando dijo que “al final nadie necesitará un laboratorio y dará igual lo buenos que seamos haciendo ensayos”. Sin embargo, en los cuatro años que había tardado su negocio en desmoronarse, lo único que había intentado era ser el mejor técnico de laboratorio posible, sin que nada de su dilatada experiencia se hubiera transformado en una miserable libra. En cambio, su antiguo socio solo había necesitado unas semanas para convertir a Richard en un valioso experto para países que aún estaban desarrollando sus redes de laboratorios.

Al terminar la conversación, se quedó mirando al suelo con una sonrisa boba. La imagen de los ansiolíticos esparcidos por la alfombra, como rábanos blancos brotando de entre las hebras, parecía de otro tiempo, pertenecerle a otra persona. Se congratuló de que, a pesar de todas las desgracias, todavía alumbrara en su interior algún deseo de vivir, y de no tener una novia sádica que se asegurara de que él se mataba como Dios manda.

Capítulo 7

Tras bajar el último tramo de las escaleras, se unió a una multitud silenciosa de viajeros, tan dormidos como él, que ocupaba todo el vestíbulo del control de pasaportes. Sin embargo, más que el entumecimiento de pasar casi veinte horas metido en un avión, había sido la tensión y el ajetreo de la última semana en Christchurch lo que le había dejado exhausto.

Que Sarah se hubiera negado en rotundo a responder a sus innumerables llamadas y mensajes le había recordado la impotencia con la que trastabillaba en su cotidianidad y, de paso, una vez aniquilada la esperanza, había degradado el milagro de Adam a un sencillo y solitario golpe de suerte. Más aún, la indiferente y burocrática respuesta de la responsable de finanzas, Clara Fox, puntualizando que aún faltaban 117,49 libras para cubrir las deudas de la residencia, había confirmado que su buena suerte tenía fecha de caducidad. Un mes para ser exactos. Y que, tras la misión de Manila, volvería a su insoportable rutina de perdedor.

Durante esos días en que toda su atención se había centrado en conseguir una respuesta de Sarah, no había encontrado la oportunidad de estudiar la documentación que le había enviado el líder del proyecto, un tal Michel Charles. En realidad, había tenido todo el tiempo del mundo e incluso había leído todos aquellos farragosos documentos sin ser capaz de retener ni una sola idea; lo que no había conseguido era espacio para introducir en su cabeza otra cosa que no fuera su obsesivo miedo a perder la casa.

Con el paso de los días, el escaso interés por la misión y el poco o ningún esfuerzo dedicado a la misma le habían despertado un incómodo sentimiento de culpa. Para aliviar su falta de profesionalidad, había conseguido convencerse de que el aislamiento en la cabina del avión durante el interminable viaje a Filipinas sería más que suficiente para leer el mazo de papeles y elaborar un plan de acción, como le había pedido Michel Charles. Richard le había respondido con un e-mail de una línea asegurándole que se lo enviaría para que lo revisara antes de la reunión planeada para el primer día en Manila. Sin embargo, la ansiedad que le generaba que Sarah planeara apoderarse de la casa lo acompañó a los diez mil metros de altura. Lo más que llegó a hacer encajonado en el asiento del avión fue sacar su ordenador y confirmar que solo un contorsionista sería capaz de teclear y ver la pantalla sin necesidad de romperse ningún hueso o desgarrarse un músculo.

Ya en tierra, inmovilizado por la desesperante lentitud con la que avanzaban, Richard albergaba la esperanza, o al menos lo intentaba, de que el cansancio del viaje le diera una tregua y poder trabajar en el hotel.

Casi una hora después, un oficial de inmigración empezó a revisar las hojas inmaculadas de su pasaporte con detenimiento. La ausencia de visados le hizo componer un gesto que a Richard le pareció de incredulidad. También él observó las hojas impolutas de su pasaporte con cierto embarazo. Hasta ese momento, no se había parado a pensar que aquel era su primer viaje fuera de Europa, y por alguna estúpida razón se sintió desnudo frente al oficial de inmigración, empeñado en confirmar página a página que no le alumbraba el pecho un espíritu aventurero. Después de una ligera vacilación, estampó el correspondiente sello en una página tan virgen como las otras y, tras aquel ritual exasperante, Richard irrumpió en las islas Filipinas.

Algo en su subconsciente le había sugerido conservar la chaqueta para combatir el presumible fresco de la madrugada y le sorprendió el calor sofocante y pegajoso que hacía, a pesar de no ser aún las seis de la mañana. En su fantasía, y con la preocupación de quien viaja por primera vez a un sitio desconocido, se había imaginado aterrizando en mitad de la noche, avanzando en solitario por un aeropuerto desierto de aspecto hostil. Pero la multitud que bullía dentro y fuera de la terminal, junto a la luminosidad y la claridad del cielo, hacía difícil de creer que el día acabara de empezar.

Aturdido por la algarabía y el caos, evitando como podía el enjambre de supuestos taxistas que le atosigaban plantándole frente a sus ojos certificados que, por lo visto, debían darle toda la confianza necesaria, llegó a la altura de un policía que le señaló con indiferencia una kilométrica fila de gente. Arrastró su maleta hasta el final de la cola, se deshizo al fin de la chaqueta, y, al comprobar la insufrible y esporádica frecuencia con la que los taxis llegaban a la parada, el agotamiento de su cuerpo lo invadió de golpe.

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