Profesor Pessimus, ¿existe una tendencia innata al pesimismo?
No. Algunos estudios han determinado con claridad que existe la tendencia contraria. El colmo es un estudio de 1988, de COOPER, WOO y DUNKELBERG, una encuesta a emprendedores, que constaba de dos preguntas: a)¿Qué probabilidades de éxito tiene un negocio típico como el tuyo? y b)¿Qué probabilidades de éxito tienes? Las respuestas más habituales eran del 50% y el 90% respectivamente. Los profesores THALER Y SUSTEIN, en su libro (en realidad, de autoayuda) Nudge: un pequeño empujón, ponen muchos más ejemplos y afirman que el “exceso de optimismo es inherente a la vida humana”.
Profesor Pessimus, ¿la filosofía que dice que todo saldrá bien o que los pensamientos optimistas pueden influir en la vida, puede llamarse “positivismo”?
No. El positivismo es una corriente filosófica del siglo XIX, inaugurada por el francés August Comte (1798-1857), relacionada con la idea de progreso, defendiendo que la civilización debe avanzar hasta alcanzar una visión del mundo y una ciencia que no se base ni en la metafísica ni en la religión, sino en los “hechos positivos”. Más adelante, en el siglo XX, apareció el denominado positivismo lógico, que, igualmente, no tenía nada que ver con el optimismo: era una corriente que defendía, siguiendo la estela del Tractatus Logico-Philosophicus (1927) de Wittgenstein (1889-1951), que las frases que no se refieren a hechos no tienen ningún significado, intentado descalificar así a toda la religión y a casi toda la tradición filosófica. La idea de que lo que pasa es lo mejor que podía pasar es el llamado optimismo, y adquirió ese nombre en tiempos de Voltaire (s.XVIII).
2. La vida es un fraude
I. Las raíces del pesimismo de Emil Cioran
Según quienes le conocieron, y según él mismo nos sugiere, una de las raíces del pesimismo de Emil Cioran (1911-1995) fue su falta de sueño. Imaginemos a alguien que no pudiera dormirse del todo jamás, alguien a quien le estuviera vetado acceder a esta imitación del no ser, de la nada, que es el sueño. Imaginemos cómo ese alguien, más o menos desde los nueve años de edad, se hubiera visto obligado a empalmar hora tras hora, minuto a minuto sin tregua. No nos extrañaría que se considerara a sí mismo un especialista en el tema de la muerte, por ejemplo, al llegar a los 20 años −o en cualquier otro tema serio de la Filosofía. El hecho de tener que vivir cada minuto de su existencia con plena consciencia sólo podría llevarle a sentir su vida como algo infinitamente denso, pesado. Sin duda no tardaría demasiado en preguntarse cuándo iba a terminar ese flujo cementoso del pensamiento. Si se dedicara a escribir, no nos sorprendería que los títulos de sus obras fueran de esta especie: Las cimas de la desesperación (1934), Ese maldito yo (1987), Breviario de los vencidos (1941), Breviario de podredumbre (1949), Desgarradura (1979)... y otros similares.
Buena parte de nuestras alegrías provienen de poder considerar cada mañana como un nuevo inicio. Considerar que empieza algo nuevo y bueno. Igualmente, poder considerar la noche como el fin de algo. Todo ello es especialmente útil cuando las cosas no marchan bien. A menudo nos acostamos con el deseo, al que acabamos llamando esperanza −como si eso cambiara su naturaleza, y le diera algo más de legitimidad y justificación−, de que al día siguiente todo sea distinto. Y, de hecho, despertar de un sueño profundo alimenta la ilusión de que lo que nos disponemos a vivir puede ser distinto de lo vivido. Una buena noche de sueño nos repara por completo: la energía que nuestro cuerpo ha repuesto casi nos obliga a pensar en positivo. Es difícil ser pesimista tras un sueño reparador y no digamos un buen desayuno. Pero si no hay sueño, la vida se convierte en un único día interminable. No hay ni antes ni después, ni ninguna razón para pensar que las cosas vayan a ser distintas, porque no hay ningún momento que se distinga de cualquier otro momento dado. Cualquier día es como el día anterior y no hay ocasión, no hay espacio, para sentir que ningún bien esté por llegar.
Sin embargo es difícil creer que la visión negativa de la existencia humana que Cioran sostuvo a lo largo de toda su vida se debiera sólo a una única causa. Ojeando sus aforismos uno tiene la sensación que Cioran tuvo que pertencer a ese nutrido grupo de seres humanos que durante el siglo XX tuvo que presenciar horrores y atrocidades de las que marcan a la persona para siempre. No es el caso. Ciertamente cambió a menudo de residencia durante el primer tercio de su vida: nació en un pueblo de los Cárpatos, en Rumania, hijo de sacerdote ortodoxo, le cambiaron de ciudad para estudiar en un internado; los estudios universitarios de Filosofía los llevaría a cabo en Bucarest, la capital, y el servicio militar lo hizo en Berlín, tras concluir los estudios. Tuvo una breve e insatisfactoria experiencia como profesor de secundaria (una alumna suya se suicidó, al parecer contagiada de su pesimismo). Se trasladó a París en 1937, antes de que se iniciara la Segunda Guerra Mundial, por una beca concedida por el Instituto Francés de Bucarest y ahí fijó su residencia hasta su muerte.
En sus días de juventud, malvivía de cualquier manera sin oficio ni beneficio. Se colaba en el comedor de la universidad fingiendo ser estudiante para no tener que pagar. Y no dejaba de escribir. Había empezado a publicar libros en su idioma natal, el rumano, en 1934. Habiéndose instalado a vivir con Simone Boué, profesora y traductora de inglés, a quien conoció en el mismo comedor en el que se colaba, y con quien vivió toda su vida, decidió a partir del año 49 escribir sólo en francés. Contra todo pronóstico, su Breviario de podredumbre fue un éxito, y recibió un premio en 1950: el primero de varios que le fueron concedidos a lo largo de su vida. Los rechazó todos. Fue publicando libros ininterrupidamente hasta 1988. Jamás abandonó su visión pesimista, y jamás se dejó influir por acontecimientos contemporáneos. Fue fiel a sus ideas y a su estilo de vida discreto, sobrio y auto-marginado.
¿Cómo un hombre que vivió sin muchos sobresaltos –y en este libro veremos algunas biografías marcadas a sangre y fuego por la tragedia–, que vivió en realidad como quiso, se obstinó en mantener una visión pesimista de las cosas?
La respuesta tiene que estar en su obra. Ésta es extensa, y aunque es fácil de leer, por constar casi toda ella de aforismos extremadamente precisos, resulta difícil de sistematizar, de discernir la jerarquía de las ideas. Como Cioran sólo ofrece conclusiones, es el que comenta el que debe reconstruir el razonamiento. Por otro lado, el pensamiento de Cioran no evolucionó nunca: su obra no es más que una serie de ideas repetidas de una forma cada vez más depurada. En fin; sin discrepar demasiado de otros glosadores señalaremos esta primera cita como una de las expresiones de las raíces del pesimismo del rumano [cita perteneciente a De lágrimas y santos, de 1937, Tusquets, Barcelona, 1988]:
“A los seis años [Santa Teresa de Jesús] leía las vidas de los mártires gritando ‘¡Eternidad!’, ’¡Eternidad!’. Decidió entonces ir a convertir a los moros, deseo que no pudo realizar, a pesar de lo cual su ardor siguió creciendo hasta el punto de que el fuego de su alma no se ha apagado jamás, puesto que nosotros nos calentamos en él todavía.”
Cioran sintió desde joven que, en nuestro día a día, se nos escatima algo, que la vida no es algo defectuoso porque contenga sufrimiento, sino porque no da lo que promete. A Santa Teresa de Jesús, según parece, a los seis años, esta vida ya le parecía poco, y deseaba poder ir a tierra de infieles para ser martirizada ahí y asegurarse la eternidad. Si Cioran queda impresionado por ello, no es en absoluto porque envidie la fe de Santa Teresa, su creencia en el más allá. Si alguna vez existió un ateo, alguien desprovisto de fe en cualquier cosa, ése fue Cioran. Cioran repudiaba incluso la mera idea de eternidad; le parecía una absurda prolongación del sufrimiento, o en el mejor de los casos, un aburrimiento total. Lo que le envidia a Santa Teresa es la precocidad en reconocer la insuficiencia de esta vida y la determinación en buscar una salida digna de ella.
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