Ese fue su error. Agripina se negó a separar su faceta maternal de su condición de Emperatriz. Mal asunto era querer administrar el poder y al Emperador con esquemas y modos domésticos. Cuando se trataba de su hijo, Agripina perdía su habitual inteligencia y, negándose a reconocer que Nerón ya no era un niño, le encasquetaba larguísimas peroratas sobre lo divino y lo humano, le reprendía sobre su conducta e interfería en todos los ámbitos de su vida pública o privada.
Nerón, evidentemente, tenía todas las características de aquel que ha crecido sabiéndose el eje presente y el objetivo futuro de su madre y, como tal, el centro absoluto del mundo. Así que solo hizo falta que encontrara a otra mujer que mantuviera su ego pero sin pretensión alguna de mando, para empezar a calificar a su madre de estorbo. Y si la sucesora era joven y bonita, mejor que mejor.
La primera de ellas fue Acté, una liberta de origen griego, que pasó por la vida de Nerón como un soplo de frescor y desinterés en un ambiente tan corrompido como era la familia imperial. Fue, tal vez, el único amor verdadero en la vida del Emperador y, puesto que sus sentimientos eran verdaderos y profundos, la concedió todos los honores que, aparentemente, desplazaban a Agripina de su papel de consejera.
La Emperatriz formuló reproches, la tachó de criada e hizo valer ante ella su condición de nieta de Augusto. Por fin, viendo que poco tenía que hacer ante tal estado de cosas, amenazó a su hijo con apadrinar a Británico ante la milicia y arrebatarle el trono. Contaba para ello —le aseguró—con la condición de hijo biológico de Claudio y su propio prestigio como hija de Germánico. Nerón por más que contara con el apoyo de Séneca y de Afranio Burro, tenía pues las de perder.
¡Imprudente! En un ámbito como la Roma imperial pleno de intrigas y violencia, todo aquel que lanzara una amenaza o bien la cumplía de inmediato, o de detenerse, concedía a su oponente ventaja en el juego. Y, en este caso, la ventaja se llamó Locusta que, en esta ocasión, acertó de pleno y Británico cayó fulminado por las artes de la envenenadora. Agripina, afortunadamente para ella, corrió mejor suerte. Nerón se limitó a privarla de algunos honores y a apartarla de la mansión imperial.
Todo hubiera quedado en eso e incluso hubiera acabado por producirse la reconciliación entre madre e hijo de no ser por la aparición de una enemiga peor que la dulce Acté. Popea era una de las más bellas jóvenes de Roma. Rubia —algo infrecuente en tierras latinas y por tanto muy apreciado—, escultural y de modales tímidos y recatados, la acompañaba una aureola de pieza inconquistable que la hacía aún más codiciada.
Todo era puro artificio. En realidad, era una mujer ambiciosa, calculadora, fría e inteligente que además tenía una cuenta pendiente con la familia imperial. Su madre, Sabina Popea, fue considerada como la mujer más bella de Roma y tal delito acarreó los celos de Mesalina y le costó la vida. Popea, como la mayoría de las damas romanas, muy diestra en las artes amatorias, era ambiciosa y deseaba ardientemente vengar a su madre. Lo cierto es que, en la corte imperial, el Ars amandi de Ovidio era el libro de cabecera de la mayoría de las féminas y Popea tenía, además, un arte especial en la aplicación de sus preceptos. Encandilar a Nerón no resultó, pues, tarea difícil. A fin de cuentas era solo un muchacho y conquistarle podía ser para la astuta Popea un auténtico paseo militar. Lo fue y, una vez rendida la plaza, Popea se decidió a sentar sus reales en ella.
Cierto que estaba casada. Pero ese era un obstáculo sin importancia para el Emperador. Como hiciera el rey David para conseguir a Betsabé, el marido, llamado Otón, fue destinado como gobernador a Lusitania y Nerón, una vez tuvo el camino despejado, se rindió por completo a los encantos de Popea.
Ciertamente había otro impedimento para que los enamorados vivieran su pasión libremente y esa era la joven Octavia, la esposa obligada de Nerón, tímida, anodina e insignificante. Claro que, casualmente, era lo que convenía a Agripina. Una esposa para el Emperador pero nunca una Emperatriz con la que compartir el trono. Popea supo leer entre líneas. Agripina, aún lejos de la mansión imperial, tenía el camino libre al poder y el mejor seguro para ello era una nuera tímida y apocada y carente de ambiciones. Ella no quería ser simplemente la amante del Emperador. Quería más. Quería ser Emperatriz pero no era la insignificante Octavia la barrera que la impedía asaltar el poder. Ella era la esposa del Emperador pero solo eso. Su obstáculo, la auténtica barrera que derribar, era Agripina.
Emprendió la batalla. Contaba con las mejores armas. Era dulce y melosa cuando convenía; arrebatada y pasional cuando la ocasión lo requería. Prometía y no daba. Se entregaba y luego se arrepentía. Incluso lloraba y si se terciaba, amenazaba. Nerón no pudo resistirse a tal virtuosismo en el juego erótico y, aun contra su voluntad, tomó una decisión: Agripina debía desaparecer.
Entretanto, la hija de Germánico había intuido que Popea era una enemiga a tener en cuenta. Decidida a presentar batalla y a hacerlo con la estrategia adecuada, lloró, imploró e intentó la reconciliación con su hijo. Aún más, buena conocedora de las debilidades de Nerón, no dudó en intentar seducirle. O, para hablar con más propiedad, en seducirle de nuevo, puesto que la mayoría de historiadores están de acuerdo en el carácter incestuoso de las relaciones entre madre e hijo. Todo fue en vano. Pero no se dio por vencida y se retiró a su villa de Anzio en busca de nuevas estrategias.
Allí, en la primavera del 59 d.C., la sorprendió el reclamo de Nerón. Estaba preocupada. Temía las artes de Popea y se había provisto de muchos y variados antídotos por si Locusta, o alguna de sus secuaces, hubiera preparado nuevos trabajos. Incluso la hizo sospechar la visita del torvo y adulador Tigelino, el favorito de su hijo, convidándola a una gran fiesta que se iba a celebrar en su honor en Bayas, cerca de Baulis, y en la que Nerón pensaba disculparse por su conducta y recibirla de nuevo a su lado. Luego, el recibimiento abierto, cariñoso y humilde del Emperador la hizo obviar su desconfianza. Tal vez, se dijo, la necesitaba a su lado. Tal vez —ella sabía de la fragilidad de los sentimientos de los hombres—, Popea había decaído en su estima y, necesitado de consejo y protección, la reclamaba a ella, a su madre. A fin de cuentas, le había insistido una y otra vez, nada como una madre para señalar el camino. Su propia madre, Agripina la Mayor, le había mostrado a ella el camino del poder y ella no había hecho más que cedérselo a su hijo.
Pecaba de ingenua. Ahora lo sabía. Su intuición debía haberla avisado de que, tras el siniestro emisario, se encontraba la mano asesina de Aniceto, prefecto de la flota del Miseno, y tras éste la mente perversa de Popea y la débil voluntad de Nerón. Según parece, al almirante se le ocurrió un ingenioso plan que consistía en trucar la cubierta de la litera donde Agripina se retiraría a descansar tras el festejo. En el caso de que la madre del Emperador se librara de morir aplastada, se simularía un naufragio y, en la confusión, Agripina moriría ahogada o apuñalada.
Ahora, recién llegada a la villa de Baulis, mientras se recobraba del naufragio, veía con claridad la jugada. Apenas llegada a la costa se reencontró con miembros de su séquito también supervivientes del naufragio y, en su compañía y con ayuda de gentes de los pueblos vecinos, se trasladó a sus posesiones. Decidida a actuar y segura de que la única forma de sobrevivir y ganar tiempo era no darse por enterada de las verdaderas intenciones de su hijo, se apresuró a enviar a Argemio, un hombre de su confianza, a Bayas, donde se encontraba Nerón:
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