Agripina, prudentemente, se retiró —sus esperanzas estaban depositadas en su hijo y éste solo era un niño— dispuesta a esperar de nuevo su ocasión. Entretanto, decidió sanear su economía y contrajo matrimonio —tras un intento frustrado de seducir al inconquistable Galba— con Cayo Salustio Crispo Pasieno, un hombre que, gracias a la cuantiosa herencia recibida del historiador Salustio, era extraordinariamente rico. Su hermana Livila no fue tan inteligente, se empeñó en enfrentarse a Mesalina y fue desterrada en compañía de su amante, el cordobés Séneca. Poco después, puesto que aún en el destierro no cesaba de intrigar, recibió la visita de unos asesinos a sueldo enviados por Mesalina que se encargaron de aquietarla para siempre.
La caída en desgracia de Mesalina el 48 d.C. reabrió para Agripina las puertas de palacio. De nuevo viuda y dueña de una inmensa fortuna podía haber vivido tranquilamente un destierro dorado, pero la ambición la cegaba y, sin pensárselo, se lanzó a la conquista del poder. Se hizo amante de Antonio Palas, un liberto que disfrutaba de la confianza del Emperador, y una vez en el círculo de Claudio, aprovechó su condición de sobrina para, en palabras del historiador Suetonio, aprovechar “las mil y una ocasiones que tenía para abrazarlo y seducirlo”.
Fue un juego de niños. Claudio, el honrado, sensato y sensible Claudio, se rindió sin ambages y, a sus sesenta años, cayó en las redes de su ambiciosa sobrina. Agripina consiguió de él que convenciera al Senado para que derogara la ley que condenaba el matrimonio entre parientes próximos y, a comienzos, del año 49, Agripina contrajo matrimonio con su tío. Ya podía, pues, ostentar de pleno derecho el título de Augusta. Había llegado al poder aún antes de lo previsto. Su hijo, pues, ya solo serviría para prolongar su estancia en él. Había conseguido lo que nunca consiguió su madre. Tenía el imperio en sus manos y, además, la posibilidad de ser origen de una dinastía.
El poder. Agripina ya tenía lo que tanto había deseado. Aquello que su madre intentó alcanzar y el destino le arrebató con la intervención de las Parcas. Es más, aún si se hubiera convertido en Emperatriz, Agripina la Mayor nunca habría dispuesto de las potestades de su hija. Ahí, precisamente, radica su importancia histórica. La Roma de Claudio no era la misma que la de Tiberio. En el 49 d.C., cuando Agripina la Menor recibió el título de Augusta, la corrupción había debilitado el poder del Senado. La plebe urbana, por otra parte, reclamaba con más fuerza sus derechos y era urgente reforzar el poder imperial. El principado romano, si quería mantener sus prerrogativas, debía reconvertirse en una monarquía de tipo oriental. Es decir: absoluta, hereditaria y que justificara sus poderes con un presunto origen divino. Era, pues, el momento oportuno para reforzar el papel de la Emperatriz. Livia ya había apuntado maneras, pero durante el gobierno de Augusto se limitó a actuar como la primera gran matrona de Roma y, mientras duró el mandato de su hijo Tiberio, ejerció como una auténtica co-soberana en la sombra.
Para Agripina eso no era suficiente. Dispuesta a aprovechar una ocasión única, tomó atributos reservados a las diosas como la corona de espigas de Ceres y ciñó la corona de laurel que hasta entonces solo había estado reservada al Emperador. Sentada al lado de Claudio, primero, y de Nerón después recibió embajadores de las colonias, dispensó audiencias públicas, mandó acuñar moneda con su efigie y gozó de privilegios reservados a las diosas o a las vestales.
Pero ella no lo era. Ni una diosa ni, mucho menos, una vestal. Cierto que, escarmentada por la trágica muerte de Mesalina, cuidó de no caer en sus excesos pero, aún así, conservó a Palas como amante y dejó gobernar libremente a Afranio Burrro y a Séneca, amante que fue de su hermana Livila y al que confió la educación de su hijo. De hecho, a Agripina no le interesaba la alta política. Ese, posiblemente, hubiera sido el objetivo de su madre, que disfrutaba del placer de gobernar. Las aspiraciones de Agripina la Menor se decantaban por gozar de una situación de preeminencia social y asegurarse en el trono afianzando el destino de su hijo. Esto último no era tan fácil.
Contra sus aspiraciones se alzaba un niño, Británico, hijo de Claudio y Mesalina, y unos años menor que el futuro Nerón. Claudio no tenía la suficiente resistencia como para oponerse a la sutil batalla emprendida por su joven esposa. En el año 50 Claudio adoptó al hijo de Agripona, que cambió su nombre de Lucio Domicio Enobardo por el de Lucio Domicio Nerón Claudio. Poco después, contando solo 13 años, vistió la toga viril. Ese fue su despegue definitivo: con solo quince años fue autorizado a hablar en el Senado y, poco después, contrajo matrimonio con Octavia, hija de Claudio, que tenía tres años menos que él.
En este estado de cosas, Claudio enfermó. Agripina se apresuró a informar al Senado de que, en caso de fallecimiento, Nerón estaba dispuesto para la sucesión, pero, ante la sorpresa de todos, el Emperador se recobró y, pese a que, en primera instancia, había ratificado la decisión de su esposa, se desdijo y designó a Británico como su sucesor. La cólera de Agripina fue terrible y, decidida a no apartarse del camino trazado, optó por reconducir los designios de la naturaleza. Para ello se valió de los inestimables servicios de Locusta, una prestigiosa envenenadora profesional, que aderezó convenientemente un plato de setas que sirvió a Claudio la noche del 13 al 14 de octubre del año 54. Pero sabido es que el más perfecto la yerra y eso le pasó a Locusta. El veneno no actuó y simplemente acarreó al Emperador algún que otro desarreglo intestinal.
Agripina no se dio por vencida y, buscando rematar la faena, recurrió a los servicios de Estertinio Jenofonte, un liberto griego originario de la isla de Cos que ejercía de médico imperial. El sistema utilizado para asegurarse su complicidad nos es desconocido, aunque no es difícil imaginarlo. El caso es que la Emperatriz le convenció de la necesidad de provocar el vómito al Emperador puesto que, al parecer, “habían” querido envenenarle. Casualmente ella misma le proporcionó la pluma de ave que, con fines eméticos, el médico introdujo en la garganta de Claudio. El resultado es de todos conocido: el instrumental clínico estaba envenenado y el Emperador apenas si sobrevivió unas horas a la maniobra.
Había pues que orquestar la segunda parte de la representación. Nada de llantos estentóreos como Agripina a la muerte de Germánico, nada de actitudes heroicas, mucho menos aires de viuda apesadumbrada. Había que actuar y hacerlo en la sombra. Agripina, ayudada por sus secuaces capitaneados por su amante Palas, organizó un verdadero ejército que se dedicó a expandir por Roma bulos y rumores —evidentemente todos favorecedores de Agripina y Nerón— sobre la causa de la presunta muerte del Emperador. Entretanto, elementos bien pagados de la guardia pretoriana lanzaban aclamaciones a Nerón. Ni más ni menos que lo que hoy calificaríamos de creación de un estado de opinión favorable para que el Senado se viera obligado, una vez confirmada la muerte de Claudio, a proclamar Emperador a Nerón.
Agripina vivía su gran momento. A sus treinta y siete años, o mejor dicho gracias a los diecisiete de Nerón, el poder la pertenecía por completo. La juventud de su hijo le llevaba a ser considerado como “el muchacho de Agripina”. Por tanto las riendas del Estado estaban plenamente en sus manos. Más aún de lo que lo estuvieron en vida de Claudio. Para asegurarse el reconocimiento público de su cargo, se hizo proclamar por Nerón “óptima mater” y, si bien por poco tiempo, Agripina, feliz y poderosa, hizo y deshizo a su antojo.
Manejar a su hijo no le resultó difícil pero no ocurrió lo mismo con su entorno. Séneca y Afranio Burro le disputaban el ascendiente sobre el joven Emperador y se mostraban reticentes a seguir las órdenes de Agripina. Pero con la habilidad que le era propia consiguió neutralizarlos para ejercer plenamente de Emperatriz-madre.
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