Desesperada y sola, se enfrentó a Tiberio y, ante sus insultos, un centurión la golpeó hasta hacerla perder un ojo. Desterrada por orden del Emperador a la isla Pandataria, anunció que se dejaría morir de hambre. Tiberio intentó en vano alimentarla a la fuerza. No lo consiguió y Agripina murió a los 47 años de edad dejando tras de sí el legado de una ambición imparable y, tal vez, intuyendo que sería su hija, la joven Agripina, la que recogería el testigo de su carrera hacia el poder. Fue la última victoria de una mujer indomable.
Con 17 años y la única compañía de sus hermanos Drusila, Livina y Cayo Calígula, Agripina debió, pues, enfrentarse a la vida. Debía además hacerlo en el ámbito hostil de la familia imperial donde, curiosamente, solo contaba con las simpatías de Tiberio. Éste no debía ver en sus sobrinos menores ningún posible rival. A fin de cuentas, Cayo Calígula era un desequilibrado y las muchachas no representaban a sus ojos una amenaza a tener en cuenta. Decidió, pues, que, una vez eliminados los que parecieron poderosos antagonistas, podía ganarse las simpatías de la plebe dando cobijo a los hijos de Germánico en casa de Antonia, hija de Augusto y abuela paterna de los cuatro huérfanos. Con ello respetaba la memoria del que había sido su hijo adoptivo y, además, realizaba una rentable operación de imagen de cara al pueblo de Roma.
Lo cierto es que, para entonces, Agripina no era una niña inocente y desvalida. El ejemplo de lo acontecido a su madre le hablaba del mal resultado del empleo de la dignidad o la elocuencia como método de conquista del poder. Decidida a salir de su precaria situación, optó por seguir el camino de su abuela Julia (no en vano llevaba su nombre como primer patronímico) y utilizar el lenguaje que mejor se conocía en la familia imperial: el de la seducción.
Agripina era una joven realmente bella. En el busto que se conserva en el Museo de Historia de la Ciudad de Barcelona o en el del Lateranense de Roma aparece como una mujer ligeramente oronda pero muy al gusto de la época, de cara redonda y facciones correctas entre las que destacan unos sensuales labios y un mentón adelantado que dice mucho de su capacidad de decisión.
Experiencia, desde luego, no le faltaba. Roma se iba en lenguas sobre la peculiar relación que mantenían entre si los huérfanos de Germánico. Agripina había tomado, pues, las primeras lecciones en casa y Tiberio tuvo que afrontar la desagradable noticia de que sus tiernos y aparentemente inofensivos sobrinos mantenían una relación incestuosa en la que Cayo, apodado Calígula, alternaba sus favores a sus tres hermanas. Una delicada situación que no podía más que empeorar la ya deteriorada imagen de la imperial familia.
Lo mejor, debió pensar Tiberio, era sosegar las inquietudes de los cuatro jóvenes procurándoles las correspondientes parejas que dignificaran sus ardores con el lazo del matrimonio. En el reparto, a Julia Agripina le tocó en suerte Gneo Domicio Enobardo, un hombre bastante mayor que ella, atractivo pero colérico, codicioso y con la suficiente dosis de depravación como para aceptar en matrimonio a una joven de moral tan dudosa. Pertenecía a una familia de elevada alcurnia y gran fortuna y, posiblemente para no manchar el buen nombre de sus antepasados con la distraída moral de su esposa, se separó de ella a los pocos meses de la boda.
Un suceso inesperado le obligó a rectificar. A la muerte de Tiberio en el 37 d.C., Calígula fue investido Emperador. La ambición de Enobardo le aconsejó regresar al lecho conyugal y de la reconciliación nació, en el año 37, un hijo, Lucio Domicio Enobardo, que pasaría a la historia como Nerón. Parece ser que nadie se hizo demasiadas ilusiones sobre las cualidades que adornarían al muchacho. Suetonio escribió que su padre, al conocer la noticia del embarazo, aseguró:
—De Agripina y de mí solo puede nacer un monstruo.
Agripina, sin embargo, se sentía feliz. En su desenfrenada ambición de poder, heredada de su madre, sabía que solo había un camino para alcanzar el trono imperial: un hijo varón. Los muchos hombres que pasaron por su vida fueron meras anécdotas. Un hijo, eso precisamente era lo que más deseaba, un hijo varón al frente del gobierno de Roma. Conseguiría así aquello que su madre no logró alcanzar. Sería la madre del Emperador y, como tal, recibiría reconocimiento público de su rango. De ejercitar el poder ya se encargaría ella.
Era, sin duda, mejor solución que la que había escogido su madre. A fin de cuentas, un marido podía repudiarla o simplemente sustituirla por una amante. Un hijo, no. Ella le educaría en su respeto, en su adoración, se haría imprescindible para él y el Emperador la necesitaría siempre a su lado. Para él siempre sería su madre y, si en algún momento, lo olvidaba, le sobraban recursos para recordárselo. Tanto era su afán de concebir un hijo varón que, encinta de ocho meses, consultó a un astrólogo. Este la tranquilizó:
—Sí, señora, darás a luz un varón. Un niño que llegará a ser Emperador pero —la cara del mago se ensombreció—, cuando conquiste el poder, te asesinará.
Agripina fue rotunda:
—Poco me importa si antes, aunque sea por un solo día, gozo de los atributos imperiales ¡Qué me mate, pero que sea Emperador!
Precisamente, en aquellos momentos la ambición de Agripina resultaba chocante. Calígula, al ser nombrado Emperador, había cubierto de honores a sus hermanas y, aunque la más favorecida era Drusila, Agripina no se quedaba atrás. Cierto que ella no gozaba del apasionado amor del Emperador pero no era eso lo que envidiaba a su hermana, sino la posibilidad de ésta de ser nombrada Emperatriz. Calígula estaba apasionadamente enamorado de Drusila. En su delirio lo mismo se mostraba devoto seguidor de cultos orientales que nombraba cónsul a su caballo o se manifestaba incapaz de mezclar lo que calificaba de su divina sangre con alguien que no perteneciera a la familia.
Convenció pues al Senado para autorizar el matrimonio con su hermana, a imagen y semejanza de la tradición seguida por los antiguos faraones pero, antes de que tal disparate se llevase a cabo, Drusila murió (38 d.C.). La desesperación de Calígula no tuvo igual. Y encontró un remedio insólito a su desconsuelo: perpetuar la memoria de su hermana-amante en un culto religioso dedicado a ella.
La situación era tan delirante que Agripina se frotaba las manos. Era evidente que la política imperial se había convertido en un absoluto dislate, por tanto podía estar cercano el momento de alzarse con el poder. Entretanto, tomó a su cargo la misión de consolar al viudo “oficial” de la difunta: su marido Emilio Lépido. En su compañía y en la de sus hermanos Calígula y Livina partieron hacia las Galias, en misión oficial, pero el viaje acabó con un turbio proceso contra el viudo y su amante, acusados ambos de alta traición. El castigo fue macabro y teatral a un tiempo, Lépido fue ajusticiado y Agripina condenada al destierro en las islas Pónticas en compañía del cadáver de su amante-cuñado.
El periodo de ostracismo fue breve para satisfacción de Agripina. Calígula fue asesinado, y le sucedió su tío Claudio, un cincuentón aparentemente simple pero mucho más sensato e inteligente de lo que suponía su entorno. Un hombre, en fin, prudente, pero que cometió el error de posibilitar el regreso de Agripina a Roma.
Allí se instaló la hija de Germánico disfrutando de las recobradas posesiones que, tras el proceso, Calígula le había arrebatado. Gozaba, además, de la libertad que le concedía su situación de viuda puesto que Enobardo había fallecido de hidropesía en su residencia de Pirgues donde se ocultaba de las iras de Calígula. Rica, joven y libre, Agripina cobró nuevos bríos. Tanto que despertó las sospechas de Mesalina, esposa de Claudio, buena conocedora de las artes de sus sobrinas, en las que ella era igualmente una experta.
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