Animales disecados
Juan Carlos Gozzer
Diseño e ilustración de cubierta: Diego González
© Juan Carlos Gozzer, 2016
© Punto de Vista Editores, 2016
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ISBN: 978-84-15930-89-1
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Índice
Biografía del autor Biografía del autor Juan Carlos Gozzer . (Colombia, 1975). Es licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Los Andes (Bogotá) y master en Relaciones Internacionales por la Universidad de Bolonia (Italia). Nómada de profesión, pasó los últimos 13 años entre Madrid, Barcelona e Italia. Actualmente reside en Sao Paulo, Brasil, donde es director general en la consultoría de comunicación española LLORENTE & CUENCA en Brasil. Animales disecados es su primera novela.
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciseis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidos
Veintitres
Veinticuatro
Veinticinco
Veintiséis
Veintisiete
Veintiocho
Veintinueve
Treinta
Treinta y uno
Treinta y dos
Treinta y tres
Treinta y cuatro
Treinta y cinco
Biografía del autor
Juan Carlos Gozzer. (Colombia, 1975). Es licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Los Andes (Bogotá) y master en Relaciones Internacionales por la Universidad de Bolonia (Italia). Nómada de profesión, pasó los últimos 13 años entre Madrid, Barcelona e Italia. Actualmente reside en Sao Paulo, Brasil, donde es director general en la consultoría de comunicación española LLORENTE & CUENCA en Brasil. Animales disecados es su primera novela.
Uno
La luz tímida y triste de esa mañana de domingo se colaba con esfuerzo por los cristales de La Soledad cuando Javi abrió sus ojos y alcanzó a distinguir la silueta borrosa de Antonio que pasó de prisa frente a la puerta. Durante los días sucesivos se preguntaría si esa imagen no habría sido un espejismo de su resaca.
—Sudaca de mierda —murmuró al tiempo que reunía las fuerzas necesarias para levantarse de la barra donde se había dormido entre charcos de whisky y vasos vacíos.
Encendió la cafetera y, mientras esperaba, escarbó entre los ceniceros hasta encontrar un cigarrillo a medio fumar. Poco a poco, el olor penetrante del café empezó a mezclarse con el aire pesado de triste trasnocho, arrepentimiento y colillas aplastadas. Con movimientos lentos y lastimosos, Javi corrió las cortinas y abrió la puerta para que entrara un poco de luz y aire nuevo. No existe nada más triste que un bar durante el día, pensó.
La Soledad era un bar pequeño con ventanales y cortinas hacia la calle del Pez, la misma por la que pasó Antonio cuando Javi apenas se despertaba. Un salón, una barra, algunas pocas mesas con sus sillas de aluminio y cojines de cuerina roja y un póster de Desayuno con diamantes, firmado por George Peppard —regalo de Jhonny B.—. Un local de pocos clientes, ninguno fiel, que se mantenía quizás por la tozudez de Walter Alabama y la indiferencia continua de Javi, que ejercía de camarero, barman y administrador ocasional por un sueldo de miseria que complementaba con continuas dosis de alcohol gratis.
Javi se sirvió una taza generosa de café y lo mezcló con un último trago de whisky que Helena había dejado la noche anterior en el fondo de una botella de Jack Daniels.
Como solía sucederle todos los domingos, no tenía ganas de hacer nada. Con el sabor duro del café que le bajaba por la garganta, intentó elegir un disco entre los muchos que se apilaban en desorden, en un rincón de la barra, pero el dolor de cabeza le hizo desistir. Todo olía muy mal y había demasiado desorden para tan pocos clientes y un camarero.
—A la mierda —dijo—. Me largo.
Sin embargo, no tenía a dónde ir. Y menos un domingo en medio de un frío anticipado de otoño que caía como un latigazo de soledad sobre Madrid.
Javi era un barman que hacía cócteles regulares con alcohol adulterado y creía en muy pocas cosas más allá de su propia autocompasión y su tristeza de ecos y abismos. Vivía con un mal humor crónico amparado en el silencio ajeno de los camareros, esos eternos oyentes que nunca tienen nada que contar. Su figura delataba una vida sedentaria de barra de bar: un cuerpo subutilizado que sobrepasaba los treinta años, que acumulaba cebada de cerveza mezclada con la grasa propia de las frustraciones y objetos que se olvidan en algún lugar del paso de los años.
Tampoco tenía familia conocida. Tal vez un par de amigos que mencionó alguna vez. Y a Helena, claro, a quien conoció en La Soledad hacía casi un año. A la que amaba en silencio entre celos y odios. Todo por esos mechones de pelo rizado que le rozaban los hombros y por esa forma de pararse sobre la barra a bailarle todos los tristes discos que ambientaban las noches de La Soledad. Por sus ridículas fantasías de viajes y sus películas a medio comenzar y sin terminar.
Cuando Helena apareció por primera vez en el bar, le dirigió un mirada austera y le dijo que si eso era La Soledad, era poco lo que ella podía esperar de la vida o incluso del amor.
—El amor, Javi, es la continua huida de la soledad. Por ende, es algo que siempre te será esquivo —le dijo al cabo de algunas copas.
¿Y ella qué diablos podría saber si lo acaba de conocer? El nombre del bar no lo había puesto él, sino un tipo conocido como Walter Alabama, un gringo que Javi conoció cuando trabajaba en El Imperfecto.
Alabama, quien aseguraba haber estudiado Letras en Berkeley y hablaba en español con bastante dignidad, llegó a España huyendo en silencio de las preguntas que se acumulaban en San Francisco y a las que no quería dar respuesta.
Según Javi, Walter se había largado a Madrid a gastarse sus últimos muchos dólares en los bares en los que nunca estuvo Hemingway. Por eso llegó a ese pequeño local junto a la Plaza Mayor a beber mojitos a quince mil kilómetros de distancia de La Habana, y a contarle a Javi la absurda historia de sus padres en San Francisco y las falsas razones de su viaje. Viaje que de repente parecía dejar de serlo, pues el gringo se había quedado estancado en Madrid sumido en la rutina inquebrantable de los discos continuos de El Imperfecto.
Y a ese ritmo era de esperarse que alguien como Alabama se percatara, tarde o temprano, de que todo comenzaba a ser tan igual como siempre lo había sido. Ese ciclo soporífero al que Javi era totalmente indiferente.
Una tarde de comienzos de septiembre, cuando el cansancio del verano ya hacía mella en el cuerpo, Walter llegó a El Imperfecto y le propuso a Javi que abrieran su propio bar para gastar así sus últimos dólares. A Javi la idea no le pareció mala, igual, no era su dinero. Aun así, Walter Alabama le dijo que fueran socios y así se fueron, sin saber muy bien porqué, a meterse de lleno en La Soledad.
Fue más o menos por aquella época cuando apareció Helena. El bar estaba recién inaugurado y los clientes era escasos. Pero a ella ese nombre la atraía como si fuera un poderoso imán. Quizás porque le recordaba un poco a sí misma y a la vida que, en la lotería del destino, le había tocado vivir. O, tal vez, simplemente le hacía recordar algún rincón de su Bogotá de olvidos.
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