Juan Carlos Gozzer - Animales disecados

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Un cadáver en la nevera, un detective italiano, un barman español, una guapa colombiana, un sicario con problemas existenciales, un fumador gringo, o un ex espía alemán, son algunos de los personajes que pueblan la sorprendente primera novela del escritor colombiano Juan Carlos Gozzer. Una novela negra cargada de humor, viajes, cigarrillos, pasión y muerte. Una historia que nos lleva de San Francisco a Madrid y de Madrid a Bogotá.
Walter Alabama es un ciudadano norteamericano que decide abrir un bar en Madrid. Contrata al mesero Javi para que se haga cargo del negocio y en esa misma época conoce a Helena Bastidas, quien llegó a Madrid para escapar de unos sicarios colombianos que tenían una deuda con su familia. Estas tres vidas e historias se cruzan, se conocen, crean un vínculo y en el momento menos esperado se crea el caos por una muerte que intentará ser resuelta por el investigador italiano Ítalo Torrisi.
Este libro es un viaje por distintos lugares de Europa y América y permite conocer las más íntimas pasiones de sus personajes. Desnuda lo más crudo de sus pensamientos y sus actos y nos permite reconocernos en cada uno de ellos al pensar qué habríamos hecho en su lugar.

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Helena Bastidas cruzó el umbral de la puerta con paso decidido y miró a los dos hombres que fumaban mientras tomaban un café junto a la barra. Ambos se callaron y le devolvieron la mirada de manera impertinente. Ella se sentó, ordenó un café con leche y ahí comenzó la historia que Javi habría de recordar con cierto cariño, junto a Italo Torrisi y su ayudante Arcas, frente a una botella de grappa Nardini cuando todo terminó. Esa tarde, fuera de La Soledad, caía una insólita llovizna que parecía baba cayendo del cielo bajo la tristísima voz de Jhonny Hartman.

En poco tiempo, pasó lo que debía pasar y que resultaba lógico desde ese primer encuentro. Helena creyó enamorarse de Walter Alabama, de sus historias en San Francisco y de toda esa artimaña de galanes baratos pero inevitablemente atractivos y viajados por el mundo. Alabama descubrió que Helena podría ser ese bálsamo temporal a sus heridas mientras, Javi, en medio de ese intento colectivo de felicidad, descubrió que su humor comenzaba a hacerse añicos tras la barra de La Soledad.

Javi dio un último sorbo al café ya frío y endulzado con whishy que le quedaba en la taza, mientras el sol de ese domingo de otoño que entraba a través de los cristales de las ventanas barría con todo lo que encontraba a su paso.

Sonrió. Un poco nada más. Solo y casi a escondidas, mostró sus dientes amarillentos y desordenados. Una sonrisa escasa, pero suficiente para darse cuenta de que lo hacía por Alabama y por Helena. Por Helena siempre, por todo lo que la amaba en silencio y porque no había tenido el valor o la oportunidad de protegerla.

Dejó la taza vacía sobre la barra, cerró todo con un afán extraño y salió a la calle. Una brisa fría le corrió por las mejillas sin afeitar. Ese aire nuevo de ciudad vieja le inundó los pulmones y se sintió bien, extrañamente bien, para un domingo y para esa resaca de tristezas y soledades a la que estaba tan acostumbrado.

Remontó la calle del Pez hacia el piso de Helena. Si ya Antonio se había marchado, era posible que pudieran hacer algo juntos. Tal vez ir al Rastro, a comprar algo de ropa usada y maloliente. A Javi le hacía falta un buen abrigo para ese otoño que se anticipaba inusitadamente frío. Quizá podrían comer juntos en ese lugarcillo paquistaní y de buen precio que estaba en Lavapiés.

El dinero escaseaba en sus bolsillos y eso lo molestaba más que nada. Le habría gustado invitar a Helena a un buen sitio. No estaría mal ducharse, vestirse de una manera un poco más digna y sentirse una persona normal, pensó.

Encontró el portal del edificio de Helena entreabierto y mientras subía por las escaleras estrechas y empinadas, se palpó los bolsillos y comprobó que se le habían acabado los cigarrillos. Maldijo entre sus dientes amarillos y desordenados la mala suerte que solía acompañarle. Resignado, se detuvo frente a la puerta del piso de Helena, el 3ºC, y tocó el timbre una, dos y tres veces sin obtener respuesta alguna.

Se sentó sobre uno de los peldaños de las escaleras a esperar como si fuera un perro fiel, mientras pensaba a dónde se habría ido Helena a esa hora de la mañana.

Quizás había salido a comprar algo para el desayuno, se mintió. Una vez más dejó entrever sus dientes amarillentos y desordenados al imaginarse una tortilla recién hecha y un buen zumo de naranja. Tal vez traería El País bajo el brazo y ambos se tumbarían sobre la cama a leerlo y, como los gatos, aprovecharían los tímidos rayos de sol de ese otoño de exilio.

El golpe seco del portal reavivó sus esperanzas. Sintió una respiración cansada y el chirrido de la madera de los peldaños de la escalera. Escuchó también el ruido plástico de una bolsa que Helena traería en sus manos.

Pero no era Helena, sino el vecino del cuarto o quinto piso que siguió con pan, leche y huevos en una bolsa de plástico blanca, sin siquiera mirarlo o saludarlo o verle esa cara de hambre y de rabia.

Preso de los nervios, golpeó la puerta con el puño bien cerrado, lo suficientemente fuerte para que se oyera en todo el edificio. Alguien en el piso de arriba se asomó con una evidente mueca de disgusto.

—¡Joder, que no ves que no hay nadie, deja de hacer ruido, gilipollas! —le gritó.

Con la rabia y el hambre arañándole el estómago, Javi habría podido subir y darle un par de golpes al vecino entrometido que seguramente tendría su estómago lleno, el sabor a café en la punta de la lengua y el suplemento deportivo de El País esperándole en el sillón.

—¡Que te den! —le respondió antes de darse por vencido.

Bajó resignado y se detuvo un instante en el portal del edificio. Maldijo una vez más y se cagó en mil cosas. Miró hacia ambos extremos de la calle y no encontró ni un rastro de Helena. No supo qué hacer. No tenía a dónde ir. Solo sentía los embistes del hambre en la boca del estómago, resequedad en los labios y rabia por todas partes.

—¡A la mierda! —dijo—. He de entrar aunque tenga que tumbar la puñetera puerta.

Envalentonado por una decisión que creyó ser la más acertada, subió de nuevo por la escalera, pisando fuerte y deseando encontrarse otra vez con el vecino del piso de arriba para responderle como se merecía. Se detuvo nuevamente frente a la puerta de Helena y tocó el timbre. Una, dos y tres veces más.

Golpeó la puerta con fuerza y cuando finalmente se convenció de que nadie le respondería, intentó abrirla con una tarjeta de crédito tal y como viera en las películas. Forcejeó, sudó y asomó la lengua entre los labios. Se contorsionó un poco más pero lo único que obtuvo fue una tarjeta rota.

Solo pensaba en entrar. Quería tomar algo del refrigerador —un zumo, una cerveza o inclusive agua— y recostarse sobre la cama. Podría encender la pequeña tele y ver la programación de domingo, pero sin Liga. Dejarse caer sobre el colchón mullido a pesar de tener que soportar los humores viejos y retorcidos de Antonio y Helena y adormecerse con el sonido vacío de los anuncios de refrescos, compresas o algún coche que nunca tendría.

Decidido y cansado, tomó un pequeño impulso y descargó su cuerpo sobre la puerta con la fuerza suficiente para romper la cerradura y dejarla abierta de par en par.

—¡Hostia, gilipollas! ¿Que no vas a dejarnos en paz? ¿Quieres que llame a la policía? —gritó el vecino del piso de arriba interrumpiendo ese pequeño momento de júbilo.

Movido por una rabia ciega, en apenas dos zancadas, Javi alcanzó el rellano del piso de arriba y se encontró con el dueño de la voz que lo increpaba. Sin mediar palabra, le asestó un golpe tan bien dado que un único ruido fuerte y seco terminó por callar el edificio. El hombre trastabilló y soltó el suplemento deportivo que intentaba leer.

—Si me vuelves a decir algo, subnormal, te rompo la cara otra vez.

Con un pírrica satisfacción en el rostro, bajó y entró al piso de Helena pensando únicamente en alcanzar la cama. Por un instante miró hacia el refrigerador y deseó algo más frío que le calmara la resaca.

No era tanto la sed como la falta de cigarrillos lo que le molestaba. Empezó a rebuscar entre algunos cajones y encontró un Ducados viejo y amarillo que Walter habría olvidado. Lo encendió como si fuera un trofeo digno de exhibirse y se dejó caer sobre el colchón viejo que escupió un tufo a sexo que le entró por la nariz con fastidio. También había un aroma tenue de sangre fresca, a mujer muerta y a tristeza asesinada. Pero Javi, era de esperarse, no lo sintió.

Recostado sobre la cama, encendió la tele para sentirse acompañado mientras miraba las manchas de humedad y suciedad pegadas al techo. Poco a poco se adormeció, en posición de ronquido, pensando en una tortilla de patatas, un zumo de naranja y la piel de Helena sobre la suya.

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