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Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición, 2020.
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© Rafael Cuevas Molina.
San José, Costa Rica.
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Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.
Para Melissa, Gabriela,
Fabián y Carlos Castro
Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias
Enrique Santos Discépolo
Primera parte Rebeca
Intenté por cuarta vez entrar a ver a mi papá, pero no me dejaron. El guarda de la puerta me dijo que estaba totalmente prohibido y hasta me regañó por haber salido a la calle cuando debería estar confinada en casa.
Es cierto, tiene razón, mi papá se enfermó por salir a trabajar con la esperanza de no contagiarse, y ahí estaba internado en una sala de cuidados intensivos entre la vida y la muerte, alejado de todos nosotros, quién sabe si sufriendo, si consciente o inconsciente.
Pero él es así, un hombre que siente que puede vencer hasta a la muerte, tal vez como un rasgo de esa forma de ser que lo hace sentir invulnerable y lo lleva a arriesgarse siempre.
Es irónico, cuando nosotros creíamos que de verdad no iba a salir vivo de la guerra, regresó siempre sano y salvo. Pasaba hasta seis meses fuera de casa y, de pronto, se aparecía una tarde riendo, hablando a gritos y abrazándonos a todos, mientras mi mamá lloraba de la alegría de verlo y le reprochaba lo flaco y sucio que estaba.
De verdad que parecía inmortal en medio de tanta muerte. «Los estamos vergueando», gritaba eufórico, mientras devoraba la comida que le ponían mi mamá y mi abuela al frente, y discutía a gritos con los vecinos que lo saludaban desde el otro lado de la tapia de láminas y no compartían sus ideas políticas.
Parecía una fuerza de la naturaleza en esos días, eufórico al tope, imparable, «con ojos de loco» decía mi abuela cuando lo veía regresar hediondo y se persignaba como si el diablo mismo fuera el que había entrado por la puerta de la casa, mientras los niños gritábamos y saltábamos de alegría tratando de abrazarlo, agarrándonos a sus pantalones, colgándonos de su cuello y besándolo.
Terminaban así meses de angustia e incertidumbre sin noticias suyas, de no saber si estaba vivo o muerto, igual que ahora, porque mi mamá iba a las oficinas de los BLI y nunca le decían nada, que dizque eran cosas de seguridad del Estado y no podían decirle ni por dónde andaba. Regresaba tronándose los dedos, como hace siempre cuando está nerviosa, a prenderle su veladora al San Miguel Arcángel que teníamos en una esquina del comedor, y nos ponía a todos a rezarle para que no le pasara nada, mientras le daba sopapos al Darío que no se quedaba quieto porque, de seguro, no alcanzaba a entender lo que estaba pasando.
Por eso, cuando aparecía su silueta grandota pegando gritos y abrazándonos a todos en el umbral de la casa, era como si de repente se nos aflojara el cuerpo y ni las canillas parecían querer sostenernos, yo no sé si de la alegría o del susto o de las dos cosas juntas. Y entonces empezaban los cuentos que nos hacían quedarnos despiertos hasta bien tarde, alumbrados solo por el candil que mi mamá ponía en el centro de la mesa, unos con los ojos pelados y otros dormidos en el regazo de mi mamá o de la abuela, y no paraba hasta que se iba de nuevo, con la mochila al hombro, mientras mi abuela lo persignaba y le pasaba el escapulario por la frente, y mi mamá decía que ni tiempo de que se repusiera y engordara un poquito había habido.
Así parecido estábamos ahora, sin saber qué estaba pasando allá adentro, sin que nadie nos diera razón de su salud, sin que ni siquiera saliera alguien y nos dijera cuánto tiempo más estaría internado y si había esperanzas de que se repusiera. Aunque nosotros, tal vez contagiados de su forma de ser, siempre pensamos en el fondo que en cualquier momento se aparecería como allá en Nicaragua, perfilando su silueta en la puerta de la casa, eufórico, pegando gritos y contando cuentos hasta la medianoche.
Yo regreso a la casa a toparme con la cara expectante de mi mamá que, como entonces, se truena los dedos mientras se seca las manos en el delantal, treinta años más vieja pero con la misma angustia, teniendo que repartir su tiempo entre la cocina y la computadora que le sirve para dar clases a sus alumnos que, según dice, no entienden o no quieren entender y que, como no los ve, se desaparecen y después dicen que es porque se les fue el internet o cosas por el estilo.
Entonces no queda más que volver al teléfono para ver si podemos hablar con alguien que nos dé alguna noticia, pero siempre será lo mismo, que suene y suene sin que nadie conteste, o tratar de descubrir algo en las noticias del medio día, ver si tal vez hacen un desglose y dicen cuántos nacionales y cuántos extranjeros murieron, porque papi tiene ya más de treinta años de vivir aquí pero todavía lo cuentan como extranjero en los informes que da el ministro por la televisión. Tal vez si dijeran: «murieron tantos extranjeros», uno podría tener alguna pista, aunque suponemos que si papá llegara a morir nos lo dirían, aunque fuera solo para que la familia estuviera enterada, porque ya sabemos (por la prensa, porque a nosotros nadie nos lo ha dicho) que no podríamos acompañarlo ni siquiera al entierro.
Capítulo II
Es lo que nos toca
A mí me toca doble, tratar de que me den alguna noticia de mi papá, que tenga que decir bajito de dónde es para que no oigan los que me rodean, y lidiar con mi mamá, que antes era más aguantadora, tal vez porque era más joven, o porque todas las responsabilidades caían sobre ella y tenía que hacerse la fuerte y sacar ímpetus de a saber dónde para mantener la casa caminando, con nosotros chiquitos, en medio de las apretazones de plata y el caos que nos rodeaba.
Ahora se le va notando la angustia en el cuerpo, cada día más flaca y demacrada, haciendo esfuerzos para concentrarse y seguir dando sus clases. Siempre ha sido luchadora, pero ahora como que la veo cansada. Es que los años no pasan en vano. La recuerdo cuando regresaba sudada y con los pelos alborotados al atardecer allá en Managua, después de un día completo dando clases, de tener que lidiar con ese montón de salvajes, como decía ella, que le agotaban la paciencia y las fuerzas. Gracias a Dios que teníamos a la abuela, que se encargaba por lo menos de cocinar y medio poner la casa en orden, mientras nosotros íbamos a la escuela que quedaba a la vuelta de la esquina. Ya en ese tiempo agradecía ser maestra, tener una profesión que le permitía mantenernos, aunque fuera pegados al palo, como repetía siempre, pero mejor que la mayoría de la gente, y con mi papá vivo, aunque solo se apareciera cuando le daban permiso para venir a Managua y dejar por unos días de andar brincando por el monte.
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