La primera vez que regresé allá fue realmente extraño. Me decían que yo hablaba raro, como tica, y eso me hizo sentir extraña. Estando en Costa Rica, no me había dado cuenta de cómo yo ya me sentía tica, y volver a Nicaragua, aunque fuera de paseo, me llevaba otra vez para atrás.
Cuando empecé a ir a la escuela, me metí al estudio como un refugio. En la casa de Fini me sentaba en el desayunador y ahí aprendí a leer, y cuando no sabía una palabra tenía que deletreársela a mi mamá para que me la dijera, porque ella no tenía tiempo de pararse a leer conmigo. Siempre debía trabajar, cocinar o limpiar, pero aunque fuera a las carreras nunca me dejaba con la duda. Mamá oía las palabras que me estaban enseñando y, una vez me dijo: «Ya estás aprendiendo a hablar como tiquilla». A mí me dio mucha vergüenza.
En casa tenemos un teléfono fijo que mis papás mantienen «por las dudas». No sé qué significa eso de por las dudas, pero ahí está, aunque no sirva más que para recibir llamadas que ofrecen tarjetas de crédito o intentos de estafa que hacen desde las cárceles. Se oye mal, sobre todo en invierno, cuando la línea se humedece y hace ruidos extraños que a ratos casi no permiten oír. A veces lo dejamos sonar hasta que se calla, porque pensamos que debe ser otra de esas llamadas. Pero que suene un domingo no es normal, así que salí de mi cama y fui a contestar cuando sonó a las siete de la mañana. Era una llamada del hospital en donde estaba internado mi papá. Preguntaron por mi mamá, y cuando dijeron que era de parte del San Juan de Dios sentí que se me aflojaban las piernas. «Se murió», pensé, «y llaman para darnos la noticia». Esa era la única razón que habíamos barajado todo ese tiempo, que debíamos estar tranquilos porque, mientras no llamaran, quería decir que estaba vivo.
Pero ahora había llegado la llamada. Me quedé con la cabeza en blanco y sentí como que me subía un calambre desde el estómago. Mi mamá salió de su cuarto con cara de dormida, pero se alarmó cuando me vio pálida, según me dijo después. Me pasaron por la cabeza, en cuestión de segundos, imágenes que, si lo pienso bien, no tenían nada que ver con lo que estaba pasando. Incluso algunas que sé que son inventadas, que yo he construido en mi cabeza por los cuentos que me hacía mi papá cuando regresaba del frente. Del otro lado del teléfono una voz de mujer me preguntaba si yo seguía ahí porque me quedé muda, y mi mamá me vio tan alterada que me arrebató el teléfono de las manos y, a gritos, preguntó: «Aló, aló, ¿quién habla?», mientras se alisaba el pelo con los ojos muy abiertos.
Darío también se levantó, y por primera vez lo vi preocupado, expectante, mientras se ponía una camiseta vieja que decía, lo recuerdo bien, I love NY, que seguramente se había comprado en una tienda de ropa americana que estaba en Guadalupe y a la que le gustaba ir cada cierto tiempo. Los tres nos apiñamos tratando de no perdernos la mala noticia que esperábamos que nos dijeran, aproximando las orejas al auricular y tratando de descifrar lo que nos decía una voz femenina en medio del chisporroteo que producía el cable del teléfono en mal estado.
Pero no, afortunadamente no eran malas noticias, o por lo menos no las malas noticias que estábamos esperando. Papá estaba internado, grave, pero estaba resistiendo en una unidad de cuidados intensivos y parecía estar reaccionando positivamente al tratamiento. No nos habían llamado porque cuando lo internaron habían perdido sus documentos, hasta su ropa, porque en el desbarajuste y la angustia en el que estaba inmerso el hospital por la emergencia, nadie se acordaba en dónde habían colocado sus cosas. Hasta esa mañana en la que una conserje, limpiando una bodega, las había encontrado junto a la de otros pacientes que estaban en las mismas circunstancias.
En cuanto habían dado con ellas, nos dijo la voz femenina del otro lado de la línea telefónica, que resultó ser la de una doctora que se identificó con el apellido Barrantes, había venido inmediatamente a llamarnos por teléfono porque adivinó, o intuyó, la angustia que debíamos estar pasando sin tener noticias de papá.
Mamá no pudo contener las lágrimas, y agarraba el auricular con las dos manos, como si estuviera aferrando la mano de papá y no quisiera dejarla. Hacía preguntas y más preguntas, la mayoría de las cuales no podían ser respondidas por la doctora: que cuándo lo iban a dar de alta, si había bajado mucho de peso (su eterna preocupación desde que había estado en los BLI), si estaba consciente, si se acordaba de su familia, si necesitaba algo, si podíamos ir a visitarlo, o si acaso entre sus cosas no habían encontrado su teléfono celular para por lo menos hablar un poco con él.
Cuando por fin colgó, lo primero que nos dijo fue: «Vieron que para algo servía este teléfono», y se sentó a tomarse el té de tilo que le había preparado para tratar de tranquilizarla. Estábamos contentos y excitados; «vaya forma de comenzar el domingo», dijo Darío, sentado a la par de ella, solo vestido con un calzoncillo y su camiseta de I love NY, mientras le acariciaba el brazo en un raro gesto de ternura. Creo que solo cuando papá nos anunció allá en Managua, sin previo aviso, que se iría a buscar vida a Costa Rica, habíamos tenido una conmoción similar. Para mi mamá, la diferencia estaba en que ahora sentía más apoyo, porque Darío y yo ya éramos adultos y la responsabilidad no recaía solo en ella como aquella vez, cuando ni sus razonamientos ni sus ruegos hicieron cambiar de decisión a mi papá, quien, así como regresaba eufórico, igual se enojaba y tomaba decisiones radicales como esa que ya había tomado, la de irse a probar suerte a otro lado.
Segunda parte Jorge Maradiaga Salvatierra
Capítulo I
En una cama de hospital
No sé por qué, en medio de la confusión y el dolor me vienen a la cabeza los recuerdos de hace más de treinta años que creía haber dejado arrumbados en alguna esquina de la memoria. Dice una de las enfermeras que me cuida, la del turno de la noche, que hablo continuamente, que grito demandando ayuda, que me quejo y hasta lloro diciendo nombres en medio de la inconsciencia. No recuerdo nada de eso, tal vez solo algo entre brumas, como fantasmas saliendo de la niebla. Pero cuando estoy consciente la lucidez es abrumadora, como si de pronto retrocediera en el tiempo y todo hubiera sucedido ayer o estuviera sucediendo justo ahora. ¿Por qué me pasa esto, será la posibilidad de la muerte lo que hace que mi cerebro reproduzca las situaciones límite que vivió entonces?
Aparecen junto a mi cama de hospital los muertos de entonces, eternamente jóvenes y entusiastas, irreverentes, creyendo fervientemente que por fin habíamos llegado al cielo prometido, a la tierra de leche y miel a la que cantábamos en los himnos.
Oigo con tanta claridad los bombazos y los gritos que casi se me zafa el tubo que tengo incrustado cuando vuelvo la cabeza. ¿Por qué no pienso en Victoria y en mis hijos que son lo más importante del mundo? No lo sé, no tengo capacidad para comprender lo que me pasa. Soy una hoja en una corriente tumultuosa que la lleva y la trae sin que su voluntad pueda hacer nada. Este cuerpo esquelético postrado sudoroso en una cama, que seguramente lo único que despierta es lástima, lleva en su interior un mundo que no lo deja en paz ni de noche ni de día, un universo de estrellas que explotan y arrasan con su onda expansiva, en donde aparecen los rostros de los que ya no están, o la figura joven de quienes, como yo, seguimos aquí pero ya somos otros, en todo sentido, haciendo otras cosas, devueltos a la abrumadora y repetitiva vida cotidiana en donde ya no caben los héroes y nos vamos desfigurando hasta hacernos irreconocibles, metidos en cuerpos que no se corresponden con lo que somos por dentro.
Читать дальше