Rafael Cuevas Molina - Polen en el viento

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"Históricamente, Costa Rica ha cobijado a migrantes de muchos países y, sin embargo, la literatura se ha ocupado poco del tema. Esta novela, escrita por un migrante guatemalteco sobre una familia de migrantes nicaragüenses representa un maravilloso aporte a esa deuda literaria, no solo por su ausencia sino por su enfoque humano, actual y conmovedor.
Después de 30 años en Costa Rica, una familia nicaragüense se expresa entre la fidelidad sandinista, la fidelidad nicaragüense y la construcción de una nueva identidad nacional, la costarricense.
Y los tiempos de la covid-19 se convierten en el catalizador de esas contradicciones, modulados por la familia con una madre especial."

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A él no le gustaba que ella trabajara de maestra porque se sentía incómodo. Cada vez que llegaba, después de la alegría del encuentro, los oía por la noche discutir en voz baja en su cuarto. «¿No ves que con los cinco mil sandinos que yo gano y lo tuyo apenas si nos alcanza con los gastos de todos los muchachitos?», le decía ella. Se la pasaban hablando por horas, él insistiéndole y ella resistiéndose, hasta que ya de madrugada dejaban de hablar y solo se oían los suspiros.

Igual que antes, se sigue sintiendo privilegiada: «Tenemos para comer –dice– no nos falta nada», y hasta hace paquetitos con cosas de lo poco que tenemos para darle a los vecinos, sobre todo a los viejos, que se la pasan esperando las ayudas del gobierno que les han ofrecido, pero nunca les llegan. Trabaja incansablemente, desde que abre los ojos hasta que se va a dormir bien tarde, sin haber parado un minuto, tratando de tener noticias de mi papá y batallando con la computadora y sus clases, que nunca había dado por internet, aprendiendo los programas y tratando de acostumbrarse mientras la directora le manda correos amenazándola con que la puede despedir, que los padres no quieren pagar, que piden más horas de clase, que el colegio no tiene para mantener los salarios.

Lee los correos y se lamenta. Responde escogiendo las palabras para no demostrar la angustia que siente, para no decir algo que pueda molestar a la directora y sepa que está trabajando al tope. A veces me dicta los mensajes mientras cocina. Pica la verdura y piensa, corrige o me pide opinión sobre cómo se oye una palabra o una frase. A las de preescolar ya les redujeron el salario porque los papás dicen que lo que necesitan es alguien que les cuide a los niños y que las maestras están de vagas. Las muchachas la llaman para contarle, le piden que hable con la directora porque, según creen, ella es su mano derecha, la más antigua en el colegio, y la directora se apoya en ella. Pero mi mamá dice que eso no es cierto, que ella está en alitas de cucaracha como todas.

«Es lo que nos toca», dice mientras se seca las manos con el delantal y se viene a leer lo que he escrito. «¡Ay no,quitá eso!», exclama señalando con el dedo algo en la pantalla. Se pone y se quita los lentes para leer, mientras mira las noticias del medio día y la conferencia de prensa, en donde espera con ansiedad que digan algo que la pueda orientar sobre la suerte de mi papá. «¡Ay, Dios mío!» musita bajito, mientras mi hermano Darío le dice que deje de quejarse, que de seguro el gordo está bien, como le dice él a mi papá, haciéndose el indiferente, que ya pronto estará en casa y que de seguro no nos dicen nada porque ya deben estar «por soltarlo».

Darío sufre, como nosotras, pero no lo demuestra. Parece una piedra sin sentimientos, pero yo, que lo conozco bien, sé que está muy angustiado. Cuando era niño corría a refugiarse entre las faldas de la abuela y lloraba desconsoladamente por cualquier cosa. «¡No seás llorón!», le decía mi papá, y le daba un par de nalgadas, según él para que llorara por algo, mientras Dariíto berreaba «como chancho al matadero», decía mi papá.

Ahora se la pasa pegado al celular mientras espera que esté el almuerzo, aparentando indiferencia a todo lo que pasa a su alrededor, mientras espera el mensaje que le avise que hay un cliente de Uber que lo necesita.

Capítulo III

Dariíto

Darío parece indiferente y osco a nuestras penurias, como si estuviera en otro mundo y nosotras fuéramos gallinas cluecas, como nos dice a veces. Pero yo no puedo enojarme con él, porque sé que su actitud no es más que una coraza. Cada vez que hace alguno de sus desplantes lo recuerdo la noche en que mis papás decidieron traernos para Costa Rica, a donde ellos se habían marchado dos años antes.

Nos habíamos quedado con la abuela en la casita de Managua, solo hablando de vez en cuando con ellos cuando íbamos a la casa de un vecino que tenía teléfono, y recibíamos una llamada previamente convenida. Darío nunca quiso hablar con ellos, por más que le insistíamos y la abuela le pegaba el auricular a la oreja mientras él se retorcía como si le hubieran arrimado un hierro caliente. «Es tu mama, solo quiere saludarte», le decía la abuela, mientras él gritaba, enfurruñado, pataleando y tratando de zafarse de sus manos. Lo llevábamos a rastras, y había que sostenerlo, a veces entre dos, para que no se fuera corriendo, mientras esperábamos la llamada, que cuando llegaba teníamos que hacerla frente a la mirada atenta de los vecinos, que a veces hasta intervenían en la conversación, haciendo precisiones o comentarios de lo que decíamos.

Dariíto se iba corriendo y se escondía, teníamos que buscarlo por horas en todo el vecindario: «¡Dariíto, Dariíto!», salíamos a buscarlo, y nadie nos daba razón de él. Luego aparecía enojado cuando era hora de comer, con la mirada perdida en el suelo y sin que hubiera forma de sacarle una palabra, menos cuando le pedíamos razones por su comportamiento. No reaccionaba cuando le decíamos que sus papás lo querían mucho y le dábamos todos los argumentos de por qué estaban lejos. Yo también la estaba pasando mal. Me enfermé de un riñón y mi abuela decía que era de la pena que tenía por no ver a mis papás. Me dolía la cintura, no podía orinar, me quejaba por las noches y mi abuela se levantaba a ponerme paños tibios. No hubo médico que diera con el mal que tenía y no era inventado, yo lo sentía y me torturaba, pero también es cierto que me desapareció como por encanto cuando, por fin, vi a mi mamá.

La noticia de que pronto los veríamos llegó por el teléfono de los vecinos. Lo recuerdo muy vagamente, como si fuera una película antigua sin sonido y en blanco y negro. A mi abuela recibiendo las instrucciones que le daban, la ida a recoger el dinero que mandaban para nuestro traslado a la casa de alguien que había llegado de Costa Rica, y los preparativos del día anterior: poner nuestra ropa en un maletín que había usado mi papá cuando se iba para los BLI, los abrazos de mi abuela y los ruegos de que no la olvidáramos, sus besos y la forma como acariciaba la frente de Darío mientras le acomodaba el pelo que siempre le caía hacia la frente.

Estaba nerviosa, aunque creo que más que nerviosa, molesta, en desacuerdo con la forma como nos iban a trasladar. Yo apenas si recuerdo la noche de la partida. Nos mandaron en un compartimiento que tenía un camión en el cabezal, atrás del chofer, en donde había una especie de cama. Lo vi antes de subir, cuando mi abuela me asomó por la puerta abierta para mostrármelo, según ella para tranquilizarme, porque seguramente yo debo de haber estado alterada, y luego no recuerdo más hasta que abrí los ojos y estaba en los brazos de mi mamá besándome y abrazándome. No lograba entender por qué estaba aturdida, me dolía la cabeza y no sabía en donde estaba. Solo recuerdo que estábamos en algún barrio de los alrededores de San José, tal vez en Aserrí o algo así, porque lo primero que vi fueron las luces de la ciudad allá abajo y la cara de una señora que al inicio no reconocí, que me veía con ansiedad y me besaba y estrujaba, hasta que caí en cuenta que era mi mamá.

Ya Dariíto estaba despierto, pasándose las manos por la cara para despabilarse y abrazando el cuello de mi papá, que lo tenía cargado. Desde ese preciso momento volvió a estar alegre, a correr alrededor de todos, pero le quedó algo en su forma de ser que reconozco cuando lo veo serio sentado a la mesa, diciéndonos gallinas cluecas y haciéndose el desentendido por la salud de mi papá. Para mí, Darío sigue siendo mi hermanito, al que tengo que proteger y entender cuando se enoja, cuando se encierra en sí mismo, se pone serio, ve para el piso, deja de hablar, no responde a ninguna pregunta que se le haga y se desaparece como cuando se nos perdía en el barrio La Giralda, allá en Managua.

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