El primer batallón se quedó en Ocotal y el suyo se instaló en El Porvenir, como a diez kilómetros de la frontera hondureña, en donde se asentaba el ejército Contra que asediaba las fincas cafetaleras asesinando a los cortadores voluntarios de café que eran estudiantes.
Cuando se adentraron en Jinotega, lo primero que notaron fue el cambio de clima. En Mulukuku habían estado a una temperatura que llegaba a los cuarenta grados y llovía todo el tiempo. El bosque era denso y húmedo, los zancudos eran tan grandes que parecían helicópteros, y atravesaban con sus aguijones la hamaca de yute y el uniforme que les habían dado. Era la pura costa atlántica, pegado a la reserva miskita de Bosawas y cerca de Siuna y Bonanza, como quien va camino a Puerto Cabezas.
Los primeros días fueron un infierno, más que por el entrenamiento, por las picaduras de los zancudos, pero al final de la segunda semana se calmaron o ya no los sentieron. Cuando le contó esto a Victoria dijo que de seguro era por el sudor acumulado que se les había secado en el uniforme. Tal vez tenía razón, porque fueron agarrando un olor como de chancho de monte.
Cuando empezaron el ascenso hacia las montañas de Jinotega, después de pasar Palacagüina, fue cuando todo empezó a cambiar. Aparecieron los pinos en aquellas montañas inmensas que para Maradiaga eran una gran sorpresa y una novedad. Ya instalados en El Porvenir, organizaron las carpas y empezaron a recabar información para la ubicación de la Contra. En las dos primeras semanas organizaron la defensa, y a la tercera empezaron los rastreos de la zona montañosa que colinda con la frontera de Honduras, en donde serpentea el Río Los Jilgueros. Como al cuarto o quinto día de esa tercera semana, en las inmediaciones del pueblo de Cifuentes, en Honduras, en el cauce del río, uno de los zapadores descubrió un campamento como de cincuenta contras que, cuando quisieron atarcalos, los descubrieron y los sorprendidos fueron ellos. Desde el otro lado de la frontera les dispararon con ametralladoras calibre cincuenta antes de que empezaran el ataque, pero lograron dispersarlos.
Ese fue su bautizo de fuego. Al fin habían participado en un combate en la primera línea. Todos los libros que Maradiaga Salvatierra había leído sobre batallas memorables no le sirvieron de nada. Desde el momento que oyó los primeros tiros sobre su cabeza se apoderó de él una impotencia y un miedo intenso que lo impulsaron a avanzar y a parapetarse atrás de una gran piedra que estaba a la par del cauce de Los Jilgueros. No supo cuánto tiempo pasó mientras pensaba que ese rio, en medio de esas montañas perdidas, sería su lecho de muerte. Muy posiblemente no acertó ningún proyectil. Tuvieron seis bajas y quince heridos.
Recuperaron como cuarenta fusiles, dos ametralladoras cincuenta, tres lanzagranadas, mochilas, carpas de campaña, comida y una buena dotación de municiones. Con todas estas nuevas provisiones equiparon a los mejores elementos de los tres pelotones que habían participado en el combate, y, con los viejos rifles, a las milicias que formaron para defender a las unidades de producción y a los cortadores de café.
La respuesta de la Contra no se hizo esperar en los siguientes tres meses. Se dedicaron a atacar por el lado de Los Trojes matando civiles y cortadores de café, mientras ellos defendían como mejor podían esa franja de territorio como de veinte kilómetros, pero siempre se les colaban. Discutieron un plan de ataque bastante temerario que ejecutaron a la perfección una noche sin luna.
Volvió como un héroe a Managua. En todas partes lo veían con respeto y lo escuchaban con atención, y arriba pensaron que debían sacarlo del frente para que no siguiera arriesgando su vida. Le propusieron formarse como un cuadro ideológico, que siguiera estudiando, que se integrara a puestos de dirección partidaria en la universidad en donde estudiaría, y aceptó. Su familia, a la que tenía tan abandonada, saltaba de gozo, por fin iban a poder vivir juntos, sin los apremios de no saber qué le pasaba y en dónde estaba. El futuro pintaba bien, estaba contento, con entusiasmo y muchas fuerzas para asumir las nuevas tareas que le presentaran. Participaba en reuniones, en la organización de los estudiantes y de los barrios aledaños a la universidad, en la preparación inicial de quienes marcharían al frente.
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