Rafael Cuevas Molina - Polen en el viento

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Polen en el viento: краткое содержание, описание и аннотация

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"Históricamente, Costa Rica ha cobijado a migrantes de muchos países y, sin embargo, la literatura se ha ocupado poco del tema. Esta novela, escrita por un migrante guatemalteco sobre una familia de migrantes nicaragüenses representa un maravilloso aporte a esa deuda literaria, no solo por su ausencia sino por su enfoque humano, actual y conmovedor.
Después de 30 años en Costa Rica, una familia nicaragüense se expresa entre la fidelidad sandinista, la fidelidad nicaragüense y la construcción de una nueva identidad nacional, la costarricense.
Y los tiempos de la covid-19 se convierten en el catalizador de esas contradicciones, modulados por la familia con una madre especial."

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Pasan junto a mí personas enfundadas en trajes espaciales y me dejan mensajes de aliento. Piensan que me quejo por la enfermedad que me aprieta el pecho hasta dejarme exhausto. No puedo decirles en estas circunstancias, ni les importaría tampoco porque ellos pertenecen a otro mundo, lo que realmente me pasa, que estos ojos desorbitados no están viendo las imágenes del delirio de la fiebre sino el desfile de lo real, de lo vivido, de lo que debe seguir existiendo en algún pliegue del tiempo y que se me presenta ahora, como si de pronto se abriera una puerta y hubieran entrado sin darse cuenta que están en un sitio que no les corresponde, desubicados, fuera de lugar, anacrónicos en medio de nosotros que tratamos de sobrevivir de una forma tan distinta a la de ellos.

Entiendo a duras penas que alguien me dice tras una mascarilla que ya los han localizado. No sé cómo se ha enterado de los que se han quedado rezagados en el monte, pero me alegro, es un alivio saber que no hayan sido apresados por el enemigo. Veo, por sus ojos, que está sonriendo, entiendo que dice que han llamado por teléfono y les han hablado de mí. ¡Qué confuso todo! ¿Qué tiene que decirles este encapuchado a mis muchachos, de qué teléfono habla si en estas vastedades lo único que se oye es el silbo del viento entre los pinos? Agradezco como puedo lo que entiendo que es un gesto de amabilidad del que se encuentra a mi lado, pero no logro encajar lo que dice con lo que está pasando. Yo aquí, seguramente herido en el fragor de la batalla sin que me diera cuenta, recuperándome para volver de nuevo y poder buscarlos personalmente en el bosque, llamándolos a gritos, aunque atraiga sobre mí la atención de los que nos vigilan, oyendo el eco de mi voz rebotar entre los árboles hasta perderse en la espesura, dejando algo de mí en esas tierras remotas a donde nos han mandado.

Pero me da tranquilidad que estén localizados, ojalá que sepan que ya estamos enterados. Entiendo a medias que me dice que si quiero puedo enviar algún mensaje y yo le digo que sí, aunque no sé cómo harán para llevarles mis palabras, que les digan que no los dejaremos solos, que de alguna forma llegaremos y los traeremos con nosotros, mientras el otro insiste sin entender lo que le digo hasta que se cansa y se va, ojalá con mi mensaje claro para hacérselos llegar lo antes posible, para que sepan que apenas pueda ponerme en pie saldré a organizarlo todo.

Debo asegurarme de que han entendido el mensaje que debe llegar a mis muchachos que han de sentirse abandonados, que se deben estar preguntando por qué he tardado tanto en volver a estar con ellos junto al río. Están curtidos todos, les he ayudado a construirse una coraza a cada uno, pero yo sé que necesitan verme entre ellos, que vuelva a revisar todo en medio de la noche llena del canto de los grillos para asegurarme que todo esté en orden, las postas, las luces apagadas, el silencio absoluto de la tropa siempre alerta para evitar la sorpresa a la que tanto se teme en esas circunstancias.

Por eso es que estos que me rodean metidos en escafandras blancas han de tener claro lo que les estoy diciendo, saber el sitio preciso en donde está ubicada mi tropa, el contingente de muchachos imberbes que ha de recibir mi mensaje diáfanamente y pronto, antes que piensen que por alguna razón me he quedado en la molicie, que he desertado de la hamaca que cuelgo cada noche y arrollo todas las mañanas, de las galletas duras del desayuno, de las interminables caminatas por la montaña solitaria en donde, en algún recodo, se esconde el enemigo.

«¡Oiga, oiga!», le grito a uno de ellos que pasa al frente de la cama en la que me tienen postrado, pero en lugar de ponerle atención al mensaje que debe hacer llegar hasta el lugar perdido en que se encuentran, me ata a la cama en la que yazgo, en donde no resisto más estar de tanta llaga, de tanto dolor en la espalda, en los brazos, en todo el cuerpo, como si me hubieran molido a palos, o como me sentía después de las interminables caminatas cuando a mí mismo me estaban entrenando.

Es todo tan confuso y claro al mismo tiempo, ¿estaré en el lugar equivocado?, ¿sabrán quién soy y lo que debería estar haciendo?, ¿o tal vez he caído prisionero a la orilla del río Los Jilgueros sin que me diera cuenta por estar herido? No lo sé y nadie me lo aclara, la única referencia que tengo es ese encapuchado que dijo algo de que se han comunicado, pero tal vez entendí mal porque su voz sale como de ultratumba, enredada en los trapos en los que está enfundado, como si fuera el hombre en la luna. «¿Qué dijo, qué dijo?», le pregunto al primero que cruza cerca, pero se hace el desentendido, o no me escucha, o no le importa, no sé, pero sigue inmutable sin hacerme caso, y se pierde en un pasillo que no tengo la menor idea a dónde lleva, en donde aparecen otros enfundados como él llevando tubos, cables, agujas, ropa y cuanta cosa pueda a uno ocurrírsele. Es tanto el ajetreo de estos a los que no les conozco ni la cara, que llego a sospechar que me están poniendo a prueba, que tal vez no terminé aún la formación y están tanteándome para ver si sirvo para otras cosas que ni siquiera me imagino, tal vez más arriesgadas, quién sabe, lejos de mis muchachos que, estoy seguro, ya me extrañan, ya necesitan verme, sin ni siquiera sospechar que tal vez no regrese a estar con ellos, tal vez pensando que me acomodé lejos de la montaña, mientras a lo mejor estaré cumpliendo de otra forma, en otra parte sin que ellos se enteren, sin que nadie vaya y les diga que Maradiaga no está ahí pero no porque no quiera estar con ellos, en la primera fila, sino porque se le ha asignado otra misión en otra parte. Es tan importante esto, tienen que saberlo, mantener al tope la moral, que no haya fisuras que permitan que se filtre la duda, el cansancio, el miedo o el hastío.

Nada parece que pueda hacer para que me oigan, pero lo seguiré intentando, antes que se me cierren otra vez los ojos y me suma en ese pozo profundo de donde solo salgo de vez en cuando para encontrarme con este lugar lleno de astronautas que me ignoran a pesar de mis esfuerzos.

Capítulo II

La guerra

Jorge Maradiaga Salvatierra marchó con su batallón del BLI hacia el destacamento militar de Mulukuku, en donde entrenó un mes a la tropa de zapadores para el combate en la montaña. Había que adaptar a la mayoría a un escenario similar al que sería el área de operaciones, y afinar los últimos detalles para hacerlos más efectivos y cohesionar la moral de los futuros combatientes.

Cuando los destacaron a las montañas de Matagalpa, cerca de la frontera con Honduras, ya los muchachos no eran los mismos que se habían enrolado voluntariamente al ejército, sino combatientes con una alta moral y con gran resistencia por el mes de entrenamiento intensivo, ávidos por entrar cuanto antes en combate frente el ejército Contra.

Al igual que él, a pesar de tener excelente entrenamiento militar, la mayoría no tenía experiencia de combate, a excepción de cuarenta o cincuenta milicianos que habían participado en la revolución en julio de mil novencientos setenta y nueve, y algunos que habían estado en otros batallones. Ese era el fantasma que querían matar: por fin iban a tener la oportunidad de estar en la primera línea.

Salieron de la base militar de Mulukuku llenos de alegría, cantando canciones revolucionarias y gritando consignas montados en los camiones soviéticos IFA. Eran como cuatrocientos kilómetros los que los separaban de su destino final, que era el pueblo de Teocacinte en Jinotega. El primer pueblo que encontraron fue Rio Blanco, luego vinieron Nasayama, Matiguás, Matagalpa, Sebaco, La Trinidad, el mítico Estelí y Condega. Dejaron atrás Matagalpa para adentrarse en Jinotega, y el primer pueblo que encontraron fue Palacagüina. Pasaron Totogalpa, Ocotal, El Jícaro, Mozonte, San Fernando, Santa Clara, Las Mulas, Jalapa, El Triunfo, el Porvenir y, al final, Teocacinte.

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