Джеймс Клавелл - Shogun

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Shogun is one of those rare books that you wish would go on forever. Indeed, I know people who re-read it every year. The story follows the adventures of marooned English sailor John Blackthorne in late medieval Japan during the tumultuous years when Tokugawa Ieyasu (here called Toranaga) was uniting all of Japan under his rule by any means necessary. It's truly an epic tale of war, honor, trechery, masterful manipulations, tragic heroism, and star-crossed love.

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— Podéis estar seguro, capitán, como lo estoy yo. Rezo para que vuestros ojos se abran a la verdad de Dios. Para que os deis cuenta de que nosotros… lo que queda de nosotros… sólo estamos aquí por vuestra culpa.

¿Qué? —dijo Blackthorne con un tono amenazador.

¿Por qué persuadisteis al capitán general de buscar el Japón? Esto no figuraba en nuestras órdenes. Teníamos que saquear el Nuevo Mundo, llevar la guerra a la panza del enemigo y después volver a casa.

— Había barcos españoles al norte y al sur de donde estábamos y no podíamos huir en otra dirección. ¿Has perdido la memoria además del juicio? Teníamos que navegar hacia el Oeste. Era nuestra única oportunidad.

— Yo no vi barcos enemigos, capitán. Nadie los vio.

— Vamos, Jan — dijo Van Nekk, con voz cansada—.El capitán hizo lo que creyó mejor. Y, desde luego, allí había españoles.

— Sí, es verdad, y estábamos a mil leguas de nuestros amigos y en aguas enemigas — dijo Vinck, y escupió—. Esta es la verdad como hay Dios. Y también lo es que pusimos el asunto a votación. Todos dijimos que sí.

— Yo, no.

— A mí, nadie me lo preguntó —dijo Sonk.

¡Oh, por Cristo Jesús!

Cálmate, Johann — dijo Van Nekk tratando de aliviar la tensión—. ¿Recuerdas la leyenda? Seremos ricos si conservamos la serenidad. Tenemos artículos de comercio y aquí hay oro…, tiene que haberlo. ¿Dónde podíamos vender nuestro cargamento? En el Nuevo Mundo no, porque nos perseguían los españoles. Teníamos que salir de Chile y sólo podíamos escapar por el Estrecho. Era nuestra única oportunidad. Ahora estamos en la Isla de las Especias. Ya habéis oído hablar de las riquezas del Japón y de Catay. ¿Por qué nos enrolamos? Seremos ricos, ya lo veréis.

— Somos hombres muertos, como todos los demás. Estamos en la tierra de Satán.

—¡Cierra el pico, Roper! — dijo Vinck ásperamente—. El capitán no tiene la culpa de que otros muriesen. Siempre muere gente en estos viajes.

Los ojos de Jan Roper echaban chispas y sus pupilas estaban contraídas.

— Sí, que Dios les tenga en su seno. Mi hermano era uno de ellos.

Blackthorne miró los ojos del fanático y odió a Jan Roper. Pero se peguntó en secreto si realmente había navegado hacia el Oeste para evitar los barcos enemigos o si lo había hecho para ser el primer capitán inglés que cruzara el Estrecho y navegase en aquella dirección para dar la vuelta al mundo.

—¡Cállate de una vez! — dijo con tono suave, pero autoritario. Jan Roper lo miró fijamente, hosco y helado el semblante, pero guardó silencio.

—¿Qué haremos ahora, capitán?

— Esperar y prepararnos. Su jefe no tardará en llegar y entonces se arreglará todo.

Vinck contemplaba el jardín y al samurai que permanecía sentado inmóvil sobre los talones, junto a la puerta.

— Fijaos en ese bastardo. Hace horas que está ahí, sin moverse, sin hablar, sin rascarse siquiera la nariz.

— No nos ha molestado, Johann. En absoluto — dijo Van Nekk.

— Está solo, capitán. Y nosotros somos diez — opinó Ginsel, en voz baja.

— Ya he pensado en esto. Pero no estamos preparados. El escorbuto tardará una semana en desaparecer — respondió Blackthorne, inquieto—, Y hay demasiada gente en el barco. No quisiera enfrentarme con uno solo de ellos, sin llevar una espada o una pistola. ¿Os vigilan por la noche?

— Sí. Cambian la guardia tres o cuatro veces. ¿Ha visto alguien a algún centinela dormido? — preguntó Van Nekk.

Todos negaron con la cabeza.

— Podríamos estar a bordo esta noche — dijo Jan Roper—. Con la ayuda de Dios, venceríamos a los paganos y nos apoderaríamos del barco.

—¡Destápate los oídos! ¿No has escuchado lo que acaba de decir el capitán? — dijo Vinck escupiendo con disgusto.

— Bien dicho — terció Pieterzoon, un artillero—. ¡Deja en paz al viejo Vinck!

Los labios de Jan Roper se fruncieron aún más.

— Cuida de tu alma, Johann Vinck. Y tú de la tuya, Hans Pieterzoon. El Día del Juicio se acerca — dijo sentándose en la galería.

Van Nekk rompió el silencio:

— Todo terminará bien, ya lo veréis.

— Roper tiene razón. La codicia nos ha empujado hasta aquí —dijo el grumete Croocq—. Es un castigo de Dios.

—¡Cállate!

El muchacho dio un respingo.

— Sí, capitán. Lo siento, pero…

Maximilian Croocq era el más joven de todos, sólo tenía dieciséis años, y se había enrolado para este viaje porque su padre era capitán de uno de los barcos y todos querían hacer fortuna. Pero había visto morir de mala manera a su padre, cuando habían saqueado la ciudad española de Santa Magdalena, en la Argentina. El botín había sido bueno. El había visto lo que era un saqueo y había participado en él, atraído por el olor de la sangre y la matanza, y se había odiado por ello. Más tarde, había visto morir a otros amigos, y de los cinco barcos no quedaba más que uno, y ahora tenía la impresión de ser el tripulante más viejo. — Perdón. Os pido disculpas.

—¿Cuánto tiempo hace que estamos en tierra, Baccus? — preguntó Blackthorne.

— Hoy es el tercer día — dijo Van Nekk—. No recuerdo claramente la llegada, pero cuando me desperté el barco estaba lleno de salvajes. Muy corteses y bastante amables. Nos dieron comida y agua. Se llevaron a los muertos y echaron las anclas. Cuando nos llevaron a tierra, les pedimos que os dejasen con nosotros, pero se negaron. Uno de ellos hablaba un poco el portugués. Dijo que no debíamos preocuparnos por vos, pues estaríais bien atendido. Después nos trajo aquí y dijo que tendríamos que esperar a que llegase su capitán. ¿Qué sucederá cuando llegue el daimío?

—¿Tiene alguien un cuchillo o una pistola?

— No — dijo Van Nekk rascándose distraídamente la cabeza llena de piojos—. Se llevaron nuestra ropa para lavarla y se guardaron las armas. También se guardaron mis llaves.

— Esto no debe preocuparnos. Todo está cerrado a bordo.

— No me gusta que me hayan quitado las llaves. Me pone nervioso. ¡Maldita sea! Lo que daría ahora por una copa de coñac… o por una cerveza.

—¡Jesús! El samirílo cortó en pedazos, ¿eh? — murmuró Sonk, como hablando consigo mismo.

— Por el amor de Dios, cierra el pico — replicó Ginsel—. Se dice samurai.

— Confío en que el cura no venga aquí —dijo Vinck. — Estamos a salvo en las manos del Señor — intervino Van Nekk tratando de mostrarse confiado—. Cuando llegue el daimío nos soltarán. Recobraremos el barco y los cañones. Ya lo veréis. Venderemos toda la mercancía y regresaremos a Holanda, ricos y sanos, después de dar la vuelta al mundo. Los primeros holandeses que habremos dado la vuelta al mundo. Que se vayan al infierno los católicos, y se acabó la cuestión.

— No, no se acabó —dijo Vinck—. Los papistas me dan escalofríos. No puedo evitarlo. Ellos, y los conquistadores. ¿Creéis que habrá muchos por aquí, capitán?

— No lo sé. ¡Creo que sí! Ojalá tuviésemos aquí a toda nuestra flota.

¡Pobres bastardos! — dijo Vinck—. Al menos, nosotros estamos vivos.

Con los papistas aquí, y con todos esos paganos iracundos, no daría un maravedí por nuestras vidas.

—¡Maldito sea el día en que partí de Holanda! — dijo Pieterzoon—.

—¡Malditos sean todos los licores! Si no hubiese estado borracho como una cuba, me habría quedado en Amsterdam con mi mujer.

— Maldice todo lo que quieras, Pieterzoon, menos el licor. ¡Es la savia de la vida!

Más tarde, los servidores volvieron a traerles comida. Lo de siempre: verduras cocidas y crudas con un poco de vinagre, sopa de pescado y gachas de trigo o de cebada. Todos rechazaron los pedacitos de pescado crudo y pidieron carne y licor. Pero no los comprendieron. Cuando iba a ponerse el sol, Blackthorne se marchó. Estaba cansado de su miedo, de sus odios y de sus obscenidades. Les dijo que volvería después del amanecer.

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