Джеймс Клавелл - Shogun

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Shogun is one of those rare books that you wish would go on forever. Indeed, I know people who re-read it every year. The story follows the adventures of marooned English sailor John Blackthorne in late medieval Japan during the tumultuous years when Tokugawa Ieyasu (here called Toranaga) was uniting all of Japan under his rule by any means necessary. It's truly an epic tale of war, honor, trechery, masterful manipulations, tragic heroism, and star-crossed love.

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— Buenos días — fue todo lo que se le ocurrió decirles.

Los otros permanecieron inmóviles, inclinados.

El los miró, confuso, y correspondió torpemente a su reverencia. Entonces, se irguieron todos y le sonrieron. El viejo saludó una vez más y volvió a su trabajo en el jardín. Los niños lo miraron fijamente, rieron y echaron a correr. Las viejas desaparecieron en las profundidades de la casa. Pero él sintió que lo estaban observando.

Vio sus botas al pie de la escalera. Pero antes de que pudiese cogerlas, la mujer de edad mediana se arrodilló en el suelo y le ayudó a ponérselas.

— Gracias — dijo él. Pensó un momento y después se señaló a sí mismo—. Blackthorne — dijo pausadamente—. Blackthorne. — Después le apuntó con el dedo. — ¿Cómo te llamas?

Ella frunció el ceño y, comprendiendo de pronto, se señaló y dijo:

—¡Onna! ¡Onna!

— Onna — repitió él, sintiéndose tan orgulloso como ella—. Onna. El jardín era distinto de todos los que había visto hasta entonces: una pequeña cascada, un riachuelo, un puente diminuto y unos senderos enarenados y piedras y flores y arbustos. Y todo muy limpio, muy pulcro…

¡Increíble! — dijo.

¿Nkerriber? — repitió ella, con solicitud. — Nada — dijo él.

Y como no sabía qué hacer, la despidió con un gesto.

Ella, sumisa, hizo una reverencia y se marchó.

Blackthorne se sentó al sol, apoyándose en un poste. «Me pregunto dónde estarán los otros — pensó—. ¿Estará vivo el capitán general? ¿Cuántos días he dormido?»

Por encima del muro podía ver los tejados de otras casas y a lo lejos unas montañas altas. Un viento fresco barría el cielo y empujaba los cúmulos. Volaban abejas en busca del néctar en el espléndido día primaveral. Su cuerpo le pedía más sueño, pero él se levantó y se dirigió a la puerta del jardín. El jardinero le sonrió, se inclinó y corrió a abrir la puerta, y volvió a inclinarse y a cerrarla.

El pueblo se hallaba emplazado alrededor del puerto, mirando hacia el Este. Había tal vez doscientas casas, completamente distintas de todas las que hubiera visto hasta entonces, acurrucadas al pie de la montaña que descendía hasta la costa. Más arriba, había unos campos formando terrazas y caminos de tierra en dirección norte y sur. El muelle estaba empedrado y había una rampa de piedra que se adentraba en el mar. Un puerto bueno y seguro y un malecón de piedra, y hombres y mujeres que limpiaban pescado y componían redes, y otros que construían una embarcación de singular diseño, en el lado norte. Había varias islas mar adentro, hacia el Este y hacia el Sur. Los arrecifes debían estar allí o detrás del horizonte.

En el puerto había otras embarcaciones extrañas, de pesca en su mayoría, algunas con una sola vela grande. Y el Erasmus estaba bien anclado, a cincuenta yardas de la orilla, en buenas aguas y amarrado con tres cables. ¿Quién lo habría hecho? Había unos botes junto al barco y pudo ver unos indígenas a bordo. Pero no vio a ninguno de sus hombres. ¿Dónde podían estar?

Miró a su alrededor y vio que muchos lo estaban observando. Cuando se dieron cuenta de que se fijaba en ellos, se inclinaron respetuosamente, y él, todavía incómodo, correspondió a su saludo. Después parecieron olvidarse de él, pero al dirigirse a la orilla sintió que muchos ojos lo observaban desde las ventanas y las puertas.

«¿Qué tienen en su aspecto que resulta tan extraño? — se preguntó—. No es sólo por sus trajes o su comportamiento. Es que… no llevan armas. ¡Ni espadas ni pistolas! ¿Por qué será?.»

La callejuela estaba flanqueada de tiendas abiertas, llenas de artículos extraños. El suelo de las tiendas estaba levantado, y los compradores y los vendedores estaban arrodillados o en cuclillas en el suelo limpio. Vio que la mayoría llevaban chinelas o sandalias de junco, pero que las dejaban fuera, en la calle. Y los que iban descalzos, se limpiaban los pies y los introducían en sandalias limpias preparadas para ellos en el interior.

Entonces vio que se acercaba un tonsurado, y un estremecimiento de miedo le subió desde los testículos hasta el estómago. El sacerdote era sin duda español o portugués y, aunque su flotante vestidura era de color naranja, resultaban inconfundibles el rosario y el crucifijo que pendían de su cinto, así como la fría hostilidad de su semblante. Su ropa estaba manchada de polvo, y sus botas de estilo europeo, llenas de barro. Contemplaba el puerto y el Erasmus, y Blackthorne comprendió que no dejaría de reconocerlo como holandés o inglés. El sacerdote iba acompañado de diez indígenas de cabellos y ojos negros, uno de los cuales vestía como él, aunque calzaba unas chinelas de cuero. Los otros llevaban túnicas variopintas o calzones anchos, o unos simples taparrabos. Pero ninguno de ellos iba armado.

—¿Quién es usted? — preguntó en portugués el cura, que era un hombre robusto, moreno, bien alimentado, de unos veinticinco años y provisto de una larga barba.

— Y usted, ¿quién es? — replicó Blackthorne mirándolo fijamente.

— Eres un corsario holandés. Un holandés hereje. ¡Sois unos piratas! ¡Que Dios se apiade de vosotros!

— No somos piratas. Somos pacíficos mercaderes, salvo para nuestros enemigos. Yo soy el capitán de aquel barco. ¿Quién es usted?

— El padre Sebastião. ¿Cómo llegasteis aquí? ¿Cómo?

— Nos arrastró el temporal. ¿Dónde estamos? ¿Es esto el Japón?

— Sí, el Japón — dijo el cura con impaciencia.

Se volvió a uno de sus hombres, más viejo que los otros, bajito y delgado, de fuertes brazos y manos callosas, de cabeza rapada, salvo un mechón de cabellos recogido en una fina coleta tan gris como sus cejas. Le habló con voz entrecortada, en japonés, señalando a Blackthorne. Todos ellos parecieron impresionados y uno hizo la señal de la cruz.

— Los holandeses son rebeldes, herejes, piratas. ¿Cómo os llamáis?

—¿Es esto una colonia portuguesa?

El sacerdote tenía los ojos duros y enrojecidos.

— El jefe del pueblo dice que ha informado a las autoridades. Ahora pagaréis vuestros pecados. ¿Dónde está el resto de la tripulación?

— No lo sé. A bordo. Supongo que a bordo.

El cura interrogó de nuevo al jefe, el cual respondió y señaló al otro lado del pueblo. El cura se volvió a Blackthorne.

— Aquí, los criminales son crucificados, capitán. El daimío viene ya con sus samurais. ¡Que Dios se apiade de usted!

—¿Qué es un daimío?

— Un señor feudal. El dueño de toda esta provincia. ¿Cómo llegasteis aquí?

— No reconozco vuestro acento — dijo Blackthorne tratando de minar su aplomo—, ¿Sois español?

— Soy portugués — rugió el sacerdote mordiendo el anzuelo—. Ya os lo he dicho. Soy el padre Sebastião, de Portugal. ¿Donde aprendisteis tan bien el portugués?

— Pero Portugal y España son ahora un mismo país — repuso Blackthorne con ironía—. Tenéis el mismo rey.

— Somos países separados. Somos pueblos diferentes. Lo hemos sido siempre. Nosotros tenemos nuestra bandera. Y nuestras posesiones de ultramar son distintas, sí, distintas. El rey Felipe así lo confesó cuando se apoderó de mi país.

El padre Sebastião dominó su ira haciendo un esfuerzo.

— Se apoderó de mi país por la fuerza de las armas hace veinte años. Sus soldados y aquel diabólico tirano español, el duque de Alba, aplastaron a nuestro verdadero rey. ¡Qué va! Ahora gobierna el hijo de Felipe, pero tampoco es nuestro verdadero rey. Pero pronto volveremos a tenerlo.

Y añadió, con malignidad:

— Vos sabéis que ésta es la verdad. El diabólico Alba hizo a mi país lo mismo que hizo al vuestro.

— Esto es mentira. Alba fue una plaga para los Países Bajos, pero nunca los conquistó. Todavía son libres. Y lo serán siempre. En cambio, en Portugal, derrotó a un pequeño ejército y todo el país se rindió. No tenéis valor. Sólo lo tenéis para quemar a inocentes en nombre de Dios.

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