Джеймс Клавелл - Shogun

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Shogun is one of those rare books that you wish would go on forever. Indeed, I know people who re-read it every year. The story follows the adventures of marooned English sailor John Blackthorne in late medieval Japan during the tumultuous years when Tokugawa Ieyasu (here called Toranaga) was uniting all of Japan under his rule by any means necessary. It's truly an epic tale of war, honor, trechery, masterful manipulations, tragic heroism, and star-crossed love.

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Fue una de las grandes experiencias de la vida de Mura, que sabía que lo contaría una y otra vez a sus incrédulos amigos, frente a las jarras de saké caliente, que era el vino nacional del Japón. Y sus hijos lo contarían a sus hijos, y el nombre de Mura, el pescador, viviría eternamente en el pueblo de Anjiro, que estaba en la provincia de Izú, en la costa meridional de la gran isla de Honshú.

CAPITULO II

— El daimío, Kasigi Yabú, señor de Izú, quiere saber quién sois, de dónde venís, cómo llegasteis aquí y qué actos de piratería habéis cometido — dijo el padre Sebastião.

— Ya os he dicho mil veces que no somos piratas.

La mañana era clara y tibia y Blackthorne estaba arrodillado delante del tablado, en la plaza del pueblo. «Conserva la calma y haz funcionar el cerebro. Se están juzgando vuestras vidas. Tú eres el portavoz y debes actuar como tal. El jesuíta es vuestro enemigo y el único intérprete disponible, y no hay manera de saber lo que dice, aunque puedes estar seguro de que no os ayudará…»

— Ante todo, decidle al daimío que estamos en guerra y que somos enemigos vuestros — dijo—. Decidle que Inglaterra y los Países Bajos están en guerra con España y Portugal.

— Os aconsejo que habléis con sencillez y no alteréis los hechos. Los Países Bajos son una pequeña provincia rebelde del Imperio español. Vos sois jefe de unos traidores que se han rebelado contra su legítimo rey.

— Inglaterra está en guerra y los Países Bajos se han separa…

Blackthorne se interrumpió, porque el sacerdote ya no le escuchaba y estaba traduciendo sus palabras.

El daimío estaba sobre el tablado. Bajo, rechoncho, dominador, cómodamente arrodillado y con los pies doblados debajo del cuerpo, y acompañado de cuatro lugartenientes, entre ellos Kasigi Omi, su sobrino y vasallo.

Mura estaba arrodillado sobre el polvo de la plaza. Era el único aldeano presente, y los únicos mirones eran los cincuenta samurais que habían venido con el daimío. Estaban sentados en hileras disciplinadas y mudas. Los tripulantes del barco estaban detrás de Blackthorne, arrodillados como él y vigilados de cerca. Habían tenido que traer al capitán general cuando habían ido a buscarles, a pesar de que estaba gravemente enfermo. Le habían permitido tenderse en el suelo, todavía semiconsciente. Blackthorne y todos los demás habían hecho una reverencia al llegar ante el daimío, pero esto no había bastado. Los samurais los habían obligado a arrodillarse y les habían empujado la cabeza hasta tocar el suelo, a la manera de los campesinos. Blackthorne había tratado de resistir y le había gritado al cura que explicase que él era el jefe y un emisario de su país y que debía ser tratado como tal. Pero el palo de una lanza le había hecho rodar por el suelo. Sus hombres se dispusieron a atacar impulsivamente, pero él les gritó que se detuviesen y se hincasen de rodillas. Afortunadamente, le obedecieron. El daimío había pronunciado unas palabras guturales que el sacerdote tradujo como una invitación a decir la verdad, y de prisa. Blackthorne había pedido una silla, pero el cura le había contestado que los japoneses no usaban sillas y que no había ninguna en el Japón.

Blackthorne concentraba su atención en el sacerdote mientras éste hablaba con el daimío, tratando de encontrar un modo de salir del atolladero.

«Hay arrogancia y crueldad en la cara del daimío — pensó—. Apuesto a que es un verdadero bastardo. El japonés del cura no es fluido. El otro está irritado e impaciente. ¿Será católico el daimío? Apuesto a que no. ¡Cuidado! En todo caso, no esperes compasión. ¿Cómo puedes manejar a ese maldito bastardo? ¿Cómo desacreditar al cura? Vamos, ¡piensa!»

— El daimío dice que os deis prisa en contestar.

— Sí, claro. Lo siento. Me llamo John Blackthorne. Soy inglés, capitán de la flota holandesa. Procedemos del puerto de Amsterdam.

—¿Flota? ¿Qué flota? Estáis mintiendo. ¿Cómo puede ser un inglés capitán de un barco holandés?

— Cada cosa a su tiempo. Traducid primero lo que he dicho. — ¿Por qué sois capitán de un buque corsario holandés? ¡De prisa! Blackthorne decidió jugar fuerte. Su voz, bruscamente endurecida, vibró en el aire tibio de la mañana.

—¡Qué va! Primero, traducid lo que he dicho. ¡Español! ¡Ahora!

El sacerdote enrojeció.

— Os he dicho que soy portugués. Contestad la pregunta.

— Estoy aquí para hablar con el daimío, no con vos. ¡Traducid lo que he dicho, escoria del diablo!

Blackthorne vio que el cura enrojecía aún más y que esto no pasaba inadvertido al daimío. «Ten prudencia — se advirtió él mismo—. No te pases de la raya, o ese bastardo amarillo te hará pedazos más de prisa que una bandada de tiburones.»

El padre Sebastião sabía que debía mantenerse imperturbable ante los insultos del pirata y su evidente plan de desacreditarlo ante el daimío. Pero, por primera vez, se sentía desorientado. Cuando el mensajero de Mura había llevado a su misión de la provincia limítrofe la noticia de la llegada del barco, le habían sobresaltado las implicaciones del suceso. Había pensado que no podía ser holandés ni inglés. Nunca había habido un barco de herejes en el Pacífico, salvo los del archidiabólico corsario Drake, y éstos no habían llegado a Asia. Las rutas eran secretas y estaban bien guardadas. Inmediatamente, había enviado una nota por paloma mensajera a su superior de Osaka, aunque éste era joven y casi nuevo en el Japón e incapaz de solventar un caso como éste. Después, habia corrido a Anjiro esperando que la noticia fuese falsa. Pero el barco era holandés y el capitán era inglés, y todo su odio por las satánicas herejías de Lutero, de Calvino, de Enrique VIII y de la malvada Isabel, su hija bastarda, se había desatado. Y todavía nublaba su juicio.

— Sacerdote, traduce lo que ha dicho el pirata — dijo el daimío.

El padre Sebastião se serenó y empezó a hablar con más confianza.

Blackthorne escuchaba atentamente tratando de captar palabras y significaciones. El padre decía «Inglaterra» y «Blackthorne» y señalaba el barco anclado en la bahía.

—¿Cómo llegasteis aquí? —dijo el padre Sebastião.

— Por el estrecho de Magallanes. Hace ciento treinta y seis días que pasamos por él. Decidle al daimío…

— Mentís. El estrecho de Magallanes es secreto. Habéis venido por la ruta de África y la India. Y, en definitiva, tendréis que decir la verdad. Aquí emplean la tortura.

— El estrecho era secreto. Pero un portugués nos vendió un libro de ruta. Uno de los vuestros os vendió como Judas. Ahora, todos los barcos de guerra ingleses y holandeses conocen el camino del Pacífico. En este mismo instante, veinte grandes barcos de guerra ingleses y sesenta cañoneras están atacando Manila. Vuestro Imperio ha terminado.

—¡Estáis mintiendo!

Blackthorne pensó al mentir que la única manera de probarlo era yendo a Manila.

—¿Ano mono wa nani o moshité oru? — preguntó, impaciente, el daimío.

El sacerdote habló más de prisa y más fuerte, y dijo «Magallanes» y «Manila», pero Blackthorne pensó que el daimío y sus lugartenientes no parecían entender gran cosa.

Yabú se estaba cansando del juicio. Miró hacia el puerto, al barco que le tenía obsesionado desde el momento en que había recibido el mensaje secreto de Omi y se preguntó de nuevo si sería el regalo de los dioses que esperaba.

—¿Has inspeccionado el cargamento, Omi-san? — había preguntado esta misma mañana, al llegar, lleno de barro y muy cansado.

— No, señor. Pensé que era mejor sellar el barco hasta que llegaras, pero las bodegas están llenas de cestas y de fardos. Creí obrar correctamente. Confisqué las llaves, y aquí están.

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