Джеймс Клавелл - Shogun

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Shogun is one of those rare books that you wish would go on forever. Indeed, I know people who re-read it every year. The story follows the adventures of marooned English sailor John Blackthorne in late medieval Japan during the tumultuous years when Tokugawa Ieyasu (here called Toranaga) was uniting all of Japan under his rule by any means necessary. It's truly an epic tale of war, honor, trechery, masterful manipulations, tragic heroism, and star-crossed love.

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— Muy bien.

Yabú había venido de Yedo, capital de Toranoga, situada a más de cien millas de distancia, quemando etapas, furtivamente y con gran riesgo para su persona, y deseaba volver lo antes posible. El viaje había durado casi dos días.

— Iré inmediatamente al barco.

— Deberías ver a los extranjeros, señor — había dicho Omi con una carcajada—. Son algo increíble. La mayoría de ellos tienen los ojos azules como los gatos siameses y los cabellos de oro. Pero lo más interesante es que son piratas…

Omi le había hablado del cura y de lo que éste había dicho de los corsarios, y de lo que había dicho el pirata y de todo lo que había sucedido. En vista de ello, Yabú se había bañado y se había cambiado de ropa ordenando que llevaran los bárbaros a su presencia.

— Escucha, sacerdote — dijo bruscamente, casi incapaz de comprender el mal japonés del cura—. ¿Por qué está tan furioso contigo?

— Es malo. Pirata. Adorador del diablo.

Yabú se inclinó hacia Omi, que estaba a su izquierda.

—¿Entiendes lo que está diciendo, sobrino? ¿Acaso miente? ¿Qué te parece?

— No lo sé, señor. ¿Quién sabe lo que creen realmente los bárbaros? Supongo que el sacerdote piensa que el pirata adora al diablo. Desde luego, todo son tonterías.

Yabú se volvió al cura. Le habría gustado crucificarlo en seguida y borrar el cristianismo de sus dominios de una vez para siempre. Pero no podía hacerlo. Aunque él y los otros daimíos gozaban de todo el poder en sus dominios, estaban sometidos a la suprema autoridad del Consejo de Regencia y a los decretos promulgados por el Taiko antes de su muerte y que conservaban plena fuerza legal. Uno de éstos, promulgado hacía años, se refería a los bárbaros portugueses y ordenaba que se les protegiese y que, dentro de lo razonable, se tolerara su religión y se permitiese a sus sacerdotes predicar y convertir.

— Escucha, sacerdote. ¿Qué más te ha dicho el pirata? ¡De prisa! ¿Te has comido la lengua?

— El pirata dice cosas malas. Malas. Sobre más barcos de guerra piratas… Muchos.

— «Barcos piratas de guerra», no tiene sentido, ¿neh? — Pirata dice otros barcos de guerra en Manila.

— Omi-san, ¿entiendes algo de lo que está diciendo? — No, señor. Su acento es horrible, es casi una jerigonza. Parece que dice que hay más barcos piratas al este del Japón.

—¡Oye, sacerdote! ¿Están esos barcos piratas frente a nuestras costas? ¿Al Este? ¡Habla!

— Sí, señor. Pero creo que miente. Dice en Manila. — No te entiendo. ¿Dónde está Manila? — Al Este. Muchos días de viaje.

— Si algún barco pirata llega hasta aquí, le daremos una agradable bienvenida, dondequiera que esté Manila. — Perdón, pero no entiendo…

— Lo mismo da — dijo Yabú, agotada su paciencia.

Había decidido ya que los extranjeros tenían que morir y le gustaba la perspectiva. Evidentemente, aquellos hombres no estaban comprendidos en el decreto del Taiko, que sólo se refería a los «bárbaros portugueses» y, además, eran piratas. El había odiado siempre a los bárbaros y se sentía avergonzado, como todos los daimíos, por la fuerza que habían adquirido en el País de los Dioses. Como existía desde hacía siglos un estado de guerra entre China y el Japón, China no permitía el comercio. Pero, hacía unos sesenta años, habían llegado los bárbaros. El emperador chino de Pekín les había otorgado una pequeña base permanente en Macao y ellos se habían avenido a trocar seda por plata. Como la plata abundaba en el Japón, pronto floreció el comercio y prosperaron ambos países. Los mediadores, o sea los portugueses, se hicieron ricos, y sus sacerdotes, jesuítas en su mayoría, fueron muy pronto un elemento vital del comercio porque aprendieron a hablar el chino y el japonés. Ahora, el giro comercial era enorme e interesaba a todos los samurais, por lo que tenían que tolerar a los sacerdotes. Además, había un número importante de daimíos cristianos y muchos cientos de miles de conversos, la mayoría de ellos en Kiusiu, la isla meridional más próxima a China y en la que se hallaba el puerto portugués de Nagasaki. «Sí —pensó Yabú—, debemos tolerar a los sacerdotes y a los portugueses, pero no a esos bárbaros, a esos hombres inverosímiles de cabellos de oro y ojos azules.» Su excitación creció. Por fin podría satisfacer su curiosidad de ver cómo se enfrentaban los bárbaros con la muerte si se les sometía a tormento. Y tenía once hombres, once maneras distintas de matar, para hacer el experimento. Dijo:

— El barco extranjero, no portugués, pirata, queda confiscado con todo su contenido. Todos los piratas son sentenciados a…

Pero se interrumpió y se quedó boquiabierto al ver que el jefe de los piratas se arrojaba de un salto sobre el sacerdote, le arrancaba el crucifijo del cinto, lo hacía pedazos y gritaba algo con fuerza. Inmediatamente después, el pirata se arrodilló y tocó el suelo con la cabeza, rindiendo pleitesía al daimío mientras los guardias avanzaban con los sables desenvainados.

—¡Alto! ¡No lo matéis! — gritó Yabú, pasmado de que alguien pudiese tener la impertinencia de actuar con tanta brutalidad delante de él—. ¡Esos bárbaros son incomprensibles!

— Sí —dijo Omi mientras bullían mil preguntas en su mente sobre las implicaciones de semejante acción.

El sacerdote recogió con mano temblorosa la profanada madera y dijo algo al pirata, en voz baja y casi amable. Después, cerró los ojos, cruzó los dedos, y sus labios empezaron a moverse levemente.

— Omi-san — dijo Yabú—. Primero, quiero ir al barco. Después, empezaremos.

Su voz se hizo más pastosa, al imaginarse la diversión que le esperaba.

— Quiero empezar con aquel pelirrojo del extremo de la fila, con aquel hombre pequeño.

Omi se inclinó y bajó la excitada voz.

— Discúlpeme, pero nunca había ocurrido una cosa así, señor. ¿No es el crucifijo su símbolo sagrado? ¿No se muestran siempre respetuosos con sus sacerdotes?

— Ve al grano.

— Todos detestamos a los portugueses, señor. Salvo los que se han hecho cristianos, ¿neh? Tal vez esos bárbaros te serán más útiles vivos que muertos.

¿Por qué?

Porque son únicos. ¡Son anticristianos! Quizás un hombre sabio hallaría la manera de emplear su odio o su irreligiosidad en provecho nuestro. Son tuyos y puedes hacer lo que quieras con ellos. Ikawa Jikkyu es cristiano — siguió diciendo, nombrando al odiado enemigo de su tío, uno de los vasallos y aliados de Ishido, asentado junto a la frontera occidental—. ¿No vive allí ese asqueroso sacerdote? Tal vez esos bárbaros podrían darte la llave que abra toda la provincia de Ikawa. Tal vez la de Ishido. Tal vez, incluso, la del señor Toranaga.

Yabú estudió la cara de Omi tratando de descubrir lo que había detrás. Después, miró el barco. Era indudable que le había sido enviado por los dioses. Sí. Pero, ¿era un regalo o una plaga?

— De acuerdo — dijo—. Pero, primero, enseña buenos modales a esos piratas. En particular, a él.

— ¡Por la muerte del buen Jesús! — murmuró Vinck.

— Deberíamos rezar una oración — dijo Van Nekk.

— Acabamos de hacerlo.

Estaban apretujados en un sótano, uno de los muchos que empleaban los pescadores para guardar pescado secado al sol. Unos samurais los habían conducido a través de la plaza y los habían hecho bajar una escalera, y ahora estaban encerrados bajo tierra. Aquel agujero tenía cinco pasos de largo por cinco de ancho y cuatro de profundidad y las paredes del suelo eran de tierra. El techo estaba hecho de tablas cubiertas con un palmo y medio de tierra y con una trampilla encajada en ellas.

¡No me pises, mono del diablo!

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