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Gabriela Mistral: Tala

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Gabriela Mistral Tala

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cargadas de sudor y de vergüenza,

sobre tus dos rodillas!

LEÑADOR

Quedó sobre las hierbas

el leñador cansado,

dormido en el aroma

del pino de su hachazo.

Tienen sus pies majadas

las hierbas que pisaron.

Le canta el dorso de oro

y le sueñan las manos.

Veo su umbral de piedra,

su mujer y su campo.

Las cosas de su amor

caminan su costado;

las otras que no tuvo

le hacen como más casto,

y el soñoliento duerme

sin nombre, como un árbol.

El mediodía punza

lo mismo que venablo.

Con una rama fresca

la cara le repaso.

Se viene de él a mí

su día como un canto

y mi día le doy

como pino cortado.

Regresando, a la noche,

por lo ciego del llano,

oigo gritar mujeres

al hombre retardado;

y cae a mis espaldas

y tengo en cuatro dardos

nombre del que guardé

con mi sangre y mi hálito.

GRACIAS EN EL MAR

A Margot Arce.

Por si nunca más yo vuelvo

de la santa mar amarga

y no alcanza polvo tuyo

a la puerta de mi casa,

en el mar de los regresos,

con la sal en la garganta,

voy cantándote al perderme:

– ¡Gracias, gracias!

Por si ahora hay más silencio

en la entraña de tu casa,

y se vuelve, anocheciendo,

la diorita sin mirada,

de la joven mar te mando,

en cien olas verdes y altas,

Beatrices y Leonoras,

y Leonoras y Beatrices

a cantar sobre tu costa:

– ¡Gracias, gracias!

Por si pones al comer

plato mío, miel, naranjas;

por si cantas para mí,

con la roja fe insensata;

por si mis espaldas ves

en el claro de las palmas,

para ti dejo en el mar:

– ¡Gracias, gracias!

Por si roban tu alegría

como casa transportada;

por si secan en tu rostro

el maná que es de tu raza,

para que en un hijo tuyo

vuelvas, en segunda albada,

digo vuelta hacia el Oeste:

– ¡Gracias, gracias!

Por si no hay después encuentros

en ninguna Vía Láctea,

ni país donde devuelva

tu piedad de blanco llama,

en el hoyo que es sin párpado

ni pupila, de la nada,

oigas tú mis dobles gritos,

y te alumbren como lámparas

y te sigan como canes:

– ¡Gracias, gracias!

Para tallarte

gruta de plata

o hacerte el puño

de la granada,

en donde duermas

profunda y alta,

y de la muerte seas librada,

mitad del mar yo canto:

– ¡Gracias, gracias!

Para mandarte

oro en la ráfaga,

y hacer metal

mi bocanada,

y crearte ángeles

de una palabra,

canto vuelta al Oeste:

– ¡Gracias, gracias!

VIEJA

Ciento veinte años tiene, ciento veinte,

y está más arrugada que la Tierra.

Tantas arrugas lleva que no lleva otra cosa

sino alforzas y alforzas como la pobre estera.

Tantas arrugas hace como la duna al viento,

y se está al viento que la empolva y pliega;

tantas arrugas muestra que le contamos sólo

sus escamas de pobre carpa eterna.

Se le olvidó la muerte inolvidable,

como un paisaje, un oficio, una lengua.

Y a la muerte también se le olvidó su cara,

porque se olvidan las caras sin cejas.

Arroz nuevo le llevan en las dulces mañanas;

fábulas de cuatro años al servirle le cuentan;

aliento de quince años al tocarla le ponen;

cabellos de veinte años al besarla le allegan.

Mas la misericordia que la salva es la mía.

Yo le regalaré mis horas muertas,

y aquí me quedaré por la semana,

pegada a su mejilla y a su oreja.

Diciéndole la muerte lo mismo que una patria;

dándosela en la mano como una tabaquera;

contándole la muerte como se cuenta a Ulises,

hasta que me la oiga y me la aprenda.

" La Muerte ", le diré al alimentarla;

y " La Muerte ", también, cuando la duerma;

" La Muerte ", como el número y los números,

como una antífona y una secuencia.

Hasta que alargue su mano y la tome,

lúcida al fin en vez de soñolienta,

abra los ojos, la mire y la acepte

y despliegue la boca y se la beba.

Y que se doble lacia de obediencia

y llena de dulzura se disuelva,

con la ciudad fundada el año suyo

y el barco que lanzaron en su fiesta.

Y yo pueda sembrarla lealmente,

como se siembran maíz y lenteja,

donde a tiempo las otras se sembraron,

más dóciles, más prontas y más frescas.

El corazón aflojado soltando,

y la nuca poniendo en una arena,

las viejas que pudieron no morir:

Clara de Asís, Catalina y Teresa.

POETA [28]

A Antonio Aita.

– “En la luz del mundo

yo me he confundido.

Era pura danza

de peces benditos,

y jugué con todo

el azogue Vivo.

Cuando la luz dejo,

quedan peces lívidos

y a la luz frenética

vuelvo enloquecido."

"En la red que llaman

la noche, fui herido,

en nudos de Osas

y luceros vivos.

Yo le amaba el coso

de lanzas y brillos,

hasta que por red

me la he conocido

que pescaba presa

para los abismos."

"En mi propia carne

también me he afligido.

Debajo del pecho

me daba un vagido.

Y partí mi cuerpo

como un enemigo,

para recoger

entero el gemido."

"En límite y límite

que toqué fui herido.

Los tomé por pájaros

del mar, blanquecinos.

Puntos cardinales

son cuatro delirios…

Los anchos alciones

no traigo cautivos

y el morado vértigo

fue lo recogido."

"En los filos altos

del alma he vivido:

donde ella espejea

de luz y cuchillos,

en tremendo amor

y en salvaje ímpetu,

en grande esperanza

y en rasado hastío.

Y por las cimeras

del alma fui herido."

"Y ahora me llega

del mar de mi olvido

ademán y seña

de mi Jesucristo

que, como en la fábula,

el último vino,

y en redes ni cáñamos

ni lazos me ha herido."

"Y me doy entero

al Dueño divino

que me lleva como

un viento o un río,

y más que un abrazo

me lleva ceñido,

en una carrera

en que nos decimos

nada más que "¡Padre!"

y nada más que "¡Hijo!"

Recados

"RECADOS"

Las cartas que van para muy lejos y que se escriben cada tres o cinco años, suelen aventar lo demasiado temporal -la semana, el año- y lo demasiado menudo -el natalicio, el año nuevo, el cambio de casa-. Y citando, además, se las escribe sobre el rescoldo de una poesía, sintiendo todavía en el aire el revoloteo de un ritmo sólo a medias roto y algunas rimas de esas que llamé entrometidas, en tal caso, la carta se vuelve esta cosa juguetona, tirada aquí y allá por el verso y por la prosa que se la disputan.

Por otra parte, la persona nacional con quien se vivió (personas son siempre para mí los países) a cada rato se pone delante del destinatario y a trechos lo desplaza. Un paisaje de huertos o de caña o de cafetal, tapa de un golpe la cara del amigo al que sonreíamos; un cerro suele cubrir la casa que estábamos mirando y por cuya puerta la carta va a entrar llevando su manojo de noticias.

Me ha pasado esto muchas veces. No doy por novedad tales caprichos o jugarretas: otros las han hecho y, con más pudor que yo, se las guardaron. Yo las dejo en los suburbios del libro, "fuora dei muri", como corresponde a su clase un poco plebeya o tercerona. Las incorporo por una razón atrabiliaria, es decir, por una loca razón, como son las razones de las mujeres: al cabo estos Recados llevan el tono más mío, el más frecuente, mi dejo rural en el que he vivido y en el que me voy a morir.

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