1 ...6 7 8 10 11 12 ...34 – Fue una lástima que el jueves no hubiese usted ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mucho sin usted – añadió sonriendo tiernamente.
Él, halagado, se acercó a ella con la coqueta sonrisa de la juventud y comenzó una conversación aparte con Julia, que sonreía y no se daba cuenta de que su sonrisa era una puñalada de celos dirigida al corazón de Sonia, que, ruborizada, se esforzaba en aparentar indiferencia. Pero, en la conversación, la miró. Sonia le lanzó una mirada rencorosa y apasionada y, conteniendo violentamente sus lágrimas, con una sonrisa indiferente en los labios, se levantó y salió de la sala. Desapareció toda la animación de Nicolás. Esperó el primer intervalo en la conversación y, con la inquietud reflejada en el semblante, salió también de la sala en busca de Sonia.
Cuando Natacha salió de la sala, corrió hasta el invernadero. Una vez allí, se detuvo y escuchó las conversaciones del salón mientras esperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientarse, a patear el suelo y a sentir violentos deseos de llorar porque no aparecía inmediatamente, cuando se oyó el rumor de los pasos, ni premiosos ni rápidos, pero seguros, del joven. Natacha echó a correr entonces y se escondió tras los arbustos.
Boris se detuvo en el centro del invernadero. Con la mano se sacudió el polvo del uniforme. Acercóse luego al espejo y contempló en él su arrogante figura. Natacha le miraba desde su escondite, observando todos sus movimientos. Boris paróse aún un momento ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha intentó llamarle, pero se detuvo. «Que me busque», pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia entró corriendo por el lado opuesto, sofocada y murmurando palabras de rabia a través de sus lágrimas. Natacha reprimió el impulso de correr hacia ella y no se movió de su escondite, observando todo lo que sucedía en torno suyo. Experimentaba con ello un desconocido y particular placer. Sonia musitaba algo, con la mirada fija en la puerta del salón. Por ésta apareció Nicolás.
– ¿Qué tienes, Sonia? ¿Qué te ocurre? – le preguntó Nicolás acercándose a ella.
– Nada, nada. Déjame – sollozó Sonia.
– No, ya sé lo que tienes.
–Pues si lo sabes, déjame.
– Sonia, escúchame. ¿Por qué hemos de martirizarnos por una tontería?-preguntó Nicolás cogiéndole las manos.
Sonia las abandonó entre las suyas y dejó de llorar.
Natacha, inmóvil, conteniendo la respiración, con los ojos brillantes, miraba desde su escondite. «¿Qué ocurrirá ahora?», pensaba.
– Sonia, el mundo no significa nada para mí. Tú lo eres todo – dijo Nicolás -. Te lo demostraré.
–No me gusta que hables de este modo.
– Como quieras. Perdóname, Sonia.
Y, acercándola a sí, la besó.
«¡Qué lindo!», pensó Natacha. Y cuando se hubieron alejado del invernadero, salió también y llamó a Boris.
–Boris, ven aquí-dijo dándose importancia y con un brillo pícaro en los ojos -. He de decirte algo. Por aquí, por aquí – y atravesando el invernadero lo condujo hasta su reciente escondite. Boris la seguía, sonriendo.
– ¿Qué es? – preguntó.
Natacha se turbó un poco. Miró en torno suyo y, viendo a la muñeca entre las plantas, la cogió.
– Dale un beso a la muñeca – dijo.
Boris, con una tierna mirada de extrañeza, contempló su animado rostro y no contestó.
– ¿No quieres…? Pues ven aquí.
Y, acomodándose entre los cajones, tiró la muñeca.
– Más cerca, más cerca – murmuraba.
Cogió el brazo del oficial. En su rostro enrojecido leíase la emoción y el miedo.
– ¿Y no quieres dármelo a mí? – susurró en voz muy baja, mirando al suelo, llorando y sonriendo a la vez a causa de la emoción contenida.
Boris se ruborizó.
– ¡Qué extraña eres! – dijo inclinándose hacia ella, ruborizándose todavía más, pero sin atreverse a nada y esperando.
Natacha saltó sobre un macetero, de modo que su rostro quedase a la altura del de Boris. Abrazándolo con sus brazos delgados y desnudos en torno al cuello, lanzó hacia atrás sus cabellos con un movimiento de cabeza y le besó en los labios.
Se deslizó por el lado opuesto del macetero, bajó la cabeza y se detuvo ante Boris.
– Natacha – dijo éste -. Ya sabes que te quiero, pero…
– ¿Estás enamorado de mí? – le interrumpió Natacha.
– Sí, pero te ruego que no volvamos a hacer nunca más esto que hemos hecho ahora… Aún nos faltan cuatro años… Entonces te pediré a tus padres…
Natacha reflexionó.
– Trece, catorce, quince, dieciséis… – dijo, contando con sus ahusados dedos-. Está bien. De acuerdo.
Y una sonrisa alegre y confiada iluminó su radiante fisonomía.
– De acuerdo – repitió Boris.
– ¿Para siempre? – añadió ella -. ¿Hasta la muerte?
Y ofreciéndole el brazo, con el rostro resplandeciente de felicidad, abandonaron lentamente el invernadero.
Hijo mío – dijo la princesa Mikhailovna a Boris cuando el coche de la condesa Rostov, que les conducía, atravesó la calle cubierta de paja y entró en el amplio patio del conde Cirilo Vladimirovitch Bezukhov -, hijo mío, sé amable y escucha con complacencia. El conde Cirilo Vladimirovitch es tu padrino. De él depende tu carrera. Acuérdate, hijo mío. Sé tan amable como puedas, como sepas serlo – terminó la madre, sacando la mano de debajo de su apolillada capa y apoyándola, con tierno y tímido ademán, sobre el brazo de su hijo.
A pesar de que al pie de la escalera encontrábase un coche, el criado examinó de arriba abajo a la madre y al hijo, que, sin hacerse anunciar, entraban directamente en el vestíbulo encristalado, entre dos hileras de estatuas colocadas en hornacinas, y mirando la ajada capa de la madre con aire de importancia les preguntó qué deseaban y a quién querían ver, a las Princesas o al Conde. Al responderle que al Conde, dijo que aquel día Su Excelencia se encontraba peor y que no recibiría a nadie.
– Ya podemos marcharnos, entonces – dijo el hijo en francés.
– Hijo mío – dijo la madre, suplicante, apoyando de nuevo su mano sobre el brazo de su hijo; como si este contacto pudiera calmarlo o excitarlo, Boris calló y, sin quitarse el abrigo, miró a su madre interrogadoramente.
–Amigo mío – dijo con voz dulce Ana Mikhailovna dirigiéndose al criado -, sé que el conde Cirilo Vladimirovitch está muy enfermo… Por esto hemos venido. Soy parienta suya… No molestaré a nadie… Pero he de ver al príncipe Basilio. Sé que está aquí. Anúncienos, por favor.
El criado tiró del cordón de la campanilla y se volvió con rostro adusto.
–La princesa Drubetzkaia desea ver al príncipe Basilio Sergeievitch – gritó al criado de casaca, medias y zapatos que estaba en lo alto de la escalera.
La madre se arregló tan bien como pudo su vestido de seda teñida, se miró en un espejo de Venecia que había en la pared y, resuelta, con sus toscos zapatos, emprendió el alfombrado camino de la escalera.
–Hijo mío, me lo has prometido-dijo a su hijo, tocándole de nuevo el brazo. Boris continuaba dócilmente mirando al suelo.
Entraron en una sala, una de cuyas puertas daba a las habitaciones del príncipe Basilio.
Mientras la madre y el hijo, parados en medio de la sala, se dirigían a un criado que se levantó del rincón en que se hallaba sentado, para preguntarle el camino, giró el pomo metálico de una de las puertas y el príncipe Basilio, con un batín de terciopelo acolchado y luciendo una sola condecoración, salió, despidiendo a un caballero de cabellos grises y de buen aspecto.
Este caballero era el célebre doctor Lorrain, de San Petersburgo.
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