El príncipe Andrés dirigió a Pedro su mirada bondadosa, pero incluso en su amistosa mirada apuntaba la conciencia de la superioridad.
– Te quiero sobre todo porque entre la gente de nuestro mundo eres el único hombre que vive. A ti ha de serte muy fácil. Escoge lo que quieras, que para ti todo será igual. Por dondequiera que vayas serás un hombre bueno. Pero permíteme una cosa nada más… No te relaciones con Kuraguin. Prescinde de esa vida. Ninguna de esas orgías te conviene y…
– ¿Qué quiere usted que haga, amigo mío? – preguntó Pedro encogiéndose de hombros-. Las mujeres, querido, las mujeres…
– No te comprendo – replicó Andrés -. Las mujeres como deben ser son otra cosa. Pero no las mujeres de Kuraguin, las mujeres y la bebida. No te comprendo.
Pedro vivía en casa del príncipe Basilio Kuraguin y compartía la vida licenciosa de su hijo Anatolio, aquel a quien, para corregirle, querían casar con la hermana del príncipe Andrés.
– ¿Sabe usted – dijo Pedro, como si se le ocurriese repentinamente una idea luminosa – que hace mucho tiempo que pienso en esto seriamente? Con esta vida no puedo reflexionar ni decidir nada. La cabeza me da vueltas y no tengo dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.
– ¿Me lo prometes?
– Mi palabra de honor.
En casa de los Rostov se celebraba la fiesta de las dos Natalias, la madre y la hija menor. Desde por la mañana, las berlinas conducían a las visitas. Llegaban y desfilaban ante el gran palacio de la condesa Rostov, muy conocida de todo Moscú, situado en la calle Povarskaia. La Condesa, con la hija mayor y las visitas que se sucedían incesantemente, no se movía del salón.
La Condesa era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de tipo oriental, de rostro ahusado y visiblemente fatigado por los partos continuos: había tenido doce hijos. Sus lentos movimientos y la premiosidad de su conversación, debida a la falta de fuerzas, le daban un aire imponente que inspiraba respeto. La princesa Ana Mikhailovna Drubetzkaia, que se encontraba allí como si estuviera en su casa, la ayudaba a recibir y conversar con las visitas.
Los jóvenes hallábanse en una habitación próxima, y no creían necesario participar de la recepción. El Conde salía a recibir a las visitas y las invitaba a comer.
– María Lvovna Kuraguin y su hija – anunció con profunda voz el corpulento criado de la Condesa abriendo la puerta del salón.
La Condesa reflexionó y aspiró un polvo de rapé extraído de una tabaquera de oro con el retrato de su marido.
– Me han rendido las visitas – dijo -. Bien, recibiré a ésta, pero será la última. Marea todo esto. Hazlas entrar -dijo al criado con voz triste, como si le hubiera dicho: «Bien, acaba de matarme.»
Una dama alta, fuerte, de altivo aspecto, y una joven carirredonda y sonriente siempre entraron en el salón con gran rumor de telas.
El tema de la conversación era la gran noticia del día: la enfermedad del riquísimo y excelente conde Bezukhov, un hombre viejo, superviviente de la época de Catalina. También se hablaba de su hijo natural Pedro, aquel que se había portado tan desgraciadamente en la velada.
– ¿De veras? – preguntó la Condesa.
– Compadezco mucho al pobre Conde – dijo la visitante-. ¡Está tan enfermo! Estos disgustos de su hijo lo matarán.
– ¿Qué ocurre? – preguntó la Condesa, como si no supiera nada de lo que le hablaba su interlocutora, a pesar de que en muy poco rato le habían contado quince veces el motivo de los disgustos del conde Bezukhov.
– Éstos son los resultados de la educación actual. Este joven, en el extranjero, no tenía a nadie que le guiase, y ahora, en San Petersburgo, dicen que comete tales atrocidades, que ha sido expulsado por la policía.
– ¿De veras? – preguntó la Condesa.
– Ha elegido muy malas compañías – intervino la princesa Ana Mikhailovna -. Según parece, él, el hijo del príncipe Basilio y un tal Dolokhov han hecho alguna sonada. Los han castigado a los dos. Dolokhov ha sido degradado y el hijo de Bezukhov enviado a Moscú. Por lo que respecta a Anatolio Kuraguin, el padre ha podido echar tierra sobre el asunto. Pero parece que también le han expulsado de San Petersburgo.
– Pero ¿qué han hecho? – preguntó la Condesa.
–Son unos verdaderos bandidos. Sobre todo ese Dolokhov – dijo la visitante -. Es hijo de María Ivanovna Dolokhova. Ya ve usted. ¡Una dama tan respetable! Figúrese usted que los tres cogieron un oso de no sé dónde, lo metieron en un coche y se fueron a casa de unas actrices.
Tuvo que ir un policía para calmarlos. Y ¿sabe usted qué hicieron? Cogieron al policía, lo ataron a la espalda del oso y lo tiraron al Moika. El oso se puso a nadar, llevando al policía en las espaldas.
– Querida, debía de ser muy divertido el espectáculo – exclamó el Conde retorciéndose de risa.
– ¡Oh, qué horror, qué horror! ¿Por qué se ríe así, Conde?
No obstante, las damas no pudieron contener la risa.
– Fue muy difícil salvar a aquel desgraciado – continuó la visitante -. Y, ya ve usted: el hijo del príncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov se divierte de este modo – añadió -. ¡Lo han educado bien! ¡Tan inteligente como decían que era! Ya ve usted adónde nos conduce la educación en el extranjero. Supongo que aquí, a pesar de su fortuna, no le recibirá nadie. Querían presentármelo, pero me he negado en absoluto. Tengo dos hijas.
– ¿Por qué dice usted que este joven es tan rico? -preguntó la Condesa mirando de soslayo a las dos jóvenes, que inmediatamente hicieron ver que no escuchaban-. El conde Bezukhov solamente tiene hijos naturales. Parece que Pedro es también hijo natural.
La visitante hizo un ademán.
– Creo que tiene veinte hijos naturales.
– ¡Y qué joven se conservaba aún el año pasado! – dijo la Condesa -. Daba gusto verlo.
– Pues ahora está muy cambiado – dijo Ana Mikhailovna -. Pero vea usted lo que quería decir – continuó -: por parte de su mujer, el príncipe Basilio es el heredero directo, pero el viejo quiere mucho a Pedro. Se ha ocupado de su educación. Ha escrito al Emperador, de modo que nadie sabe, cuando muera (y está tan enfermo que se espera suceda esto de un momento a otro, puesto que Lorrain, el doctor, ha venido de San Petersburgo), quién de los dos será el poseedor de esta enorme fortuna: Pedro o el príncipe Basilio. Cuatro mil almas y muchos millones. Lo sé muy bien, porque el mismo príncipe Basilio me lo ha dicho, y Cirilo Vladimirovitch es pariente mío por parte de madre. Es padrino de Boris – añadió, como si no diese ninguna importancia a este hecho.
– El príncipe Basilio llegó ayer a Moscú. Dicen que va en viaje de inspección – dijo la visitante.
–Sí, pero, entre nosotras, ya se puede decir-interrumpió la Princesa -. Esto es un pretexto. Ha venido para ver al príncipe Cirilo Vladimirovitch, porque sabe que está enfermo.
– Pero, vaya, querida, ha sido una buena jugada – dijo el Conde. Y, observando que la visitante no le escuchaba, se dirigió a las jóvenes-. Ya veo la cara del policía. ¡Cómo me hubiera reído si lo hubiese visto!
Y suponiendo cómo debía mover los brazos el policía, rompió de nuevo a reír, con risa sonora y profunda, que conmovía su cuerpo repleto, tal como suelen hacerlo los hombres que han comido bien y, sobre todo, han bebido copiosamente.
– Así, pues, si ustedes lo desean, comeremos en nuestra casa – dijo.
Se extinguió la conversación. La Condesa miraba a la Princesa con una sonrisa amable, sin ocultar, sin embargo, que no la molestaría poco ni mucho que se levantase y se fuera. La hija de la visitante alisábase ya los pliegues del vestido y miraba interrogadoramente a su madre, cuando de pronto, desde la habitación vecina, cercana a la puerta, se oyó el ruido que hacían unos jóvenes al correr, seguido del de unas sillas movidas violentamente y caídas luego, y apareció en el salón una muchacha de trece años que, escondiéndose algo bajo la corta falda de muselina, detúvose en medio de la sala. Veíase claramente que todo aquello obedecía a la casualidad, porque no había sabido calcular el impulso de su carrera y encontrábase más allá del lugar a donde se había propuesto llegar. Casi inmediatamente aparecieron en la puerta un estudiante con el cuello azul, un oficial de la guardia, una muchacha de trece años y un jovencito fuerte y rojo vestido con una chaqueta.
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