1 ...7 8 9 11 12 13 ...34 –Así, ¿todo es inútil? -preguntó el Príncipe.
– Príncipe, errare humanum est. No obstante… – respondió el doctor con voz nasal y pronunciando estas palabras latinas con acento francés.
– Muy bien… Muy bien…
Al percatarse de la presencia de Ana Mikhailovna y de su hijo, el príncipe Basilio despidió al doctor con un saludo y, silenciosamente pero con aire interrogador, se acercó a los recién llegados. El hijo se dio cuenta de que los ojos de su madre expresaban espontáneamente un dolor profundo, y sin querer sonrió imperceptiblemente.
– En qué momentos más tristes nos volvemos a ver, Príncipe. ¿Y nuestro querido enfermo? – preguntó, como si no se diera cuenta de la mirada fría y molesta de que era objeto.
El príncipe Basilio la miró interrogadoramente, y después a Boris. Éste saludó correctamente. Sin devolverle el saludo, el príncipe Basilio se volvió a Ana Mikhailovna y respondió a su pregunta con un movimiento de cabeza y de labios que quería decir: «Pocas esperanzas.»
– ¿De veras? – exclamó Ana Mikhailovna -. ¡Ah! ¡Es terrible! Horroriza pensarlo. Es mi hijo – añadió señalando a Boris -. Quería darle a usted las gracias personalmente.
De nuevo Boris se inclinó con gentileza.
– Créame, Príncipe; el corazón de una madre no olvidará nunca lo que ha hecho usted por nosotros.
– Estoy muy contento de haber podido servirla, mi querida Ana Mikhailovna – dijo el príncipe Basilio, componiéndose el lazo de la corbata y mostrando con el ademán y con la voz que en Moscú, ante su protegida Ana Mikhailovna, su importancia era mucho más grande que en San Petersburgo en la velada de Ana Scherer.
–Procure cumplir con su deber y hacerse digno de su nombramiento – añadió dirigiéndose severamente a Boris -. Me sentiré muy satisfecho de ello. ¿Se encuentra usted aquí con permiso? – preguntó con tono indiferente.
– Excelencia, estoy aguardando la orden de incorporarme a mi destino – repuso Boris sin mostrarse molesto por el tono rudo del Príncipe ni tampoco deseoso de entrar en conversación, pero sí tan respetuoso y tranquilo que el Príncipe le miró fijamente.
– ¿Vive usted con su madre?
– Vivo en casa de la condesa Rostov – dijo Boris, añadiendo un nuevo «Excelencia>.
– Es Ilia Rostov, casado con Natalia Chinchina – dijo Ana Mikhailovna.
– Lo sé, lo sé – repuso el Príncipe con su voz monótona -. No he podido comprender nunca cómo Natalia se decidió a casarse con ese oso malcriado, una persona absolutamente estúpida y ridícula. Según dicen, un jugador.
– Pero muy buen hombre, Príncipe – replicó Ana Mikhailovna sonriendo discretamente, como si quisiera dar a entender que el conde Rostov merecía esta opinión pero que, a pesar de todo, quería ser indulgente con aquel pobre viejo -. ¿Que dicen los médicos? – preguntó después de un breve silencio. Y su lacrimoso rostro expresó de nuevo una pena profunda.
– Pocas esperanzas – contestó el Príncipe.
– Y tanto como me hubiera gustado agradecer a mi tío por última vez sus bondades para conmigo y para con Boris. Es su ahijado – añadió con tono como si esta noticia hubiese de alegrar extraordinariamente al príncipe Basilio.
El Príncipe reflexionó y frunció el entrecejo. Ana Mikhailovna comprendió que temía encontrarse con una rival en el testamento del conde Bezukhov, e inmediatamente se apresuró a tranquilizarle.
– Quiero mucho, y estoy muy agradecida, a «mi tío» – dijo con tono confiado y negligente -. Conozco muy bien su noble y recto carácter. Pero si las Princesas quedan solas… Todavía son jóvenes…-Inclinó la cabeza y añadió en voz baja -: ¿Ya se ha preparado, Príncipe? Estos últimos momentos son preciosos. No le haría daño alguno, pero, si está tan mal, debe prepararse. Príncipe, nosotras, las mujeres… – sonrió tiernamente -, sabemos decir mejor estas cosas. Será preferible que yo le vea, por mucha pena que pueda producirme. Pero ya estoy hecha al sufrimiento.
El Príncipe comprendió que le sería muy difícil deshacerse de Ana Mikhailovna.
– Pero mi querida Ana Mikhailovna, ¿no cree usted que esta entrevista había de serle muy penosa? – dijo -. Esperemos a la noche. El doctor prevé una crisis.
– No podemos esperar ese momento, Príncipe. Piense usted que va en ello la salvación de su alma. ¡Ah, ah! ¡Qué terribles son los deberes del cristiano!
Ana Mikhailovna se quitó los guantes y, con la actitud de un vencedor, se instaló en una butaca e invitó al Príncipe a que se sentara a su lado.
– Boris – dijo a su hijo con una sonrisa -, yo entraré a ver a mi tío, y tú, hijo mío, mientras tanto, sube a ver a Pedro y acuérdate de transmitirle la invitación de Rostov. Le invitan a comer. Supongo que no deberá ir, ¿verdad? – le preguntó al Príncipe.
– Al contrario – dijo el Príncipe, que se había malhumorado visiblemente -. Le agradeceré mucho que me saquen a ese hombre de casa. Está aquí. El Conde no le ha llamado ni una sola vez.
Se encogió de hombros. El criado acompañó a Boris al vestíbulo y le condujo al piso superior, a las habitaciones de Pedro Cirilovitch, por otra escalera.
Pedro todavía no había sabido escoger una carrera en San Petersburgo, y, en efecto, había sido desterrado a Moscú por su carácter alocado. La historia contada en casa de la condesa Rostov era totalmente exacta. Pedro había tomado parte en la anécdota del policía y del oso. Hacía pocos días que había llegado y, como de costumbre, se había instalado en casa de su padre.
Al día siguiente llegó el príncipe Basilio y se hospedó en casa del Conde. Llamó a Pedro y le dijo:
–Amigo mío, si aquí se comporta usted tan mal como en San Petersburgo, acabará usted muy mal. Esto es cuanto tengo que decirle. El Conde está muy enfermo. No tiene usted que verle para nada.
Después de esto, nadie se había ocupado de Pedro, y éste se pasaba todo el día en su habitación del piso superior.
Cuando Boris entró en ella, Pedro se paseaba de un lado a otro. Al ver a aquel joven oficial, elegante y bien plantado, se detuvo. Pedro había dejado a Boris cuando éste tenía catorce años, y ahora no lo recordaba. No obstante, con su espontaneidad particular y sus maneras acogedoras, le estrechó la mano y le sonrió amistosamente.
– ¿Se acuerda usted de mí? – preguntó Boris tranquilamente, con una amable sonrisa -. He venido con mi madre a casa del Conde, que dicen no se encuentra bien.
– Sí. Parece que está muy enfermo. No le dejan tranquilo – replicó Pedro, tratando de recordar quién era aquel joven.
Boris vio que Pedro no le reconocía, pero no creyó necesario presentarse, y, sin experimentar la más pequeña turbación, le miró fijamente.
– El conde Rostov le invita a usted a comer hoy en su casa – dijo después de un silencio bastante largo y enojoso para Pedro.
– ¡Ah, el conde Rostov! – dijo alegremente Pedro -Así, pues, ¿es usted su hijo Ilia? No le había reconocido en el primer momento. ¿No se acuerda usted de aquella excursión que hicimos a la Montaña de los Pájaros, con madame Jacquot, hace tanto tiempo?
– Se equivoca usted – dijo lentamente Boris, con una risa atrevida y un tanto burlona -. Soy Boris, el hijo de la princesa Drubetzkaia. El viejo Rostov se llama Ilia, y Nicolás su hijo. No conozco a ninguna madame Jacquot. Pedro movió las manos y la cabeza, como si se encontrase en el centro de una nube de mosquitos o un enjambre de abejas.
– ¡Dios mío! ¡Todo lo enredo! Tengo tantos parientes en Moscú… Usted es Boris, en efecto. ¡Vaya! ¡Al fin nos hemos entendido! ¿Qué me cuenta de la expedición de Boulogne? Los ingleses se verían en peligro si Napoleón atravesase el Canal. A mí me parece una expedición muy posible, siempre y cuando Villeneuve no haga disparates.
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