Leon Tolstoi - Guerra y Paz

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Ebook con un sumario dinámico y detallado: Guerra y paz, también conocida como La guerra y la paz, es una novela del escritor ruso León Tolstói que comenzó a escribir en una época de convalecencia tras romperse el brazo por caer del caballo en una partida de caza en 1864. Primero se publicó como fascículos de revista (1865-1869). Guerra y Paz es considerada como la obra cumbre del autor junto con su otro trabajo posterior, Anna Karénina (1873-1877).
La publicación de Guerra y Paz empezó en el Ruski Viéstnik (El mensajero ruso), en el número de enero de 1865. Las dos primeras partes de la novela se publicaron en dicha revista en el transcurso de dos años y poco después aparecieron editadas aparte con el título Año 1805. A fines de 1869 la obra entera quedó impresa y en 2009 formó parte de la lista de los 100 Libros Más Vendidos.
Es una de las obras cumbres de la literatura rusa y sin lugar a dudas de la literatura universal. En ella, Tolstói quiso narrar las vicisitudes de numerosos personajes de todo tipo y condición a lo largo de unos cincuenta años de historia rusa, desde las guerras napoleónicas hasta más allá de mediados del siglo XIX.
Una parte de la crítica afirma que el sentido original del título sería Guerra y mundo. De hecho, las palabras «paz» y «mundo» son homónimas en ruso y se escriben igual a partir de la reforma ortográfica rusa de 1918. Sin embargo, Tolstói mismo tradujo el título al francés como La Guerre et la Paix. Tolstói dio tardíamente con este título definitivo inspirándose en la obra del teórico anarquista francés Pierre Joseph Proudhon (La Guerre et la Paix, 1861), al que encontró en Bruselas en 1861 y hacia el que sentía un profundo respeto.

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Boris no sabía nada de la expedición de Boulogne. No leía los periódicos y era la primera vez que oía el nombre de Villeneuve.

– Aquí en Moscú la gente se preocupa más del cotilleo y de los banquetes que de la política – dijo con su tono tranquilo y burlón -. No sé nada de lo que usted me cuenta, ni jamás he pensado en ello. En Moscú la gente sólo se preocupa de las murmuraciones – añadió -. Ahora solamente se habla del Conde y de usted.

Pedro sonrió con aquella sonrisa suya tan bondadosa, como si temiese que su interlocutor dijera algo de que hubiera de arrepentirse. Pero Boris hablaba limpia, clara y secamente, mirando a Pedro a los ojos.

– En Moscú no puede hacerse otra cosa que murmurar – continuó -. Todos se preguntan a quién dejará el Conde su fortuna, aun cuando pueda vivir más tiempo que todos nosotros, lo que yo, lealmente, deseo de todo corazón.

– Sí, todo esto es muy lamentable, muy lamentable – dijo Pedro.

Éste temía que el oficial se complicase inconscientemente en una conversación que incluso para él hubiera sido embarazosa.

–Y usted debe pensar-dijo Boris, enrojeciendo un poco, pero sin cambiar el tono de voz – que todos se preocupan tan sólo por saber si este hombre rico les dejará alguna cosa.

«Vaya por Dios», pensó Pedro.

– Yo, para evitar malentendidos, quiero decirle que se engañarían por completo si entre estas personas se contara a mi madre y a mí. Somos muy pobres, pero precisamente porque su padre es tan rico no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos ni aceptaremos nada suyo.

Pedro tardó mucho en comprender, pero cuando vio de lo que se trataba se levantó del diván, cogió la mano de Boris y con su brusquedad un poco tosca, enrojeciendo más que Boris, comenzó a hablar, avergonzado y despechado.

– Es muy extraño todo esto. Por ventura yo… Pero quién podía pensar… Sé muy bien…

Pero Boris no le dejó concluir y dijo:

– Estoy contento por haberlo dicho todo. Quizá todo esto es desagradable para usted, pero, perdóneme – dijo tranquilizando a Pedro, en lugar de ser tranquilizado por él-; debo suponer que no le he molestado. Acostumbro hablar con toda franqueza. ¿Qué he de contestar? ¿Irá usted a comer a casa de los Rostov?

Y, visiblemente aliviado de un deber penoso, se sintió liberado de una situación enojosa y se dulcificó completamente.

–No; escuche – dijo Pedro serenándose -. Es usted un hombre sorprendente. Esto que acaba de decirme está muy bien. Naturalmente, usted no me conoce. Hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto. Éramos niños todavía. ¿Qué puede usted suponer de mí? Le comprendo muy bien, le comprendo muy bien. Yo no lo habría hecho. No tendría valor para hacerlo. Pero está muy bien. Me siento muy contento por haber reanudado su conocimiento. Pero es extraño que suponga esto de mí – añadió sonriendo, después de una pausa -. Bien. Ya nos iremos conociendo, si usted no tiene inconveniente en ello – y estrechó la mano de Boris -. No sé si lo sabe, pero no he entrado a ver una sola vez al Conde. Tampoco él me ha llamado. Lo compadezco…, pero ¿qué quiere usted que haga?

– ¿Y cree usted que Napoleón podrá trasladar su ejército? – preguntó Boris sonriendo.

Pedro comprendió que quería cambiar de conversación, y, como también él lo deseaba, comenzó a enumerar las ventajas y desventajas de la expedición de Boulogne. Un criado llegó en busca de Boris, de parte de la Princesa. Ésta se iba. Pedro prometió asistir a la comida, e inmediatamente, para unirse más a Boris, le estrechó fuertemente la mano, mirándole con ternura a los ojos por debajo de los lentes.

Una vez se hubieron marchado, Pedro se paseó aún un buen rato por su habitación. Pero ya no atravesaba con la imaginaria espada al enemigo invisible, y sonreía al recuerdo de aquel joven simpático, inteligente y resuelto. Como siempre ocurre en la primera juventud, y más aún cuando se vive aislado, experimentaba una injustificada ternura por aquel muchacho, prometiéndose firmemente ser su amigo.

El príncipe Basilio acompañaba a la Princesa, que no separaba el pañuelo de los ojos. Las lágrimas resbalaban por su semblante.

– Es terrible – dijo -, pero, ocurra lo que ocurra, cumpliré con mi obligación. Vendré a velarle esta noche. No puede dejársele de esta manera. Los momentos son preciosos. No comprendo qué esperan las Princesas. Quizá Dios me ayude a encontrar la forma de prepararle. Adiós, Príncipe. Que Dios le ayude.

– Adiós, querida – repuso el príncipe Basilio retirándose.

– ¡Ah! Está en una situación horrible – dijo la madre al hijo al instalarse en el coche-. Apenas conoce a nadie.

– Mamá, no comprendo cuáles son las relaciones del Conde con Pedro – dijo Boris.

– El testamento lo pondrá en claro, hijo mío. Del testamento depende también nuestra suerte.

– Pero ¿por qué crees que nos va a dejar algo?

– ¡Ah, hijo mío! ¡Él es tan rico, y nosotros tan pobres!

– Pero, mamá, esto no me parece una razón suficiente.

– ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Qué enfermo está!

XIII

La Condesa Rostov, sus hijas y un gran número de invitados se encontraban en la sala. El Conde acompañaba a los caballeros a su gabinete con objeto de enseñarles su magnífica colección de pipas turcas.

En aquella habitación llena de humo hablábase de la guerra, anunciada ya por un manifiesto, y de la orden de incorporación a filas.

El Conde se hallaba sentado en una otomana, al lado de dos fumadores.

Uno de los interlocutores no era militar, tenía la cara arrugada, biliosa, afeitada y enjuta; era casi un anciano y vestía como el más elegante joven. Se había acomodado con las piernas sobre la otomana, como un huésped muy familiar, y con el ámbar de la pipa hundido profundamente en la boca, pegado a una de las comisuras, aspiraba ruidosamente el humo entornando los ojos. Era Chinchin, primo hermano de la Condesa, una mala lengua, como se decía de él en los salones de Moscú. Cuando hablaba parecía conferir un honor extraordinario a su interlocutor.

El otro era oficial de la guardia, de fresco y rosado rostro, irreprochablemente acicalado; tenía abotonado por completo el uniforme y se había peinado cuidadosamente. Fumaba con la boquilla de ámbar colocada justamente en el centro de la boca, y con los labios, rojos apenas, ni aspiraba el humo, que dejaba escapar en pequeños círculos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento de Semenovsky, el mismo al que había de incorporarse Boris, objeto de la ironía de Natacha para con Vera considerándolo su prometido. El Conde hallábase sentado entre los dos y escuchaba atentamente. Después del juego del boston, la ocupación predilecta del Conde era actuar de oyente, sobre todo cuando podía enfrentar a dos conversadores.

Los demás invitados, viendo que Chinchin dirigía la conversación, se acercaron a él para escuchar. Berg, no dándose cuenta de la burla ni de la indiferencia, continuaba explicando cómo solamente por el hecho de pasar a la Guardia había avanzado un grado a sus compañeros de cuerpo porque durante la guerra podían matar al jefe de la compañía y, siendo él el de más edad, podía ser nombrado jefe muy fácilmente, ya que todos le querían en el regimiento y su padre se sentía muy satisfecho de ello. Berg encontraba un verdadero placer en contar todo esto, y parecía que no sospechase siquiera que los demás hombres pudiesen tener intereses particulares. Pero todo lo que contaba era tan encantador, tan moderado, la inocencia de su joven egoísmo era tan evidente, que desarmaba a los que le escuchaban.

– Bien, amigo mío, sea en caballería o en infantería, irá usted muy lejos. Se lo digo yo – dijo Chinchin dándole unas palmaditas en la espalda y bajando las piernas de la otomana.

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