Jessica Hart - Amar sin reglas

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Seth Carrington necesitaba una novia y Daisy Deare un pasaje al Caribe… ¡parecía un intercambio justo! Sin embargo, después de haber pasado satisfactoriamente la exhaustiva entrevista de Seth, a Daisy le surgieron algunas dudas: Seth era un déspota y tenía unos modales bastante rudos… excepto cuando sonreía. Entonces, se transformaba en una persona sumamente atractiva.
Sonriente o no, Daisy tenía que enfrentarse a la realidad. Su trabajo sería algo estrictamente temporal. Tenía que actuar como señuelo para desviar la atención del romance secreto que Seth mantenía con una sofisticada y bella mujer casada.

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Daisy pensó rápidamente en una contestación.

– Soy amiga de Dee -dijo-. Ella… ella había programado un viaje de tres semanas cuando llegó su carta. Como conocía mis deseos de ir al Caribe, sugirió que viniera en su lugar. Nosotras… bueno… nos ayudamos a menudo.

– Ah.

A Daisy no le gustó el tono desagradable de su voz. Tenía la sensación de que no le creía una palabra.

– ¿Es usted actriz, Daisy Deare?

– Sí -replicó ella con firmeza.

No había actuado en público desde que tenía siete años, cuando se había disfrazado para la fiesta de fin de curso de la clase de baile. Daisy comenzaba a sospechar que Dee Pearce tampoco poseía una gran trayectoria profesional.

– En este momento no estoy trabajando. Puedo partir para el Caribe cuando usted quiera.

Seth ignoró su proposición.

– ¿Por qué no me lo contó todo cuando la llamé? -preguntó en cambio de manera brusca.

– Creí que sería mejor explicárselo en persona. Además -continuó hablando con una ingenua mirada-, usted no habría aceptado conocerme si le hubiera dicho que no era Dee.

– Es verdad -contestó él con una mueca-. Intenté ponerme en contacto con Dee porque Ed me aseguró que era muy discreta. ¡Pero ella osó darle mi carta a la primera actriz en paro que está ansiosa por ir al Caribe!

– No me lo habría propuesto si no supiera que yo también soy muy discreta -dijo Daisy.

Estaba asombrada por su propia facilidad para inventar excusas.

– De todas formas -siguió diciendo con franqueza-, todavía no sé nada sobre ese asunto que requiere tanta discreción. ¡Su carta era ininteligible! Me pareció que necesita alguien que esté libre de todo compromiso. Como Dee no podía hacer ese trabajo, imaginé que estaría agradecido al saber que otra persona podía hacer el trabajo en su lugar.

– Estaría agradecido si hubiera enviado a alguien apropiado -espetó él-. Por lo que veo, usted es exactamente lo opuesto de lo que deseaba. Necesito una mujer sofisticada y elegante.

Su gélida mirada recorrió los cabellos rizados de Daisy, sus mallas grises y finalmente, se fijó en las zapatillas desteñidas de color amarillo.

– ¡Si parece una colegiala! -exclamó luego.

– Tengo veintitrés años -señaló Daisy, humillada por el insulto-. Si no tengo una apariencia sofisticada es porque me pidió que sea discreta. ¿O no lo recuerda?

– Es posible tener una apariencia discreta sin vestirse como una huerfanita -replicó Seth.

En la habitación hacía calor. Seth se quitó la chaqueta y la dejó sobre un sofá. Luego, se dirigió a la ventana. Estaba abierta y dejaba entrar los rayos del sol. Daisy oía el rumor del tráfico que circulaba por Park Lane.

Seth miró por la ventana y, después, se volvió hacia Daisy.

– Por lo que sé acerca de Dee, me imagino que si es amiga de ella, esos grandes ojos azules no son tan inocentes como aparentan. Pero dudo de que alguien pudiera pensar que yo estoy interesado seriamente en usted.

Daisy no sabía si sentirse aliviada u ofendida.

– ¿Es eso lo que desea?

– Necesito un señuelo.

Seth se desabotonó los puños, aflojó su corbata y se arremangó la camisa color azul pálido.

– Puedo explicarle en qué consiste el trabajo y, entonces, entenderá la razón por la que pienso que no es apropiada. De todas maneras, tiene que prometer que será discreta.

– Claro -dijo ella.

Seth se aproximó a Daisy y tomó asiento en un sillón frente a ella. Era obvio que trataba de encontrar la manera de contarle lo menos posible.

– Deseo casarme -comenzó a decir él.

Daisy se había imaginado cualquier cosa menos eso. Lo observó, consciente de un absurdo sentimiento de deseo, mientras se preguntaba cómo sería la vida de casada con un hombre así. Trataba de imaginarse aquel rostro implacable suavizado gracias al amor.

Por supuesto que a ella no le habría gustado ser su esposa. Hasta ese momento, Seth había demostrado un carácter agresivo, arrogante e irritante. Era el último hombre con el que aceptaría casarse.

«Por otro lado», pensó ella, «podría ser agradable confiar todos los problemas a alguien tan fuerte y seguro de sí mismo…»

Seth Carrington parecía un hombre que se preocupaba por sus propios asuntos, a diferencia de Robert, tan insoportablemente comprensivo con todos los que lo rodeaban.

De repente, Daisy volvió a la realidad.

– Mi… enhorabuena -lo felicitó.

Todavía no tenía claro cuál era su función en todo ese asunto. Seth se mostró ligeramente exasperado por la reacción de ella. Daisy se preguntó si él creía que le había contestado con malicia.

– Logré evitar el matrimonio hasta ahora -le dijo él-, pero Astra es una chica muy especial. Nuestras empresas se complementan bien. La boda será una fusión ideal para ambos.

Daisy lo miró con perplejidad. Ese hombre parecía considerar la idea como si fuera algo muy natural. Cualquiera podría haber dicho que la fusión de las empresas le interesaba más que su futura mujer, aunque dijera que era alguien muy especial.

Acto seguido, otro pensamiento le vino a la mente y se incorporó en el sillón. Astra no era un nombre muy común.

– ¿Astra?

– Astra Bentingger.

– ¿Astra Bentingger?

La voz de Daisy demostraba asombro. Astra Bentingger había heredado una de las más grandes fortunas del mundo a los dieciocho años. Sin dejarse agobiar por las responsabilidades, había tomado las riendas de los negocios y se había enriquecido aún más.

No pasaba una semana sin que su fotografía apareciera en alguna revista o periódico. Era una mujer inteligente, hermosa y hablaba perfectamente cinco idiomas. Era famosa en todo el mundo.

«La mujer perfecta», pensó Daisy sombríamente.

Se sentía intimidada. Contempló a Seth con un ligero temor. Si pensaba casarse con Astra Bentingger, él sería incluso más rico y poderoso de lo que se había imaginado. Era de dominio público que Astra sólo salía con hombres que pertenecían a su propio ambiente.

– Pero, ¿no está ya casada…? -Daisy se detuvo al recordar las últimas noticias que había leído sobre la novia de Seth.

– ¿Casada con Dimitrios Klissalikos? -él aclaró, imperturbable-. Sí, es verdad. Es parte del problema.

– Me doy cuenta de que un marido podría ser un obstáculo si desea casarse con usted -añadió Daisy.

Seth frunció el entrecejo.

– Sin duda, Astra obtendrá el divorcio, pero todavía estamos negociando un contrato prenupcial. Por el momento, tenemos que ser muy cuidadosos para que no se relacionen nuestros nombres. Ahí es donde Dee tenía que entrar en escena.

Seth dejó de hablar durante unos segundos.

– Necesito que la gente me vea salir con otra mujer para distraer la atención -continuó-. Cuando me encuentre con ella en fiestas multitudinarias, la prensa tiene que creer que salgo con otra mujer… alguien que les haga creer que es una novia apasionada.

Seth hizo una pausa.

– Un amigo mío conoció a Dee cuando estuvo aquí el año pasado. Le mencioné el asunto y pensó que era la persona ideal. Supongo que no es una buena actriz pero, aparentemente, sí es tan atractiva como para compartir un posible romance conmigo. Además de ser discreta, tiene la indudable ventaja de que haría cualquier cosa por dinero.

Seth se calló y miró a Daisy. Ella lo escuchaba atentamente.

– Daisy Deare, ¿es usted de la clase de chica que está dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero? -añadió a continuación.

Ella lo observó con recelo.

– Casi cualquier cosa -respondió.

Consternada, vio cómo el semblante de Seth recuperaba la expresión inquietante y maliciosa. Sus ojos despedían un cálido brillo y los duros rasgos de su rostro se iluminaron. Una mueca se dibujó en su boca. Daisy se preguntó cómo se vería ese hombre cuando sonreía realmente. Seguramente Astra lo sabía.

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