Clare se dio cuenta de que todo había terminado, de que la estaba dejando marchar y se sintió como helada, incapaz de llorar.
Pasó la barrera y entró en la pista de aterrizaje.
– ¿Clare? -había desesperación en su voz, así que se apresuró a volverse. El viento hizo que los cabellos le cubrieran la cara. Se los colocó detrás de la oreja y lo miró, sus ojos plateados brillaron bajo la luz del sol.
– ¿Sí?
– Yo… -Gray se detuvo, frustrado. Detrás de ella las hélices se movían cada vez más rápido y una azafata la esperaba, con impaciencia en lo alto de las escaleras del avión-. Gracias, Clare -consiguió decir finalmente, sintiéndose como derrotado-. Gracias por todo.
Clare no pudo decir nada. Trató de sonreír, pero no lo consiguió, así que se apresuró a avanzar por la pista de aterrizaje hasta el avión, para que él no pudiera ver las lágrimas que corrían por sus mejillas.
El avión despegó y Clare pudo ver cómo quedaba atrás aquel polvo rojizo del desierto, que tan familiar le resultaba ya, y como, poco a poco, se iba alejando del aeropuerto hasta perderlo de vista por completo.
Estaba otra vez lloviendo. Clare miró aquel cielo oscuro y las gotas que golpeaban contra sus cristales y recordó con dolor el calor y la luz de las desérticas extensiones australianas. Llevaba un mes en Londres, cuatro semanas desoladoras. Debería resultarle ya más fácil, pero no era así. El recuerdo de Bushman's Creek era como un dolor que, lejos de ir aminorando, se hacía tan agudo en algunas ocasiones que le hacía dar un respingo.
Quería dar un paseo hasta el riachuelo o sentarse en el porche a mirar el cielo estrellado. Deseaba estar en la fresca cocina y esperar a oír las pisadas de Gray sobre las escaleras de madera y escuchar cerrarse la puerta del porche antes de verlo aparecer, sacudiéndose el polvo del sombrero, con esa media sonrisa que la hacía estremecer.
Conservaba un reloj con la hora australiana y de vez en cuando lo miraba para imaginar lo que estaría haciendo exactamente en aquel momento. Cuando permanecía desvelada sobre la cama sabía que Gray estaba a caballo, con el sombrero caído sobre los ojos, contemplando el horizonte, pensativo o dirigiendo el ganado. Clare se lo podía imaginar deteniéndose para almorzar: Joe estaría liándose un cigarrillo, Ben comiendo con ansia unas galletas y Gray tomando una taza de té, tan tranquilo como siempre.
Y cuando esperaba en la parada del autobús, con el cuello del abrigo subido para protegerse de la humedad, se imaginaba a Gray echado en aquella cama que habían compartido, la habitación iluminada tan solo por la luz de las estrellas. Conocía su modo de dormir, como se le relajaba la expresión del rostro y su pecho subía y bajaba con ritmo acompasado, y se moría de ganas por escuchar el sonido de su respiración y sentir la calidez de su piel.
Tampoco dejaba de pensar en Alice y rezaba todos los días para que fuera feliz, ni se apartaba de su pensamiento el modo en que la luz cambiaba sobre las dehesas y la paz y el silencio que reinaban en ellas.
Nada le parecía igual en Londres. Las calles repletas de gente que tanto le gustaran una vez le parecía que se estrechaban demasiado a su alrededor, y le hacían sentir claustrofobia. Eran demasiado ruidosas y había demasiada gente en ellas. En Australia estaba rodeada de espacio y luz, pero en Londres le costaba encontrar un trocito de cielo.
Suspiró y volvió a mirar a la pantalla del ordenador. Debía pensar en su estancia en Australia como si se tratara de un sueño, y de alguna manera tratar de olvidarla. En Londres tenía su vida, un trabajo, amigos y un alojamiento hasta que se marcharan los inquilinos de su apartamento. No tenía sentido que siguiera viviendo para un sueño, aunque hubiera sido maravilloso.
Lo había intentado. En la oficina la habían recibido con los brazos abiertos y se había volcado en su trabajo con la esperanza de olvidar que un día había sido feliz fregando, cocinando, limpiando y dando de comer a las gallinas.
Por las tardes, cuando ya no podía refugiarse en su trabajo, se esforzaba en salir y hacer las cosas que había creído echar de menos en el rancho, pero nada llenaba su vacío, y aunque sonreía y fingía pasárselo bien, se sentía triste y sola.
Mark había sido su última esperanza. Se había aferrado al pensamiento de que, en cuanto lo volviera a ver, renacería todo lo que había sentido por él, y se daría cuenta de que lo de Gray no había sido más que una ilusión, pero no había sido así. Habían cenado juntos, en un restaurante que no tenía nada que ver con la cocina del rancho, y hablado mucho, pero como viejos amigos, no como amantes. Lo había encontrado atractivo, encantador, todo lo que una vez deseó, pero no era Gray.
Gray… Cada vez que pensaba en él, la añoranza se hacía dolorosa. Dejó el trabajo que llevaba tratando de terminar durante la última media hora y tomó el reloj que guardaba en su mesa de despacho. Eran casi las tres y media en Londres, pero en Bushman's Creek ya debían de estar brillando las estrellas y Gray debía de estar durmiendo tranquilamente. Clare lo podía imaginar con tanta claridad que hasta era capaz de oír el sonido de su respiración y cuando volvió a mirar la pantalla, las lágrimas que inundaban sus ojos le impidieron ver con claridad lo que había escrito.
El teléfono sonó y, antes de responder, se esforzó por que su voz sonara normal. Era Anette, la recepcionista que había a la puerta de su despacho.
– ¿Estás ocupada? -le preguntó-. Tengo aquí a una persona que desea verte.
– ¿Quién es?
– Se llama Gray Henderson. Le he preguntado si lo estabas esperando y me ha respondido que creía que no… ¿Clare? -Anette calló un momento, confundida por la intensidad del silencio que se había hecho al otro lado de la línea-. Clare, ¿estás ahí?
Clare estaba con el auricular en la mano, sin dar crédito a lo que acababa de oír. Colgó muy despacio, sin responder y se levantó, sorprendida de que la sostuvieran las piernas. Como en un sueño se dirigió lentamente hacia la puerta y la abrió.
Había un hombre de pie, delante de la mesa de despacho de Anette, un hombre delgado y bronceado que se volvió al oír la puerta y la miró.
Gray.
Una oleada de alegría e incredulidad se apoderó de ella y se tuvo que apoyar en la manilla de la puerta, para no caerse.
– Eres tú -susurró.
– Sí, soy yo -su voz era la misma de siempre, pausada y tranquila, se quedó mirándolo fijamente, pensando que tal vez fuera producto de su imaginación y por lo tanto desaparecería de un momento a otro, si apartaba los ojos de él.
Parecía cansado y no sonreía. Observó en él una inseguridad que no había visto nunca, y enseguida pensó que le traía malas noticias. ¿Por qué si no iba a estar allí?
– ¿Alice…? -preguntó, incapaz de traducir sus pensamientos en palabras.
– Está bien -se apresuró a responder Gray.
Clare dejó escapar un suspiro de alivio y la tensión desapareció. Detrás de él vio que Anette los miraba sin perder detalle y se hizo a un lado para permitir pasar a Gray.
– Pasa.
Gray dudó un momento y después entró en el despacho. Clare cerró la puerta y ambos se quedaron mirándose en silencio.
– ¿Cómo estás? -empezó a decir Gray.
– Bien -le respondió, aunque hubiera deseado decirle que se sentía triste, sola y desesperada.
Se hizo un incómodo silencio y Clare se humedeció los labios.
– ¿Cómo… cómo me has encontrado? -le preguntó, aunque parte de ella le gritaba que cómo podía estar hablando de semejantes trivialidades cuando por fin lo tenía allí, y lo único que tenía que hacer era cruzar el despacho para tocarlo.
– Pregunté a Stephen. Recordé que le habías hablado de tu trabajo y pensé que tal vez recordaría el nombre de tu agencia. No me equivoqué.
Читать дальше