Jessica Hart - Un hogar lejano

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A Clare Marshall le encantaba vivir en la gran ciudad, pero no dudó en dejarlo todo para llevar a su sobrina, huérfana de madre, a un rancho situado en medio del caluroso y polvoriento desierto australiano. Clare esperaba hallar al padre de la niña, pero, para sorpresa suya, fue el hermano de éste quien apareció.
Gray Henderson no estaba dispuesto a creerse que Alice fuera hija de su hermano, pero pronto la niña se apoderó de su corazón, y su hermosa tía despertó en él una ardiente pasión. Juntos podían formar una familia, al menos hasta que regresara su hermano…

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Gray y ella se turnaban para atender a la niña, pero aun así, se sentía como un zombi todo el día. Le dolía la cabeza, era incapaz de pensar como es debido y se encontraba torpe: tiraba harina por el suelo, ponía azúcar en las salsas en vez de sal o se encontraba a sí misma en medio de la cocina con una cebolla en la mano, preguntándose qué iba a hacer con ella.

Curiosamente, Clare estaba de algún modo agradecida a aquellas noches agotadoras, porque como se encontraba exhausta, le resultaba más fácil volverse a comportar de un modo normal con Gray. Ambos estaban demasiado cansados para hablar o pensar siquiera, y por lo tanto no existía tensión entre ellos cuando se dejaban caer en la cama, deseosos de dormir cuanto más mejor, antes de que Alice los hiciera levantarse una y otra vez.

Justo cuando empezaban a olvidar lo que era no estar agotados, vieron que el médico tenía razón al decir que solo se trataba de una fase, porque Alice volvió a dormir como de costumbre. Aturdidos y agradecidos por aquel respiro, al principio Clare y Gray se preocuparon más por recuperar el sueño perdido y volverse a sentir humanos de nuevo que por hablar de su relación, y después, cuando regresaron a la rutina habitual, Clare decidió que era mejor dejarlo estar, porque además no merecía la pena hablar de ello, ya que no se podía hacer nada para cambiar las cosas. Tal vez no fuera tan malo que no la amara, al fin y al cabo compartía el lecho con él.

No era la situación perfecta, pero, ¿no le había dicho ella a Lizzy que ninguna relación lo era? Estaban juntos y Alice ya no se despertaba por las noches. Eran motivos suficientes para sentirse feliz.

Llevaban casados exactamente un mes cuando llegó la carta.

Aquella mañana Gray había ido a Mathinson. Clare estaba barriendo el suelo de la cocina cuando oyó llegar la camioneta. Estaba acostumbrada a que el corazón le diera un vuelco cada vez que sentía su proximidad, y para cuando apareció en la puerta, con la caja de comestibles que le había encargado en las manos, ya había conseguido tranquilizarse y estaba lista para comportarse con una tranquila cordialidad.

– ¡Hola! -le dijo, tratando de sonar alegre y siguió barriendo para que no pareciera que se había pasado toda la mañana pendiente del sonido de la avioneta-. ¿Lo has traído todo?

– Excepto los champiñones frescos. No había, así que los compré en lata.

– Muy bien.

Últimamente siempre se comportaban así: de modo educado, amistoso. No era que estuvieran tensos exactamente, pero mantenían las distancias, como si ninguno de los dos se atreviera a bajar la guardia por completo.

Alice llegó hasta las botas de Gray y empezó a tirarle de los pantalones hasta que él la tomó en brazos y empezó a jugar con ella, tirándola por el aire. Todavía sonriendo por el júbilo de la niña, miró a Clare y la vio contemplarlos con una sonrisa en los labios, tan relajada que se había olvidado de que tenía la escoba en la mano.

Sus ojos se encontraron y dejaron de sonreír inmediatamente, mientras el aire entre ellos parecía evaporarse y dejaba un silencio irrespirable y cargado que produjo en Clare un temblor incontrolable. Aunque lo hubiera intentado no habría podido apartar la mirada.

Por supuesto fue Alice quien, sin pretenderlo alivió la tensión.

Decepcionada al ver que el juego parecía haber terminado y que Gray ya no le prestaba atención, le aplastó la nariz con la mano y después le apretó el labio inferior para obligarlo a mover la cabeza para todos los lados. Encantada por el éxito de su estrategia, Alice le dedicó una de sus encantadoras sonrisas.

Gray la miró con el ceño fruncido, fingiendo estar enfadado con ella, pero lejos de asustarse se limitó a acurrucarse en su hombro y para cuando volvió a mirar a Clare, esta ya había vuelto a ponerse a barrer, la cara oculta bajo sus largos cabellos negros.

– Recogí el correo en el pueblo -le dijo, minutos después-. Hay cartas para ti.

– Muy bien -dejó el cepillo y el recogedor y se acercó a la caja, sobre la que se amontonaban las cartas. Empezó a revisarlas una a una con las manos un poco temblorosas. Había una del banco, un par de sus amigos y…

Clare se quedó helada al reconocer la escritura del sobre.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Gray, que debía de haberla estado observando con más atención de la que pensaba.

– Es de Mark -respondió con una voz extraña.

Se quedó mirando fijamente el sobre y pensó que hubo un tiempo en que solo ver la escritura de Mark hacía que su corazón latiera a toda velocidad, en que hubiera dado cualquier cosa por saber de él. Sin embargo, en aquel momento lo único que se preguntaba era cómo habría averiguado su dirección.

Clare se sentó en una silla y empezó a dar vueltas al sobre. Era de Mark, el hombre que había amado y que la había amado. Se preguntó si no debería sentir algo más intenso.

– ¿No la vas a abrir? -la brusquedad de Gray la sobresaltó y solo acertó a asentir con la cabeza. Respiró profundamente, abrió el sobre y sacó la carta.

Mientras Clare leía la misiva, el silencio fue absoluto. Cuando terminó, dejó las cuartillas sobre la mesa y miró a Gray, con ojos inexpresivos.

– ¿Y bien?-preguntó, con bastante brusquedad-, ¿qué es lo que quiere?

Su evidente hostilidad hizo salir a Clare de su aturdimiento.

– Quiere que regrese -le dijo.

– ¿Que regreses? ¿Por qué?

– Porque me ama.

– Se supone que debería amar a su mujer -dijo Gray con un tono tan hiriente que Clare apretó los labios y levantó la barbilla.

– ¡Pues tú no amas a la tuya! -le respondió, con frialdad.

Se sostuvieron la mirada un momento, desafiantes, hasta que Gray la retiró y después dejó a Alice en el suelo, que corrió a jugar otra vez con el recogedor y el cepillo.

– Es diferente en nuestro caso.

– Ahora también en el de Mark -los ojos plateados brillaron desafiantes. Se dio cuenta de que si había esperado por un momento que él negara su acusación y declarara de repente que la amaba estaba muy equivocada.

– ¿Qué quieres decir?

– Mark está en trámites de divorcio -le dijo, con frialdad-. Dice que su mujer y él lo han intentado, pero que al final han llegado a la conclusión de que su matrimonio no volvería a funcionar.

– ¿Y sus hijos?

– No dice nada, pero los dos los adoran y seguramente tratarán de hacer que la separación sea lo menos traumática posible para ellos.

– Ya -Gray tomó sus cartas e hizo como si las estuviera revisando, cuidadosamente-. ¿Así que ahora que las cosas se han solucionado a su conveniencia, Mark espera que lo dejes todo y regreses con él?

– No, Mark no es así. Solo quería que supiera que me ama y que no ha podido olvidarme -le tembló la voz de repente y se preguntó por qué Mark no le había escrito antes, cuando habría dado cualquier cosa por oírselo decir a él y no a la persona fría y distante de ojos castaños que hacía que el corazón le latiera a toda prisa tan solo con tenerlo allí cerca, revisando el correo-. Quiere casarse conmigo -dijo, tras respirar profundamente.

– Bueno… eso es lo que tú deseabas, ¿no?

Le dolió profundamente la indiferencia con que lo había dicho.

– Sí, supongo que sí.

Gray dejó de fingir que revisaba la correspondencia y dejó caer las cartas, bruscamente sobre la mesa.

– ¿Te vas a casar con él?

– No puedo -respondió Clare, apartando la mirada-. Estoy casada contigo.

– Te prometí que anularíamos el matrimonio en cuanto quisieras -sus palabras sonaron como forzadas-. Si es lo que deseas ahora, no tienes más que decirlo.

Clare pensó, disgustada, que si quería terminar aquello, ¿por qué no lo decía claramente? Deseó levantarse y gritarle que estaba ciego si no veía que no quería marcharse, que deseaba que aquel matrimonio durara para siempre.

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