– En coche.
Él miró su reloj y levantó las cejas.
– ¿Y el coche sigue entero?
– Está bien. Ni un arañazo.
Y eso era cierto, pero todavía tenía que devolverlo en el mismo estado. Y cuanto antes volviera a casa, mejor.
– No quiero ser una molestia, Fitz. Voy a despedirme de Lucy y me voy.
– No lo hagas. No he querido estar tan a la defensiva. Ha sido muy amable por tu padre venir aquí. De verdad. Debes tener muchas cosas que arreglar con lo de tu madre…
– No, la verdad…
– No, bueno, supongo que tienes mucha gente que te ayude. ¿Y la familia? ¿Hay alguien más?
Ella lo miró entonces. Fitz también estaba mirando fijamente su café.
«Díselo ahora», pensó.
– Tengo una hermana.
– ¿Sí? No lo sabía.
– Bronte. Se llama Bronte.
– ¿Bronte?
Entonces él la miró tan fijamente que casi le hizo daño. El vaso de papel se desintegró entre sus dedos, derramando todo el café en el suelo, por los bonitos pantalones de Brooke.
El tomó el vaso de su mano, tomó su húmeda y temblorosa mano y le dijo sin soltarla:
– ¿Te has quemado?
Ella agitó la cabeza. Si la estuvieran desollando viva tampoco lo notaría.
– Será mejor que vaya a buscar a alguien… a lavarme…
Pero él no la soltó.
– ¿Vas a quedarte esta noche?
El corazón le dio otro salto a ella. Le resultaba difícil respirar, así que hablar…
– ¿Vas a quedarte para llevar mañana a casa a Lucy?
– Lucy te tiene a ti. No me necesita.
– Sí, te necesita. Por eso le dijo a la enfermera que te llamara. Debe haber memorizado tu número.
¿Porque pensaba que él le podría quitar ese trozo de papel? ¿Porque sabía que él no iba a llamar?
– Yo le dije que mejor esperábamos a que estuviera en casa para que no te preocuparas -añadió.
– Oh.
– Además, tú tienes que quitarte esos pantalones húmedos y, te garantizo que, si no has causado un accidente al venir aquí, cuando vuelvas conduciendo semidesnuda, lo vas a conseguir.
– Estamos en medio de una ola de calor -le recordó ella-. Se secarán enseguida.
Luego deseó haber mantenido la boca cerrada. Su vida había estado penosamente vacía de hombres como James Fitzpatrick animándola a quitarse los pantalones. Bueno, lamentablemente vacía de hombres como él. Punto.
Y, en la primera oportunidad que se le presentaba desde hacía años, ella se estaba deshaciendo en excusas. Pues vaya… perfecto…
Además, Brooke habría coqueteado un poco.
– Por supuesto, si no los meto pronto en agua, se estropearán -dijo por fin.
– Eso sería trágico.
¿Se estaba riendo de ella?
– Bueno, creo que exageras un poco…
– No desde mi punto de vista.
– ¿Qué?
Cuando se dio cuenta de lo que él quería decir, se ruborizó y añadió: -Oh…
– Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo. Lucy estará encantada. ¿Vamos a contárselo?
Mientras se dirigían a la sala, Fitz añadió:
– Y no tienes que preocuparte.
Ella lo miró.
– ¿Por qué?
– Ya encontraré algo con que tapar… tus vergüenzas.
Ella se ruborizó más todavía, si era posible.
– Eso mientras los metemos en la lavadora -añadió Fitz-. Y sigo teniendo ese cepillo de dientes de repuesto.
– La verdad, Fitz, tengo mi propio cepillo y ropa en el coche -dijo Bron-. He venido preparada para quedarme en el hospital por si Lucy me necesitaba.
Antes de que él pudiera responder, ella se volvió y, después de disculparse con las enfermeras por haber derramado el café, fue a lavarse las manos.
Para cuando llegó de nuevo a donde estaba Lucy, ya se había controlado.
– Se supone que Lucy tiene que intentar dormir algo -le dijo Fitz-. He pensado ir a comer algo. ¿Tú tienes hambre?
– Un poco -admitió ella débilmente.
– ¿Estás bien? Parece como si te fueras a desmayar.
– De hambre. ¿Hay cafetería en el hospital?
– Sí, pero no está demasiado bien. Será mejor ir al pueblo. Hay un restaurante encantador…
– Será más rápido ir a casa. Estarás bien durante una hora ¿no es así, Lucy?
La niña asintió.
– No os preocupéis.
– ¿Hay algo que quieres que te traigamos de casa? -le preguntó Fitz a Lucy mientras tomaba del brazo a Bron.
– Mi colgante. Y mi walkman.
– Muy bien.
– Y todas mis cintas. Y mi televisión…
– ¿Tiene su propia televisión? -preguntó Bron horrorizada.
– La tienen todos sus amigos.
– Lo siento, no quería criticar.
Fitz se dirigió de nuevo a Lucy.
– Nada de televisión para una sola noche.
– Bueno, entonces traedme unos libros.
– Muy bien.
– Y un albaricoque -dijo Lucy cuando ya estaban en el pasillo-. Y una lata de refresco… Y chocolate…
Fitz y Bron se miraron y se rieron.
– Se va a poner bien, ¿verdad?
– No si le traemos todo eso.
– Mañana te suplicarán que te la lleves a casa.
– Entonces será mejor que nos aprovechemos de ello todo lo que podamos -dijo él-. ¿Dónde está tu coche?
Ya estaban en el aparcamiento y ella buscó con la mirada su viejo Mini, pero entonces vio el coche de su hermana y se acordó de que había ido en él.
– Es ése.
– Cielo santo. Con eso en el garaje, ¿por qué tomaste el tren ayer?
– ¿Por qué?… Bueno, porque… porque estaba en el taller.
– Ah, ya veo.
– ¿No me crees?
– ¿Por qué no te iba a creer? Será mejor que me sigas hasta casa -dijo él mirando preocupado lo estrecho del sitio donde ella había aparcado-. ¿Quieres que te ayude a salir de ahí?
– ¿Lo harías?
Entonces ella usó el mando a distancia para abrir la puerta, que no se abrió.
– Lo acabas de cerrar.
– ¿Sí?
Entonces Bron se dio cuenta de que no debía haberlo cerrado cuando llegó. Fue a abrirlo de nuevo y entonces la alarma empezó a sonar, haciendo que, de repente, ella fuera el centro de atención de todos los que pasaban por allí. Estaba horrorizada. ¿Qué había hecho ahora? ¿Qué había pasado con la mujer fría que se había metido en un espacio tan pequeño sin pensárselo dos veces?
Fitz le quitó el mando, abrió el coche, quitó la alarma y sacó su maletín. Luego volvió a cerrar el coche.
– Vamos -le dijo tomándola del brazo-. No estás en condiciones de conducir ni un coche de pedales.
– Son los nervios, nada más.
– Sí, claro -dijo él mientras se dirigían a su todo terreno.
– El shock -añadió ella mostrándole las manos temblorosas-. ¿Ves?
– Ya veo.
– Estaré bien dentro de un momento.
– Por supuesto.
Bron se detuvo y lo miró.
– ¿Quieres dejar de darme la razón?
Él la miró también.
– ¿Quieres que discuta contigo?
– No…
– ¿Quieres que te diga que sólo con pensar en ti conduciendo ese monstruo en el estado en que estás me produce escalofríos? ¿Que me puede dar pesadillas?
– ¡No. Soy una buena conductora. Llegué aquí en una pieza, ¿no? Sin un arañazo.
– Es la segunda vez que lo dices. Como si fuera algo excepcional. Prométeme que no vas a volver a conducir.
– Pero tengo que…
– ¡Prométemelo! -exclamó él mirándola fijamente.
– Fitz…
Él se acercó entonces y le acarició el cabello, lo que hizo que a ella se le olvidara de qué estaba protestando.
– Prométemelo, querida…
Esta vez sus palabras fueron poco más que un susurro y no esperó a que le contestara. La obligó a que cumpliera la promesa con los labios, besándola cariñosamente y rodeándole la cintura con un brazo.
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