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Liz Fielding: Cuando amar es un riesgo

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Cuando Bronte Lawrence recibió la carta de una niña que decía ser su hija, supo que allí había habido un error. Sin duda, la carta de la pequeña Lucy Fitzpatrick había llegado a la hermana Lawrence equivocada. Para su hermana, tan centrada como obsesionada en su carrera, aquella pequeña debía suponer poco más que una molesta atadura, ¡pero a Bronte le encantó la idea de conocer a una sobrina que ni siquiera sabía que existía! Pero los errores no se detuvieron ahí: James Fitzpatrick dio por supuesto que ella era la madre de Lucy, y Bronte encontró todo aquello demasiado tentador como para no seguir el juego. Y no sólo por Lucy. Fitz era alto, moreno, atractivo y un gran padre… una combinación perfecta que bien merecía el riesgo. Pero ¿qué sucedería cuando Lucy y Fitz descubrieran que Bronte no era quien parecía?

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Le dio un trago al whisky, pero eso no embotó el dolor de corazón que sentía, no sólo por Lucy, sino por él mismo.

Había visto a Brooke ese día con Lucy y había visto a una mujer nueva, alguien muy distinta a la chica que, en los dolores del parto, le había dejado marcas de las uñas en las manos que le habían durado semanas; esa chica que lo había maldecido a él y a todos los hombres por hacerla pasar por aquella tortura.

Se llevó la copa a su habitación y allí vio que la bombilla del techo se había fundido. Tenía de repuesto, pero se quedó allí donde estaba, muy quieto, en la oscuridad, oliendo el aroma que quedaba de ella. Abrió los ojos y suspiró. Se estaba comportando como un hombre loco de amor, se estaba comportando como un idiota. Debía estar agradecido porque ella se comportara exactamente como había predicho. Pero no del todo. Aquello no había sido una actuación. Ella se había comportado como si realmente amara a Lucy. Y no había visto en su mirada nada de la ironía que se había imaginado, sino algo completamente diferente, algo que le había llegado tan hondo que le dolía.

Detuvo allí mismo sus pensamientos y se dirigió a la habitación de Lucy. La niña estaba dormida y seguía llevando en el cuello el colgante de Brooke.

Se lo quitó y lo mantuvo un momento en la mano para luego llevárselo a la mejilla.

Nada. Bueno, ¿qué se había esperado? ¿Una coral de Bach? ¿Un trueno? ¿Un orgasmo instantáneo?

Enfadado consigo mismo, dejó el colgante en la mesilla de Lucy, al lado del sobre donde ella había escrito su dirección y teléfono.

Se dirigió a su cuarto de baño y, mirándose al espejo, se dijo a sí mismo que, una vez tonto, siempre tonto, antes de que el vaso de whisky, húmedo, se le deslizara entre los dedos y fuera a romperse en la pila.

Lo miró por un momento y luego se echó a reír.

– Debe ser contagioso -dijo.

El teléfono despertó a Brooke, que se había pasado la mitad de la noche despierta pensando en Fitz, Lucy y ella misma. Miró el reloj y, sorprendida, vio que ya eran las diez. Nunca antes se había despertado tan tarde.

Bajó las escaleras corriendo y contestó.

– ¿Señorita Lawrence?

No era Fitz y se sintió decepcionada.

– ¿La señorita Brooke Lawrence?

– No, lo siento. Creo que ha llamado al número equivocado.

– Entonces usted debe ser su hermana, ¿no? -dijo la voz de mujer-. ¿Bronte, no? Vaya unos nombres poco habituales tienen ustedes.

Estaba claro que debía ser una periodista. De vez en cuando llamaban para conseguir una entrevista con la familia de la famosa, cosa que ellas siempre habían rehusado.

– ¿Puede dedicarme un momento? -insistió la voz? Soy Angie Makepeace, del Sentinel .

¿De ese panfleto? De eso nada.

– Lo siento, señorita Makepeace, pero mi hermana no está aquí y no tengo ni idea de cuándo vendrá. Ahora, si me disculpa, llaman a la puerta.

Y, sin esperar más, colgó pensando que iba a tener que pedir que le cambiaran el número para evitarse esas molestias. Llamó a la oficina de Brooke para dejar un mensaje en el contestador, pero respondió la secretaria de Brooke en persona. ¿Un sábado? Luego se encogió de hombros. Tal vez trabajara los sábados, así que le habló de esa llamada.

– Cielos, ¿cómo lo han averiguado?

– ¿Qué?

– Oh, nada… olvídalo. ¿Has sabido algo de ella?

– No, le he dejado mensajes con todo el mundo, pero no me ha llamado. ¿Por qué? ¿Le has perdido la pista?

La chica se rió sin mucha convicción.

– Debo advertirte que puede que no recibas sólo esa llamada de la prensa, Bronte. ¿Le has dicho algo?

Eso la extrañó.

– ¿Sobre qué?

– Nada. Nada. Esta misma semana se anunciará una cosa.

– ¿Es de negocios entonces, nada personal?

– Cuanto menos sepas, mejor, Bronte.

– Entiendo, pero necesito hablar con ella. Urgentemente.

– Se lo diré.

– Cuando la encuentres -dijo y la otra se rió de nuevo-. Mientras tanto, dado que yo estoy más en la ignorancia que ellos, ¿podrías quitarme de encima a la prensa?

Bron colgó y se quedó pensativa por la conversación. ¿Qué estaría pasando? Pero decidió que no era cosa suya, así que se encogió de hombros y se dirigió al cuarto de baño.

Normalmente Fitz disfrutaba de las mañanas de los sábados llevando a Lucy a nadar, ya que, a las demás cosas que la llevaba, al ballet, por ejemplo, solían ir las madres de los demás niños, pero los sábados era cosa de los padres.

– Buenos días, Fitz.

– Mike…

El padre de Josie se reunió con él en la cafetería que daba a la piscina.

– Lo de ayer fue toda una sorpresa. ¿De verdad que tú y Brooke Lawrence…? Bueno, es una pregunta tonta.

Habiendo dejado claro con su actitud que no iba a hablar de eso, Fitz le dijo:

– No te vi allí.

– No estuve, pero Josie nos lo contó todo cuando llegó a casa. Lucy se lo había dicho antes, pero todo el mundo pensaba que se lo había inventado. Ya sabes cómo son los niños…

– Sé cómo es Lucy.

– Sí, bueno… Lucy debió disfrutarlo. Y la gente debió comprar muchos vídeos. Por supuesto, nosotros tenemos el nuestro, ya que Ellie insistió en que nos compráramos una cámara cuando tuvimos a Jacob.

– ¿Cómo está ella? -preguntó Fitz cambiando de conversación.

– Bien. Josie está encantada de que esta vez vayamos a tener una niña. Ya ha decidido que la llamemos Juliet.

– ¿No será un poco complicado tener tantas jotas? No se sabrá quién es la señorita J. Castle.

Algo pareció abrirse como una puerta en el interior de su cabeza.

– Probablemente -dijo Mike interrumpiendo sus pensamientos y haciendo que esa puerta se cerrara-. Pero cuando estábamos esperando a Jacob, le pedimos a Josie que nos ayudara y lo hizo. Además, eso la ayudó a ver que el niño era también suyo, no una amenaza. Ya sabes cómo es esto. Quiso que tuviera la misma inicial que ella. Lo mismo que ahora.

– Es un nombre muy bonito.

Luego empezaron a hablar de negocios, del tiempo y demás, pero lo que Mike había dicho del vídeo siguió preocupándolo.

Se suponía que la visita de Brooke había sido algo estrictamente privado. Nada de publicidad. No habían hablado de ello, pero él le había asegurado que no quería a la prensa por allí más que ella. ¿Sería por eso por lo que Claire le había preguntado si le importaría que Brooke diera los premios? ¿Le habría estado ofreciendo la posibilidad de decir que no y él había estado tan embebido en sus pensamientos como para no darse cuenta?

Aunque tampoco habría tenido importancia. La mayoría de los padres llevaban sus cámaras y, por lo menos, le habrían hecho alguna foto. Y estarían hablando de ello.

Por un momento, la perspectiva de la publicidad le horrorizó. Brooke lo culparía a él y se pondría furiosa; se vería metida en una situación en la que no le quedaría más remedio que hacer de madre amante… Pero entonces empezó a ver las ventajas del asunto.

Con sus admiradores sabiendo que era la madre de una niña de ocho años, podría convencerla para hacer cualquier cosa que salvara su reputación, incluso irse a pasar una semana a Francia haciendo de feliz madre de familia. Eso debería alegrarlo, así que, ¿por qué no era así? ¿Por qué le preocupaba más lo mal que le podía sentar a ella en vez de estar contento por haber conseguido lo que quería Lucy?

No tenía sentido. ¿Por qué de repente le importaban los sentimientos de Brooke? ¿Cuándo le habían importado a ella los suyos?

Ese lapso de sentimentalismo repentino lo irritó. Casi se sintió tentado de mandar una copia de la cinta a la prensa él mismo. Pero no lo haría. No tenía que hacerlo. No pasarían ni cuarenta y ocho horas antes de que lo hiciera cualquier otro de los asistentes. Lo único que tenía que hacer era esperar y dejar que Brooke se pusiera en contacto con él. Una vez que la tuviera en Francia, ya vería lo mucho o poco que ella había cambiado, descubriría por qué ella, de repente, había desarrollado el poder de que a él le importara.

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