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Liz Fielding: Cuando amar es un riesgo

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Cuando Bronte Lawrence recibió la carta de una niña que decía ser su hija, supo que allí había habido un error. Sin duda, la carta de la pequeña Lucy Fitzpatrick había llegado a la hermana Lawrence equivocada. Para su hermana, tan centrada como obsesionada en su carrera, aquella pequeña debía suponer poco más que una molesta atadura, ¡pero a Bronte le encantó la idea de conocer a una sobrina que ni siquiera sabía que existía! Pero los errores no se detuvieron ahí: James Fitzpatrick dio por supuesto que ella era la madre de Lucy, y Bronte encontró todo aquello demasiado tentador como para no seguir el juego. Y no sólo por Lucy. Fitz era alto, moreno, atractivo y un gran padre… una combinación perfecta que bien merecía el riesgo. Pero ¿qué sucedería cuando Lucy y Fitz descubrieran que Bronte no era quien parecía?

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No era momento para mentiras y ella cedió a ese beso con todo su corazón.

Seguía creyendo que, a quien él estaba besando era a su hermana, pero Brooke bien podía compartir unos pocos besos de ese hombre con su hermana cenicienta, seguramente no los echaría en falta.

Él le había dicho que se lo prometiera y Bron pensó que le podía prometer cualquier cosa con tal de que la siguiera besando. Deseó que ese beso durara para siempre y, cuando terminara, le podría mirar a los ojos y ver allí si él sabía la verdad.

Pero cuando él levantó la cabeza, la miró por un momento con infinito cariño y luego le pasó un brazo sobre los hombros para seguir caminando hasta el coche.

¿Eso era todo? ¿Él no lo había notado? El corazón le latía apresuradamente y no se sentía nada contenta.

Un hombre debería ver la diferencia entre una mujer con la que había tenido una hija y su hermana. Aunque se parecieran físicamente. Ella no se parecía nada a Brooke de cualquier otra manera.

– ¿Fitz?

– ¿Sí?

Ella tragó saliva.

– Nada. Sólo… bueno, que voy a tener que volver conduciendo a mi casa.

– Haré que te lo lleven y yo te llevaré a ti.

– Pero es una tontería…

– ¿Sí? Bueno, la semana ha estado llena de tonterías. Confía en mí. Te prometo que sé lo que estoy haciendo. Vamos, tengo hambre.

Ella se subió al coche.

– Yo sé conducir, ¿sabes? Aprobé a la primera -dijo.

– ¿De verdad?

– Sí, lo hice.

Mientras hablaba se puso el cinturón de seguridad, furiosa porque él dudara de ella. Pero tanto como lo había estado Brooke cuando a ella la suspendieron tres veces. Su examinador había dicho que tenía demasiada confianza. Al parecer había conducido por entre el tráfico como en una carrera de fórmula uno, insultando a la gente y haciendo sonar el claxon insistentemente en cuanto alguien la molestaba.

Una de las razones por las que Brooke había dejado su jaguar en casa era porque sabía que a Bron nunca le entraría la tentación de conducirlo. ¡Demonios!

Fitz no había respondido a sus palabras y parecía pensativo. Lo miró ansiosamente. ¿En qué estaría pensando? ¿es que se había dado cuenta por fin de las diferencias entre Brooke y ella?

Tardaron unos diez minutos en volver al pueblo y, durante ese tiempo, ninguno de los dos habló.

Cuando se detuvieron delante de la casa de él, Fitz le preguntó:

– ¿Sabes cocinar?

¿Había vivido con Brooke y no lo sabía?

– ¿Sólo un beso y ya esperas que te haga la comida?

– Bueno, repito la pregunta: ¿Sabes cocinar mejor que contar?

Se lo había buscado. ¿Qué demonios tenía de malo un simple sí?

– Sí -dijo ella, pero sólo para mantener tranquilo a su subconsciente.

– Tal vez puedas hacer un par de tortillas o algo así. Tengo que comprobar algo en mi estudio.

Fitz encendió el ordenador y el escáner y abrió el cajón del escritorio donde guardaba las fotos y papeles que había metido allí el día anterior. Allí estaban las fotos de Brooke con veintiún años. Las miró por un momento y las metió en el escáner.

Debería haberlo sabido. Desde el primer momento en que la vio debía haberse dado cuenta. Ese deseo que había sentido nada más verla debería haberle advertido de que lo que sentía por ella era sólo lujuria. Nunca la había amado. Ella era demasiado egocéntrica como para eso. Si hubiera sabido que ella tenía una hermana lo habría descubierto antes. ¿A qué demonios estaba jugando ella?

Las palabras de ella diciéndole que Lucy tenía una tía le resonaban en la cabeza. Se lo había dicho; le había dicho que le iba a dar a Lucy ese día especial y luego iba a volver a ser ella misma. Si él hubiera estado pensando con la cabeza en vez de con…

La imagen de ella apareció en la pantalla. La imagen de Brooke. Marcó la parte de debajo de la ceja izquierda y la amplió. No había ninguna cicatriz. Bueno, la verdad era que no habría necesitado mirar. Pudiera ser que su cerebro hubiera estado de vacaciones, pero su cuerpo lo había sabido, había respondido desde el principio.

Bron encontró todo lo necesario para hacer las tortillas y luego buscó un delantal. ¿Un delantal? Se miró los manchados pantalones y pensó que ya era demasiado tarde para eso. Probablemente ya era también demasiado tarde para salvarlos, ni siquiera lavándolos.

Se dirigió al lavadero, puso el tapón de la pila y abrió el agua fría. Luego se quitó las botas y los pantalones y los metió en el agua. Eso, o los arruinaba del todo o los limpiaba. Estaba llegando a un punto en el que ya no le importaba nada la preciosa ropa de su hermana. Había demasiadas de las demás posesiones de Brooke que necesitaban su amor y su cuidado. Tampoco le importaría mucho si Fitz le diera un poco de amor y la cuidara con cariño.

Y, pensando en Fitz, había dicho que no tardaría mucho, así que era mejor que se pusiera los vaqueros antes de que lo hiciera.

Demasiado tarde también. El ruido del agua corriendo debió acelerar su vuelta. Se detuvo en seco en la puerta cuando se encontró con su alta figura apoyada contra la mesa de la cocina con los brazos cruzados, en una actitud que la puso nerviosa súbitamente.

– Los pantalones -dijo como una tonta-. Los he metido en agua.

Ése no era el momento de ponerse en plan virgen tímida porque la viera en bragas un hombre al que apenas conocía. Brooke no lo haría. Y Brooke le había mostrado mucho más que las bragas.

¡Cielos, sus bragas!

Bajo el jersey de seda, cuyo coste probablemente daría de comer a la población de todo un poblado africano durante un año, llevaba sólo unas bragas de algodón con el día de la semana escrito en color rosa en la parte trasera.

Eran parte de un conjunto que se había comprado en el mercadillo del pueblo porque eran baratas, ella no tenía un céntimo ese día y estaba completamente segura de que nadie se las iba a ver nunca.

Brooke se las habría quitado antes de mostrarlas.

Por suerte, Fitz no parecía tener ojos para nada más que para sus piernas. Bueno, eran largas, así que había mucho que mirar; largas y bronceadas. Después de lo que pareció una eternidad, él levantó la mirada.

– Tienes unas rodillas muy interesantes.

¿Ella estaba allí, semidesnuda en su cocina y lo único que se le ocurría decir era que tenía unas rodillas interesantes? Sus rodillas no eran interesantes. Estaban llenas de cicatrices de las veces que se había caído. Ella odiaba sus rodillas. Además, eran visibles cualquier día en que se le ocurriera ponerse una falda. ¿Por qué no le había hecho él un cumplido a sus muslos? No había nada de malo en ellos. Ni en su trasero que, como los muslos, se habían formado con los años de subir y bajar corriendo las escaleras de su casa. Su trasero se merecía una mención. ¡No! Lo tenía escondido tras esas malditas bragas. Tenía que ver cómo podía llegar hasta su bolsa y se ponía los vaqueros sin darse la vuelta.

– ¿Las rodillas? -dijo riéndose-. Ah, mis rodillas…

Aquello no funcionaba, así que dijo tranquilamente mientras retrocedía dentro del lavadero:

– Por favor, ¿podrías pasarme mi bolsa?

Él la siguió, puso la bolsa sobre la tabla de planchar y siguió acercándose.

– ¿No tenías algo importante que hacer?

– Sí. Muy importante -dijo Fitz sin dejar de acercarse.

El lavadero era pequeño y él le bloqueó la luz que entraba por la pequeña ventana, haciendo que su rostro quedara en la sombra y su expresión fuera ilegible.

Estaba lo suficientemente cerca como para que le pusiera una mano en la nuca a ella.

Bron cerró los ojos y no se movió. Debería protestar, debería preguntarle qué estaba haciendo, pero sólo respirar ya le estaba costando mucho. Puede que a ella nunca la hubieran tocado antes con semejante sensibilidad, pero sabía perfectamente lo que Fitz estaba haciendo.

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