Liz Fielding
El Amor Secreto
El Amor Secreto
Título Original: The Best Man and the Bridesmaid (2000)
VIERNES, 22 de marzo. Cita con la modista. Yo, llena de encajes, como dama de honor en la boda de Ginny. Es mi peor pesadilla hecha realidad. Ha sido completamente imposible decirle que no a mi futura cuñada. Antes de la modista, comida con Robert. La guapísima, y muy inteligente, Janine lo ha dejado y yo soy, como siempre, el hombro sobre el que llorar. Lágrimas de cocodrilo, por supuesto… pero será muy interesante comprobar cómo se siente Robert al ser plantado por primera vez.
– ¿Terciopelo amarillo? ¿Qué le pasa al terciopelo amarillo?
– Nada, supongo -contestó Daisy-. Si yo quisiera ser dama de honor. Nada si me entusiasmara la idea de ponerme un vestido que, probablemente, me quedará fatal -añadió, mirando su busto que, sospechaba, era varias tallas más pequeño de lo ideal. La mirada de Robert había seguido la suya y observaba su falta de curvas con expresión pensativa-. Nada si me apeteciera ir detrás de la novia más guapa del siglo y al lado de un grupo de primas, todas guapísimas de amarillo.
– Te quedará bien el amarillo -dijo Robert. Pero no parecía muy convencido. Aunque daba igual, mientras dejase de hablar de Janine durante un rato. Daisy había oído suficientes veces lo maravillosa que era. Si tan maravillosa era, lo que tenía que haber hecho era casarse con ella, pensaba. Aunque la idea hacía que se le encogiera el corazón.
– Pareceré un pollo.
– Probablemente -sonrió Robert.
El padrino lo tenía fácil, pensaba ella, irritada. La única preocupación de Robert sería elegir el color de la chaqueta: gris o negra. O ni siquiera eso porque la madre de Ginny estaba organizando cada detalle de la boda como si fuera una película de Hollywood.
No. Lo único que Robert tendría que hacer sería asegurarse de que su hermano llegaba a tiempo a la boda, sacar los anillos en el momento adecuado y dar un corto pero divertido discurso durante el banquete. Y a Robert se le daban muy bien las bodas… particularmente asegurarse de que no fuera la suya.
Organizaría una estupenda despedida de soltero para Michael y conseguiría que su hermano apareciera en la iglesia a tiempo y sobrio como un juez. Sacaría los anillos en el momento oportuno, daría un discurso que haría reír a todos los invitados y probablemente se merendaría a alguna de las damas de honor.
Cuando salieran de la iglesia, todos los corazones femeninos latirían por él. Con la excepción del de la novia, quizá. Pero las hermanas de la novia, las primas de la novia, las tías de la novia… incluso la abuela de la novia…
Y Robert ni siquiera necesitaba un elegante traje para eso. Las mujeres se volvían locas por él y lo único que tenía que hacer era sonreír.
Las damas de honor, sin embargo, tenían que acatar los caprichos de la madre de la novia. Daisy suspiró. Encajes, tul. Terciopelo. Eso ya era suficientemente horrible, pero ¿por qué tenía que haber elegido terciopelo amarillo precisamente?
– No tienes que darme la razón en todo -lo regañó ella-. He hecho todo lo posible para no ser dama de honor.
– Ya sabes que habían respetado tu decisión y la cuarta dama de honor iba a ser…
– La cuarta dama de honor es una irresponsable por romperse una pierna -lo interrumpió ella-. No puedo creer que la madre de Ginny haya permitido que un miembro tan vital del reparto se fuera a esquiar unos días antes de la boda.
– Supongo que nadie la había informado de ello -sonrió Robert. Daisy habría hecho cualquier cosa por aquella sonrisa. Incluso sufrir la indignidad de ponerse un traje de terciopelo amarillo. Robert se inclinó hacia ella y acarició los rizos que amenazaban con escapar de su diadema-. Y no creo que vayas a parecer un pollo -intentó consolarla.
– ¿De verdad?
– Un pollo, no. Más bien un pato.
– Exacto. Amarillo y esponjoso -murmuró ella, disimulando su irritación.
– Esponjoso, amarillo y muy…
– No digas la palabra «mona», Robert.
– Ni soñando -dijo él, pero sus ojos lo traicionaban. Ojos cálidos, castaños que, definitivamente, se estaban riendo de ella-. Tienes la nariz demasiado grande para ser mona.
– Gracias.
– Y la boca.
– Vale. Ya sé que rompo los espejos.
– Venga, no seas tonta -rio él-. Estarás muy bien.
– No estoy hecha para el terciopelo y el tul -se quejó ella. Trajes de chaqueta, vestidos de estilo austero y faldas hasta la rodilla eran más su estilo; le quedaban bien a sus anchos hombros y disimulaban su falta de curvas-. Y no me apetece nada meter los pies en un par de merceditas ni ponerme flores en el pelo. Pareceré una cría.
– ¿Qué son merceditas?
– Esos zapatos de niña que llevan una tira en el empeine. No entiendo por qué se han puesto de moda.
– Te entiendo. Eres demasiado mayor…
– Robert, no te pases.
Él tomó su mano y Daisy decidió que podía seguir insultándola durante todo el día.
– Nunca te he visto así de preocupada por una tontería -dijo él-. Dile a Ginny que no puedes hacerlo. Puede tener solo tres damas de honor, ¿no?
Claro que podía. Pero no quería. Ginny quería tener una boda perfecta y Daisy no quería, ni podía desilusionar a su futura cuñada.
Pero Robert no podía entenderlo, por supuesto. Durante toda su vida, la gente había hecho lo imposible para darle lo que quería. La mayoría de los hombres con sus ventajas se habrían convertido en auténticos monstruos pero, además de ser el hombre más deseable del mundo, Robert Furneval era un hombre amable y generoso y legiones de sus abandonadas novias declararían en su lecho de muerte que era el hombre más bueno del mundo.
– Por supuesto, mi madre está encantada.
– Si tanta ilusión le hace a tu madre, cariño, lo mejor es que te rindas graciosamente.
Con una hija casada y un hijo a punto de seguir sus pasos, Margaret Galbraith estaba obsesionada con el miembro de la familia más recalcitrante. Daisy. Veinticuatro años y ni un pretendiente a la vista.
La primera fase del plan de su madre incluía cambiar su imagen. Quería hacerla más femenina, más guapa. Llevaba semanas intentando convencerla de que fuera con ella de compras para aprovechar una boda en la que, sin duda, habría docenas de hombres solteros y, con una de las damas de honor con una pierna rota, no había ninguna posibilidad de escape.
Las fases dos y tres indudablemente incluían un maquillador y un peluquero para poner sus rubios rizos en orden. Tarea, por otra parte, imposible.
Daisy miró la mano de Robert. Tenía unas manos preciosas, con dedos largos y delgados. Una diminuta cicatriz en los nudillos les añadía atractivo; se la había hecho un perro cuando tenía doce años. Ella ya lo amaba entonces.
Por un momento, se permitió a sí misma disfrutar del roce de su mano. Solo por un momento. Después, la apartó y tomó su copa de vino.
– Mi madre cree que soy demasiado tímida y que ser el centro de atención me vendrá bien.
Él seguía sonriendo, pero con suficiente simpatía como para que Daisy no se lo tomara en cuenta.
– Lo siento mucho por ti, pero me temo que vas a tener que soportarlo con una sonrisa.
– ¿Lo harías tú?
– Cualquier cosa para que me dejaran tranquilo -dijo él-. Y me pondré un chaleco amarillo para demostrarte mi solidaridad.
– ¿Un chaleco amarillo? -repitió ella, divertida.
– Si eso es lo que tengo que hacer para que te sientas mejor, lo haré -afirmó él-. O tú podrías teñirte el pelo de negro para parecerte a las otras damas de honor, aunque no sé si un patito negro sería igual de atractivo…
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