Liz Fielding - El Amor Secreto

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Daisy y Robert eran amigos desde la infancia, aunque en realidad ella siempre había estado enamorada de él. A Daisy no le preocupaba demasiado su aspecto personal y Robert era un conquistador nato que sólo veía en ella a una chica poco agraciada. Hasta que, con ocasión de una boda en la que era dama de honor, se vio obligada a maquillarse y ponerse un vestido precioso.
Robert descubrió que su amiga era una mujer atractiva que, además de esconder su belleza, tenía un amor secreto. Y él tenía que averiguar quién era ese hombre.

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– La verdad es que me estoy reservando para las damas de honor. Tú misma has dicho que son guapas, ¿no?

– Guapísimas. Te las describiré más tarde, si no te has perdido con alguna.

– Eres mala -murmuró él cuando el taxi paraba frente a la casa de Monty.

Una vez en la fiesta, fueron cada uno por su lado saludando a todo el mundo, como solían hacer. Pero aquella noche Robert no podía dejar de buscarla con la mirada. Media hora después, la vio charlando con un hombre alto y rubio al que no conocía. Un hombre que la miraba con ojos de lobo.

El tipo era australiano, musculoso y bronceado y Daisy reía de algo que él había dicho. En realidad, parecía estar pasándolo bien. Y eso lo irritaba.

– ¿Quieres una copa, cariño? -preguntó, acercándose a ellos.

– No, gracias. Ya tengo una -contestó ella, sorprendida. Una sorpresa justificada porque Robert nunca se ocupaba de ella en las fiestas-. Nick, te presento a Robert Furneval. Robert, Nick Gregson.

Los dos hombres se miraron sin disimular su antipatía y, como Daisy no lo invitaba a quedarse, el australiano se alejó, vencido.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella-. ¿No hay ninguna rubia dispuesta a tragarse el rollo de siempre?

– ¿Qué rollo de siempre?

– No tengo ni idea. El rollo que les cuentas a todas.

– Estás muy graciosa esta noche, cielo. ¿Es una venganza por estar de acuerdo en que parecerás un pato el día de la boda?

En ese momento alguien había subido el volumen de la música y Daisy no pudo escuchar la ironía.

– ¿Qué?

– ¡Que parecerás un pato el día de la boda! -repitió él en voz alta. Desafortunadamente, habían vuelto a bajar el volumen y todo el mundo se volvió hacia ellos.

– Muchas gracias, Robert. Muchísimas gracias -dijo Daisy, apartándose.

Estaba furiosa. Nunca antes se había enfadado con Robert y era una sensación extraña. Una especie de encogimiento del corazón.

Quizá por eso, cuando volvió a encontrarse con el bronceado australiano, puso más interés en la conversación del que sentía en realidad. Especialmente porque, por el rabillo del ojo, veía a Robert observándola en lugar de concentrarse en la morena que intentaba seducirlo moviendo exageradamente las pestañas y que, obviamente, no había aprendido nada de sus predecesoras. Pero quizá la morena solo quería pasar un buen rato y Robert, al fin y al cabo, era guapísimo.

Nick miró a Robert en ese momento.

– ¿Él y tú…?

– ¿Robert y yo? -rio ella-. No, por favor, solo somos amigos. Nos conocemos desde que éramos pequeños. Es como un hermano.

– ¿Ah, sí? -sonrió él. Tenía unos dientes excepcionalmente blancos en contraste con lo bronceado de su piel, tenía que reconocer Daisy-. Será preocupación fraternal, pero me mira como si quisiera clavarme un cuchillo en la espalda. ¿Por qué no vamos a otro sitio?

¿Por qué no?, se decía Daisy. Cinco minutos más y Robert se habría olvidado por completo de ella. Se olvidaría hasta que necesitara poner un gusano en un anzuelo o una acompañante para alguna cena.

Y, además, era agradable que un hombre tan guapo como Nick mostrase interés por ella.

En ese momento se le ocurrió que el australiano dejaría impresionada a su madre el día de la boda.

– ¿Tienes algún plan para el sábado, dentro de dos semanas? -preguntó.

Nick la miró, sorprendido.

– No que yo sepa -sonrió, usando aquellos dientes como la morena usaba sus pestañas-. ¿Por qué?

– Me gustaría saber si querrías venir a la boda de mi hermano.

– Me encantan las bodas, pero vuelvo a Perth dentro de unos días.

– ¿A Australia?

Él estaba sonriendo de nuevo y Daisy, un poco aburrida, empezó a preguntarse si sería modelo de pasta de dientes.

– Sí. No vayas a la boda de tu hermano y ven conmigo a Perth. Podríamos tener una boda propia -dijo el hombre. Por otro lado, pensaba Daisy, no había nada aburrido en un hombre que hacía esa clase de invitación. Un poco excéntrico, quizá. Demasiado imaginativo, posiblemente. Borracho, incluso. Aunque no lo parecía.

– No puedo. Soy una de las damas de honor -dijo ella. Aunque la idea de ahorrarse el terciopelo amarillo empezaba a parecerle una buena razón para decirle que sí.

Por supuesto, si se escapaba a Perth para casarse, su madre la perdonaría y ella dejaría de pensar en Robert de una vez por todas. Pero tenía que recordar que el paquete incluía los dientes del australiano.

– No echarán de menos a una dama de honor, ¿verdad?

– Me temo que sí. Quedaría muy mal en las fotos. Además, una de mis reglas es no aceptar proposiciones de matrimonio de un hombre al que acabo de conocer.

Pero el australiano era inasequible al desaliento.

– Tenemos tres días antes de que me marche. Tiempo suficiente para conocernos. ¿Por qué no empezamos por bailar?

– ¿Durante tres días? -bromeó ella, mientras él le quitaba la copa de la mano y la tomaba por la cintura. Era más musculoso que Robert. Sin duda, la consecuencia de pasar horas y horas, sobre una tabla de surf en las playas de Australia-. No pierdes el tiempo, ¿verdad?

– La vida es para vivirla.

– Estás loco -sonrió Daisy.

– ¿Por qué? ¿Porque quiero conocerte? Supón que estamos hechos el uno para el otro y, por culpa de esa boda, yo vuelvo a Australia y nunca más volvemos a vernos.

– Ese es un riesgo que tendremos que aceptar -dijo ella, aunque el riesgo no le parecía tan grande. Tenía la sospecha de que eso de conocerse se refería más al aspecto físico que al intelectual. De hecho, sospechaba que su actitud despreocupada era más una interpretación que otra cosa. Estaba buscando una chica para pasar los tres días que le quedaban en Londres y no tenía tiempo para ser demasiado selectivo.

A Daisy no le importaba ser el paño de lágrimas de Robert porque lo amaba. Bueno, quizá no en aquel momento. En aquel momento le apetecía decirle que era un idiota y que, si no tenía cuidado, acabaría solo. Pero estaría perdiendo el tiempo. ¿Y con qué derecho podía decirle que terminaría solo cuando era ella quien parecía tener más posibilidades de acabar siendo la tía de todo el mundo y la abuela de nadie?

Cincuenta años más tarde, Robert seguiría intentando ligarse a las enfermeras de la residencia de ancianos y, probablemente, ella sería la idiota que empujaría su mecedora.

– ¿No te gustaría saberlo? -preguntó Nick entonces.

– ¿Saber qué? -murmuró Daisy, perdida en sus pensamientos.

– Esto -contestó él, inclinándose para besarla.

Fue un beso agradable. Nada serio. Solo un beso fugaz en los labios y Daisy se apartó antes de que pudiera llegar a más, mirando al musculoso australiano con cierta pena. A su madre le habría encantado.

– Lo siento. Será mejor que lo dejemos aquí -dijo. No tenía que saber nada porque siempre lo había sabido. Desde que era una niña sabía que solo había un hombre en el mundo para ella.

Por un momento, Nick pareció sorprendido. Y después, lanzó una carcajada.

– Me gustas.

– ¿Me perdonas un momento? -sonrió ella, escapándose de sus brazos. Pero, al darse la vuelta, se encontró de frente con Robert.

– No has olvidado nuestro trato, ¿verdad? -preguntó él.

– Por favor, Robert, ve a ligar con alguien de tu edad -replicó Daisy, irritada.

– Más tarde. Ahora vamos a bailar -dijo Robert y, sin esperar respuesta, la tomó por la cintura. No como Nick. No había nada sutil en la forma de abrazar de Nick. La apretaba con fuerza, sin dejar duda sobre lo que quería-. Te preguntaría si lo estás pasando bien, pero sería una pregunta absurda.

– No lo estoy pasando mal -dijo ella, mientras se movían al ritmo de la música. Tenía la mejilla apoyada sobre su camisa y podía escuchar los latidos de su corazón. No solían bailar juntos y cada vez que lo hacían era un acontecimiento para Daisy. No tenía a menudo la oportunidad de tocarlo, de abrazarlo, de respirar su aroma masculino-. Ya me han hecho una proposición de matrimonio.

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