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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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Dora, todavía arrodillada en la alfombra frente al fuego, sintió más que escuchar su escalofrío. Todavía estaba intentando recuperar el sentido común y recobrarse de lo que había visto en sus ojos cuando la había asido por la muñeca, recuperarse de la desbordante necesidad de rodearle con sus brazos y atraerlo hacia sí. Lo que había visto en su cara necesitaba mucho más consuelo que eso. Sin embargo, no había hecho ninguna intención de liberarse y él no la había soltado.

– Estás mojado -comentó.

Gannon se dio la vuelta para mirarla. Tardó más de lo normal antes de deslizar la mirada hacia sus rodillas, que estaban empezando a humear por el calor. No se había duchado mientras había cruzado el país, pero el césped estaba empapado y aunque había dejado los zapatos en la cocina, los calcetines mojados habían dejado huellas oscuras en la moqueta.

– Ha estado lloviendo -dijo como si fuera explicación suficiente-. No te preocupes por ello. Los secaré frente al fuego.

– No estoy preocupada, pero tengo mejores cosas que hacer que cuidar a un hombre estúpido que se queda ahí con la ropa mojada para pillarse una neumonía.

A Gannon se le ocurrían cosas peores a que lo cuidara Dora Marriott, pero pensó que no sería prudente decirlo. Se estremeció de nuevo. ¿Por qué diablos no podía haber buscado Richard a una chica corriente para casarse? Y si tenía que casarse con alguien como Dora, ¿por qué no se quedaba en casa para cuidarla? Si hubiera sido su mujer, él no la habría dejado sola ni una semana. De ninguna manera. Cuando Dora se apartó del hogar levantándose con gracia, él la asió de la mano.

– ¿A dónde vas?

– A buscar algo de ropa para ti.

Estaba enfadada porque la hubiera tocado de nuevo y enfadada consigo misma por desearlo. Tiró de la muñeca, pero él la apretó más.

– Iré contigo -dijo manteniéndola a su lado mientras apilaba los leños con cuidado-. Así podrás enseñarme la casa.

– ¿Me queda otra elección?

– Me gustaría ver lo que han hecho con la casa desde la última vez que estuve aquí.

Había evitado una respuesta directa, lo que era lo mismo que decir que no. Y Dora no creía que estuviera tan interesado en el talento de su hermana como decoradora de interiores. Lo que realmente quería era echar un vistazo para elaborar su mentira. Debía haber sido bastante sorpresa haber esperado sólo un débil cerrojo y haberse encontrado con que todo había cambiado.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace demasiado tiempo. Richard me invitó a pasar unos días pescando antes de…

Se encogió de hombros sin deseos de entrar en explicaciones.

Dora no presionó. No le interesaba. O no demasiado.

– Bueno, como refugio de pescadores estoy segura de que era perfectamente apropiado, pero como hogar para una familia tenía muchas carencias.

– ¿Familia? Es un poco pronto para eso, ¿no?

Dora volvió a sonrojarse.

– La falta de baño era la primera -dijo ignorando la forma en que se había fijado al instante en su cintura.

– ¿O sea que no tendré que bañarme en el río?

– No a menos que quieras.

Con la mano atrapada, a Dora le estaba costando respirar y no era sólo por la imagen de él bañándose desnudo bajo la luz de la luna. Estaba enfadada porque, a pesar del hecho de que hubiera asaltado la casa, había algo innegablemente atractivo en él, sobre todo cuando alzaba la comisura de los labios como estaba haciendo en ese momento.

– ¿Qué es tan divertido?

– Tú. Podría leer tus pensamientos como si los tuvieras escritos en la frente con letras gigantes.

– Lo dudo mucho.

– Pruébalo -le dio un golpe en la frente con la punta del dedo-. Estabas pensando lo que disfrutarías ayudándome a bañarme en ese agua fría.

– ¡De ninguna manera! -entonces se encogió levemente de hombros-. Bueno, quizá -concedió prefiriendo que creyera eso en vez de lo que de verdad le había pasado por la cabeza.

Se había quitado la cazadora después de dejar a Sophie en la cama y cuando ella bajó la mirada lentamente, se encontró con el jersey decididamente tejido a mano. Se preguntó qué mujer dedicaría tanto tiempo a mantener a John Gannon caliente. ¿La madre de Sophie?

– Te buscaré algo de ropa y después podrás decidir si prefieres una ducha caliente o un baño helado – dijo irritada por sus propios pensamientos-. La decisión es enteramente tuya.

Se zafó de su mano con tanta facilidad que por un momento pensó si se habría imaginado que la había asido.

«Idiota», pensó mientras se dirigía las escaleras. «No te estaba sujetando la mano como un chico enamorado. Para todos los propósitos, eres su prisionera, Dora Kavanagh. Y no te olvides de ello».

Como Gannon comprendió al instante, la granja había sido ampliada ocupando parte del granero y la habitación principal, era un nuevo añadido con su propio cuarto de baño y vestidor para Poppy. Dora le guió abriendo la puerta para mostrar una gran habitación con muebles de pino antiguo para mantener el ambiente de la granja. La moqueta era suave, de un verde musgo y cortinas de terciopelo a juego recogidas a ambos lados de las ventanas.

– ¡Espera! -la detuvo Gannon cuando estaba a punto de encender la luz-. Cierra antes las cortinas.

Dora se encogió de hombros e hizo lo que le había ordenado sin decir una sola palabra antes de acercarse al armario de Richard.

Encendió la luz interna y empezó a revolver con rapidez las estanterías para sacar unos pantalones de chándal y una camiseta.

– ¿Te servirá esto? -preguntó.

– Estupendo.

Gannon estaba apoyado contra el marco de la puerta mirándola desde el pasillo. Había algo en la forma en que la estaba mirando que le produjo escalofríos y Dora pensó que no había sido sensato que la acompañara al dormitorio. Aunque tampoco habría servido de nada que se lo hubiera negado. Pero él se quedó donde estaba.

– Ahora tienes mucho espacio -comentó él.

No había nada en aquel comentario que debiera preocuparla y sin embargo le preocupada que pudiera haber visto algo que la desenmascarara. Una fotografía de boda de Richard y Poppy, quizá. Pero no había nada.

– Me alegro de que te vaya bien -se acercó hasta él, le puso la ropa en las manos y apagó la luz. No había pensado en lo que él podría hacer si descubría que le había mentido. Pero para su paz mental, sería mejor dejar las cosas como estaban-. El cuarto de baño está ahí. Estoy segura de que querrás ducharte.

La voz le salió temblorosa. Bueno, tenía derecho a estar nerviosa.

– Desde luego, pero entenderás que te pida que te quedes conmigo.

– ¿Qué?

Gannon había descubierto que hacer que Dora se sonrojara le daba una deliciosa sensación de poder. Pero estaba tan adorable, tan vulnerable…

– ¿Quieres que te lo repita?

– ¡No! -las mejillas se le pusieron aún más rosadas-. No puedes hablar en serio.

– Me temo que sí. De verdad que no puedo arriesgarme a que llames a la policía. Si me encierran, ¿qué pasará con Sophie?

– ¿Y por qué iban a encerrarte?

– Por entrar aquí, ¿te parece poco?

– No, si yo no presento cargos.

– Ah, pero está el «si». No tienes que compartir la ducha conmigo, Dora. Simplemente quiero que te quedes cerca para charlar. Así sabré que estás ahí. Eso es todo.

– ¿Todo? -estaba a punto de explotar de rabia. Por Dios bendito, podría ser la mujer de Richard-. ¿Y no te preocupa la reacción de Richard?

– Él haría lo mismo en mi situación. Lo entenderá.

La amenaza con su cuñado no parecía haber servido de nada.

– ¿De verdad? ¿Serías tú tan comprensivo?

– ¿Si tú fueras mi mujer? -estiró la mano y le rozó la mejilla. En la quietud de la noche, Dora no supo si había caído otro rayo o era la electricidad que le producían sus dedos por el cuerpo. Contuvo el aliento, pero el trueno no llegó. Quería apartarse, pero estaba transfigurada por el fuego de sus ojos-. Si tú fueras mi mujer, Dora, le daría una pajiza de muerte. Después intentaría entender.

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