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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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Lo que la mayoría de la gente recordaba de la leyenda de Pandora era que su curiosidad había desatado todos los problemas del mundo. Pero él recordaba que también le había dado al mundo esperanza. ¿Cómo podría defraudarlo?

Dora lanzó un suave gemido casi incapaz de creer la facilidad con que había sucumbido a un par de ojos cálidos acompañados de una sonrisa que rompería el corazón de cualquier chica sin siquiera intentarlo.

– Lo pregunta como si no tuviera alguna elección -replicó enfadada por su debilidad.

Ella ya había despedido a la policía. Sin quererlo, se había convertido en su cómplice. Entonces deslizó la mirada por la figura desarreglada de su huésped forzoso y por las mejillas hundidas de su cara agotada y algo dentro de ella se suavizó. No le creía del todo en cuanto a las razones de tener a la niña con él, pero debía querer a su hija y echarla de menos con desesperación para haber llegado a aquellas alturas.

– Me da la impresión de que también le vendría bien beber algo. Algo más fuerte que la leche.

Gannon se pasó la mano por la cara con un gesto inconsciente de debilidad.

– Tiene razón. Ha sido un día infernal. Gracias.

– Todavía no se ha acabado.

Y ella no quería su agradecimiento. Sólo quería que él hiciera lo que fuera correcto. Se acercó a la puerta, pero John Gannon siguió donde estaba mientras levantaba el embozo a la niña hasta la nariz. Era una escena extrañamente conmovedora y Dora no dudó que amara a su hija. Pero estaba cada vez más segura de que no le estaba diciendo toda la verdad.

– ¿Bajamos para no molestar a Sophie? Entonces podrá decirme exactamente qué es lo que está pasando.

John Gannon contempló la alta figura de pelo fino que le estaba sirviendo una copa de brandy. Era adorable hasta quitar el aliento. Cuando había entrado en la cocina con Sophie en sus brazos, se le había parado el corazón. Y no había sido sólo porque le hubiera sobresaltado. Habría sentido la misma oleada de excitación que si la hubiera visto aparecer en un extremo de una habitación atestada y hubiera sentido el mismo ardor en la sangre. Y eso le ponía furioso. Estaba demasiado acorralado como para que le distrajera una mujer, por muy adorable que fuera, cuando necesitaba toda la concentración del mundo.

Pero Gannon estaba enfadado con Richard también. Dios, ¿cómo podía estarlo? Le caía bien aquel hombre y lo admiraba, pero con sólo ver a Dora se podía calcular que estaba en la veintena, un cordero recién nacido para el lobo de Richard. El hombre que había sido en otro tiempo su héroe, se había convertido en un misógino amargado y cínico con un matrimonio roto a sus espaldas y no tenía derecho… no tenía derecho…

Casi se rió en voz alta ante su propia indignación. No estaba enfadado con Richard. Estaba simplemente celoso. El cuerpo le pedía que tomara a aquella chica y estaban en el emplazamiento clásico para la seducción, solos en una granja en medio del campo. Y el honor le ordenaba que no hiciera ningún avance con ella.

Que era lo mejor dadas las circunstancias. No tenía tiempo para ligar o fuerzas para perderlas. Pero era una lástima. Aquella chica tenía algo más que belleza en su favor; también tenía valor.

Enfrentada a un intruso, cualquier mujer se hubiera vuelto histérica, pero ella sólo se había enfadado. Y no por asaltar la casa, sino por arrastrar a Sophie enferma con él en una noche tan infernal. Como si hubiera tenido otra elección.

Y en ese momento, le venía bien aquel valor. Pero hasta el momento no había logrado convencerla de que era el tipo de hombre al que debería ayudar. Y Richard nunca le perdonaría que metiera en problemas a su preciosa mujer. Y no es que él fuera a subestimarla.

– ¿Qué hay del destornillador? -preguntó dándose la vuelta hacia ella.

Dora lo estaba mirando con ojos solemnes. Entonces, sin decir una sola palabra, cruzó la moqueta con los pies descalzos y la bata atada ya contra su preciosa figura.

– Es brandy -dijo al pasarle la copa.

Gannon la alzó y enarcó las cejas al ver la cantidad de licor.

– Suficiente para dejarme por los suelos toda una semana.

– Entonces no la beba. Le puedo asegurar que lo último que deseo es que se quede aquí una semana entera -miró al teléfono-. ¿Tiene que hacer eso? Después de todo ya he despedido a la policía.

– A la policía sí. Pero estoy seguro de que habrá alguien a quien quiera llamar. Se lo volveré a conectar antes de irme, lo prometo. Será más fácil que arrancarlo de la pared, Dora. Usted decide.

Ella capituló.

– Hay un destornillador en la cocina.

– Entonces le sugiero que vaya a buscarlo.

Aprisa, antes de que sus costillas tomaran la decisión por ellos.

Dora se dio la vuelta de forma tan brusca que la bata agitó el aire contra sus mejillas al girarse, para aparecer enseguida con un pequeño destornillador. Entonces volvió al lado de la chimenea para arrodillarse. El pelo sedoso le cayó por el hombro y destelleó bajo la luz de la lámpara.

Maldición. Ella era una complicación con la que no había contado. Su vida ya estaba cargada de complicaciones y la granja vacía de Richard le había parecido el refugio perfecto mientras los solucionaba.

Mientras la contemplaba, ella se estiró hacia el atizador. Estaba a punto de agarrarlo cuando una mano se cerró alrededor de su muñeca. Asombrada se volvió para mirarlo.

– Sólo iba a encender el fuego.

– ¿Seguro?

Por un momento, sus ojos quedaron clavados en él, tan tormentosos como el cielo cargado de nubes que habían ocultado la luna cuando había cruzado los campos con Sophie en brazos.

– ¿Y qué iba a hacer si no? Atacarle con un atizador no mejoraría las cosas, ¿no cree?

– Le daría tiempo para conseguir ayuda.

– ¡Oh, sí! -dijo ella mirando con intención al teléfono-. ¿Y cómo iba a hacerlo? ¿Por telepatía?

– No. Tomaría el coche y se iría. Dijo que tenía un coche, ¿verdad?

Su muñeca era fina, exageradamente fina y sus huesos delicados y frágiles despertaron un anhelo que era una locura siquiera contemplar. Había pasado mucho tiempo desde que había estado tan cerca de una mujer con un aroma tan dulce.

Deseaba bajar los labios hacia el lugar donde el pulso palpitaba bajo su piel cremosa y atraerla contra sí para aliviar el repentino e inesperado deseo.

¡Aquello era una auténtica locura!

Capítulo 3

Una locura. Incluso aunque no estuviera casada con Richard. Tanta locura como creer que podría agitar aquel largo atizador para golpearlo con él. Pero por muy delicada que fuera, él no podía correr riesgos. Así era como había sobrevivido tanto tiempo en un mundo peligroso.

– ¿Y bien? -preguntó él.

Dora no se molestó en contestarle. Sólo se frotó la muñeca y disgustado consigo mismo y sus pensamientos, Gannon se dio la vuelta para no ver aquellos oscuros ojos acusadores.

– Yo me encargaré del fuego -dijo revolviendo las brasas hasta que se pusieron rojas.

– Un trabajo de hombres, ¿verdad? -comentó con desdén-. ¿Y qué se supone que puedo hacer yo? ¿Salir corriendo a la cocina a prepararle algo de cena?

– Gracias por la oferta, pero no, gracias.

No podía recordar la última vez que había comido y el vientre se le estaba ya pegando a los huesos, pero tenía su orgullo. Pero su estómago protestó al escuchar la palabra comida. Miró a la chica que tenía delante y esbozó una sonrisa.

– No estoy a dieta.

Ella no contestó a su broma y francamente, no la culpaba.

Arrojó unas astillas que encontró en la cesta a las brasas de color ámbar y por un momento, lo dos observaron en silencio cómo humeaba la madera antes de crepitar en llamas. Ante la repentina aparición del calor, Gannon recordó el frío que tenía y metió más leña. Agosto en Inglaterra. Chimeneas y tormentas. Debería haberlo recordado.

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