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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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– Bien -la voz le salió un poco quebrada-. Bien -repitió con más seguridad-. ¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?

– Probablemente nada, pero la empresa de seguridad nos avisó de que su alarma se había disparado. Siento haber tardado tanto en llegar, pero estamos muy ocupados esta noche con la tormenta.

Dora procuró mantener la sonrisa.

– He mirado, pero todo parece seguro.

El oficial alzó la vista.

– Parece que no funcionan sus luces de seguridad.

– No, las he apagado yo.

Se maldijo a sí misma por haber sido tan tonta. Si las hubiera dejado encendidas, el intruso no habría aparecido. Pero, ¿dónde estaría la pequeña Sophie ahora? Empapada hasta los huesos y candidato a una neumonía.

Buscó el interruptor y todo el perímetro de la casa quedó iluminado mostrando un coche de policía a pocos metros.

– Parecen encenderse cada vez que algo más grande que un ratón entra en su campo de acción. Me pone muy nerviosa.

Tuvo cuidado de no mostrar ningún énfasis especial en su tono de voz y de no decir nada que pudiera hacer que el hombre que estaba a sus espaldas se sobresaltara y huyera con Sophie en mitad de aquella tormenta. Y no es que pareciera tener los nervios débiles. Pero por si acaso, no pensaba arriesgarse.

– ¿Quiere que le inspeccione la casa por si acaso?

El joven dio un paso adelante, pero ella no soltó la cadena.

– No hace falta, de verdad.

– No sería ninguna molestia.

– ¿Pete? -lo llamó su compañero desde el coche patrulla-. Si has terminado, tenemos otro aviso.

– Ahora mismo voy -Pete se dio la vuelta hacia ella-. Probablemente las luces hayan disparado la alarma, señora Marriott -hizo un gesto hacia el coche-. Esa debe ser otra.

– ¡Qué agotador para ustedes! Siento mucho que hayan hecho el viaje en vano.

– No se preocupe. Sólo revise la alarma por la mañana. Y mantenga las luces encendidas. Los ladrones se lo piensan dos veces.

Era demasiado tarde para aquello.

– Lo haré. Y gracias por venir.

– Es para lo que estamos. Buenas noches, señora.

Dora no podía creer que lo estuviera dejando marchar. ¿En qué diablos estaría pensando? Debería volver a llamarlo…

– Cierre la puerta, señora Marriott. Ahora.

La voz de Gannon era apenas audible desde el otro lado de la puerta. Demasiado tarde. Cerró y se apoyó contra la puerta con las piernas un poco débiles ante su propia estupidez.

– No puedo creer haber hecho lo que acabo de hacer.

– No se preocupe. Ha hecho tan bien el papel de rubia boba que el pobre chico se romperá el cuello para volver en cuanto se lo permita esa alarma. Sólo tendré que confiar en que es usted una respetable señora casada que lo mandará meterse en sus asuntos con rapidez.

¿Casada? Por un momento Dora no supo de qué estaba hablando, hasta que comprendió que había escuchado cómo la llamaba el policía. Lo miró enfadada. Era lo que una respetable mujer casada hubiera hecho en las mismas circunstancias, ¿verdad?

¿A quién quería engañar? Cualquier respetable casada hubiera gritado hasta tirar la casa en vez de ofrecerle al ladrón el calor de su casa.

– Veremos. Si es usted tan buen amigo de Richard, no tengo nada que temer -señaló con intención a su mano, todavía metida en su bolsillo-. ¿Verdad?

– No, señora Marriott -dijo él sacándose la mano y la tela para enseñarle que estaba vacía-. Nada en absoluto.

La verdad era que Gannon, con un dolor mortal en las costillas y el hombro resentido del peso de Sophie, se sentía incapaz de alzar la mano a una mosca. Y no tenía deseos de asustarla; lo que quería de ella era su ayuda.

– Además, si le hago daño, probablemente Richard me perseguiría y me mataría con sus propias manos.

Dora no presumía levantar tal tipo de pasión en Richard por sí misma, pero tenía una idea bastante acertada de lo que haría con cualquiera que considerara siquiera hacer daño a su hermana. Y como el intruso había asumido el mismo error que el policía, ahora creía que era la esposa de Richard. Bueno, si esa impresión iba a mantenerla a salvo, no pensaba decepcionarlo.

– ¿Sólo probablemente?

Él la miró a los ojos con un momentáneo brillo de desafío. Entonces, las líneas alrededor de sus ojos se contrajeron una milésima suavizando su cara con una seductora sonrisa que le hizo contener el aliento.

– No, no probablemente, señora Marriott. Seguro.

Y su voz, oscura como el terciopelo, no hizo nada por ayudar.

Dora tragó saliva.

– Me alegro de que lo comprenda -dijo con brusquedad-. Ahora, si va a quedarse, ¿no será mejor que le de a Sophie la leche? -miró a la niña, que se había quedado dormida contra el hombro de su padre-. ¡Pobrecita! Mire, ¿por qué no la sube y la acuesta en mi cama? Yo le llevaré la leche. Por si se despierta.

La sonrisa de él se acentuó.

– Aunque admire su iniciativa y aprecie su amabilidad, creo que será mejor que las órdenes las dé yo y usted las obedezca. Me sentiré más seguro así -apartó a Sophie suavemente de su hombro y la puso en los brazos de Dora antes de quitarle un mechón de la cara con ternura-. Aunque haya echado a la policía estoy seguro de que piensa llamar para pedir refuerzos de algún tipo. Planes que conllevan usar un teléfono.

Dora no había pensado en el teléfono en absoluto, aunque tampoco hubiera tenido la oportunidad de usarlo si lo habría pensado. Bueno, él debía haber sobrevalorado su capacidad de pensar por sí misma, pero no era demasiado tarde para empezar a hacerlo. La hermana de Richard vivía a unos tres kilómetros con su marido. Ellos sabrían qué hacer en una situación como aquélla.

– Quizá lo haya hecho -dijo con una sonrisa-. Supongo que querrá que lo desconecte, ¿verdad?

Gannon pensó que iba a necesitar un teléfono si tenía que arreglar los papeles de Sophie y solucionar las cosas con las autoridades, pero no podía hacerlo esa noche y aquella mujer era una desconocida como para arriesgarse.

– Supongo que sí.

– Está en el salón -le informó ella mientras llenaba la taza de leche-. Por favor, intente no destrozar la pared cuando lo arranque. La acaban de pintar.

Lo último que quería él era destrozar la pared.

– Búsqueme un destornillador y lo volveré a conectar, cuando me vaya. ¿Hay algún supletorio arriba?

– No, aunque estoy segura de que querrá comprobarlo usted mismo.

– ¡Oh, sí! Lo comprobaré -la sonrisa de Gannon fue inesperada y acentuó las líneas de sus mejillas produciendo destellos dorados en sus ojos de color chocolate-. Aunque puedo entender que Richard no quisiera instalar uno en el dormitorio. Si usted fuera mi mujer, no tendría un teléfono en veinte millas a la redonda.

Dora, capaz normalmente de detener los coqueteos de cualquier hombre con las manos atadas a la espalda, se balanceó por un momento con indecisión antes de encontrar la respuesta apropiada. Pero nada le había preparado para un encuentro como aquél con Gannon. Había cierto carácter depredador en él que le erizaba el vello de la nuca advirtiéndole de que haría lo que fuera para conseguir lo que deseaba. Y una parte de ella pensó que hasta podría gustarle.

– ¡Qué suerte que no lo sea! -replicó con la mayor frialdad posible aunque no le sonó muy convincente-. Sólo piense lo inconveniente que sería no tener teléfono.

– Cualquier inconveniencia merecería la pena si pudiera tenerla toda para mí mismo, señora Marriott. Sin ninguna interrupción.

Aquello sí era convincente. Aquel hombre podría dar lecciones en ese asunto. Había pasado mucho tiempo desde que nadie conseguía hacer sonrojarse a Dora, pero el ardor que sentía en las mejillas era inconfundible. John Gannon podría no haberse afeitado en dos días, pero cuando sonreía, era muy fácil olvidarlo.

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