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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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Y por encima de todo, estaba la desconcertante sensación de que la había visto antes en otra parte. Pero, ¿cómo diablos podría haber olvidado a una chica con unos ojos como diamantes negros y que le contraía el cuerpo como si no le cupiera la piel?

La idea de tener en sus brazos a una tierna mujer de dulce olor era casi irresistible y ella lo aceptaría, estaba seguro. Miró a la puerta del dormitorio. Sólo unos centímetros de madera se interponían entre ellos.

Entonces, furioso consigo mismo por lo que estaba pensando, se dio la vuelta y siguió hasta el descansillo. Si le quedaba un poco de sentido común debería irse. Pero el sentido no acudió en su rescate. Y tenía que pensar en Sophie.

Se hubiera dado la vuelta y se habría ido desde el momento en que había descubierto que la granja no estaba vacía. Pero no creía que Sophie pudiera aguantar más y él era todo lo que se interponía entre ella y los horrores de los que la había sacado. Estaría a salvo en la granja uno o dos días. Las autoridades no tardarían mucho más en seguir la pista al aeroplano que había tomado prestado y la torpeza con que había aterrizado era demasiado interesante para la prensa como para ignorarla. Sólo esperaba que le dieran tiempo suficiente.

Abrió la puerta del cuarto de baño y dejó las cosas de afeitar con el bolso de Dora en el lavabo. Entonces se agarró al borde al sentir una oleada de náusea. Estaba completamente exhausto. Y hambriento también pero el cansancio era peor. Por eso había hecho un aterrizaje tan torpe.

Cuando se miró al espejo, apenas se reconoció. El necesitaba tanto como Sophie tiempo para recuperar se. Si pudiera dormir unas cuantas horas, se le despejaría la mente y pensaría en algo.

Bajó la vista hacia el bolso de Dora. Era de tamaño grande, del tipo de los que las mujeres meten todas sus pertenencias íntimas en ellos. Vació el contenido en la mesa.

El alivio suyo casi lo desbordó. Cuando ella había dejado de entonar aquella horrible canción, había estado seguro de que podría tener un teléfono móvil escondido en alguna parte. Y aunque no había tendía tiempo de usarlo, él se estaba volviendo descuidado. Debería habérsele ocurrido esa posibilidad cuando ella había puesto tan pocos impedimentos para que desconectara el de abajo.

Contempló los contenidos con cierta curiosidad. Había una enorme colección de recibos, desde el de un rollo de cocina de un supermercado hasta uno a mano detallado de una casa de diseño de Londres. Enarcó las cejas al leer la cantidad. Parecía inconcebible que una mujer pudiera gastar tanto dinero en ropa,

Había un programa de la obra La decimosegunda Noche y una cartera con sesenta libras y algo de cambio, unas cuantas tarjetas de crédito y un carné de conducir a nombre de Dora Kavanagh. ¿No debería haber cambiado ya su apellido de soltera? ¿O sería de aquellas mujeres modernas que seguían conservando el suyo?

¿Kavanagh? El apellido le sonaba, pero no consiguió recordar. Sacudió la cabeza. Lo recordaría antes si no se esforzaba.

Agarró una pequeña agenda. Parecía una chica muy ocupada. Pasó unas cuantas páginas. La mayoría eran citas en algunos de los restaurantes más caros y algunas semanas enteras cruzadas con una raya como si no fuera a estar disponible. Lo dejó con las otras cosas disgustado consigo mismo por haberla abierto. Lo único que debía haberle interesado era la existencia de un teléfono.

Aparte, tenía el típico surtido de cosméticos, horquillas y las llaves de un coche. Se guardó las llaves y después de un momento de vacilación, el dinero también antes de devolver el contenido al bolso.

No había teléfono. Había tenido suerte, lo sabía, pero era un error que normalmente no hubiera cometido. Y si no se levantaba de esa silla ya, acabaría quedándose dormido allí mismo.

Se levantó y abrió el grifo del agua caliente obligándose a terminar el afeitado incluso aunque las manos le temblaban ya del cansancio. Podría tener que escapar corriendo y un hombre sucio llamaba la atención mucho más que uno limpio. Y antes de irse tomaría prestada algo de ropa limpia de Richard. No era probable que su mujer objetara nada y hasta tenía la sospecha de que Dora ni lo notaría.

Se secó la cara y contuvo el aliento en el doloroso proceso de ponerse la camiseta. Después se pasó los dedos por el pelo. Necesitaba con desesperación un buen corte, pero no podía hacer nada al respecto.

Había pensado echar un vistazo en la habitación al pasar para devolver el bolso. Pero al acercarse, la puerta estaba abierta de par en par y aunque Sophie seguía dormida, Dora había desaparecido.

Gannon bajó las escaleras de tres en tres esperando encontrarse abierta la puerta trasera, pero en el salón todo estaba en orden.

El fuego crepitaba e iluminaba un semicírculo con dos sillones frente a él. Dora estaba sentada en uno de ellos con la cabeza inclinada sobre un bloc de notas. Ni siquiera alzó la vista cuando él entró como una tromba.

– ¿Qué estás haciendo? Pensé que ibas a quedarte con Sophie -se dio cuenta de que se estaba poniendo en ridículo-. Vete a dormir.

Ella se movió ligeramente y mordió la punta del lápiz.

– No podía dormir. Son los truenos. Eso fue lo que me despertó en primer lugar.

– ¿Te dan miedo los truenos?

Le sorprendía. A pesar de su fragilidad externa, emanaba fuerza. No parecía el tipo de chica que se asustara con nada.

– No, no me asustan -por fin alzó la cabeza-. Sólo me traen malos recuerdos. Cosas en las que preferiría no pensar. Y si trabajo, me distraigo.

– Ya entiendo.

– No lo entiendes, pero no importa -lo miró fijamente antes de darse la vuelta y agarrar una taza -. Es cacao. Te hubiera preparado uno, pero en tu situación, creerías que te había metido pastillas para dormir o algo así.

– Tú no harías eso. Estás demasiado ansiosa por que me vaya.

– Cierto. Pero dado que no pareces muy dispuesto a irte, drogarte y conseguir que alguien te sacara es una buena alternativa. Y mucho más sensata que darte con un atizador. Pero como no te he puesto pastillas para dormir, estás a salvo. ¿Te apetece comer algo? Hay queso en el frigorífico o huevos. Y te has traído tu propia leche -posó la taza y volvió a agarrar el bloc-. ¿Dónde la has comprado a esta hora de la noche? El único sitio que conozco es la gasolinera que está abierta toda la noche en la carretera principal – dejó de escribir y lo miró con asombro-. ¿Has venido andando desde tan lejos? ¿Con Sophie?

– Es sólo un paseo.

Gannon miró el sillón frente al de ella y después de un momento de vacilación se sentó.

– ¿Qué estás haciendo?

– Escribiendo.

Eso ya lo podía ver.

– ¿Una carta, un poema o un mensaje de socorro para meterlo en una botella con la esperanza de que algún pescador la encuentre?

– No. Es un artículo para una revista de mujeres.

– ¡Oh! ¿Eres escritora? ¿Tienes éxito?

– ¿Estás preguntando si gano mucho dinero?

– ¿Lo ganas?

Dora podría haberle dicho que no lo hacía por dinero. Podría haberle contado que los periódicos y revistas la habían perseguido para que contara su historia y había decidido hacerlo para dar publicidad a su causa. Pero no quería que supiera tantas cosas.

– Todavía no.

Pudo notar por su expresión que pensaba que se estaba engañando a sí misma. Y se estaba deslizando en la silla al adormilarse con el calor.

Gannon se abrió los ojos alzándose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar haciendo un esfuerzo por no caer dormido. La comida lo ayudaría.

– Creo que aceptaré esa invitación y comeré algo.

– Sírvete tú mismo -anotó algo en la hoja como si no le interesara el que comiera o no-. Das la impresión de no haber hecho una comida decente en toda una semana.

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