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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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Ahora que no la tocaba, Dora consiguió por fin recuperar la voz.

– Ya entiendo -lanzó una carcajada temblorosa-. Es muy tranquilizador.

– ¿De verdad?

– ¡Oh, sí! -el pulso le estaba volviendo a la normalidad-. Voy a disfrutar pensando que en el futuro te van a hacer bastante daño.

Él esbozó aquella sonrisa inquietante.

– Cualquier cosa que te haga feliz. Ahora, ¿dónde está el baño?

Enmudecida, Dora no volvió a intentar hablar con él. Le acababa de demostrar su capacidad de ser despiadado. No dudaba ni por un momento que conociera a Richard, pero sólo tenía su palabra de que fueran amigos. Richard podría no compartir sus puntos de vista. Por eso había insistido en desconectar el teléfono.

Después de todo, si ella hubiera estado casada con Richard, lo primero que se le habría ocurrido habría sido llamarlo. Si fueran tan amigos, ¿no lo habría sugerido él mismo?

– Es por aquí -dijo encaminándose hacia el baño-. Espero que la decoración sea también de tu gusto, ya que pareces tan interesado.

Era un cuarto de baño precioso, grande y acogedor con las paredes de color fucsia intenso y los apliques de un blanco inmaculado. Había un sillón enorme, una mesa cargada de plantas exóticas y revistas y en las paredes, una serie de pinturas botánicas. Era un cuarto de baño que invitaba a relajarse. Gannon miró a su alrededor e hizo un gesto hacia el sillón.

– Por lo menos tienes un sitio cómodo para sentarte.

– Gracias -contestó ella con profundo sarcasmo negándose a turbarse. No había nada turbador en un hombre desnudo, por Dios bendito. Y ya que estaba haciendo el papel de Poppy, haría lo que hubiera hecho su sofisticada hermana en una situación tan imposible: sentarse y disfrutar de la exhibición.

Lo miró sin parpadear. Él no se movió.

– No te molestes por mí. Hay mucho agua caliente. Cada vez le estaba costando más mantener la actitud desenfadada. Hizo un gesto hacia las estanterías de cristal-. Ahí están las toallas -no apartó la vista-. Encontrarás el champú…

Se quedó muda cuando él se alzó el jersey junto con la camiseta y se los sacó por la cabeza con un rápido movimiento antes de tirarlos al suelo. Dora se quedó mirando con la boca abierta los oscuros moretones en sus costillas y hombro y la cicatriz que le recorría el brazo.

– ¿El champú?

– En la estantería de la ducha -terminó ella despacio.

La suciedad de la ropa no había ocultado su fuerza. Ahora que lo tenía desnudo de la cintura para arriba, la potencia de su fibroso torso cumplía todas sus expectativas.

No le sobraba ni un gramo de grasa. Sus fuertes hombros cuadrados se estrechaban hacia su tenso vientre, que parecía estrecharse en la cintura como si hubiera gastado más energía de la que había consumido durante demasiado tiempo. Cuando estiró la mano para frotarse la caja torácica, Dora supo que podría contar sus costillas. Una a una.

– Estás herido. ¿Fue en el coche? ¿Está lesionada Sophie?

Empezó a levantarse.

– Siéntate, Dora. Y relájate. Sophie está bien y mis costillas soldarán a su debido tiempo.

– ¿Seguro? ¿No deberías ir al hospital? Te llevaré si…

– Estoy seguro de que lo harías.

– No quería decir… Estaba intentando…

– Por supuesto que sí, Dora -la miró con gesto burlón-. Y no te culpo. Pero créeme, lo único que necesita una costilla rota es tiempo. Lo sé por experiencia.

– ¡Ah! -decidió sentarte en la silla cuando él empezó a desabrocharse el cinturón.

Dora había estado convencida de que le daría vergüenza desnudarse frente a la mujer de su amigo. Había estado segura de que le diría que saliera y así podría aprovechar para llamar por el móvil a Sarah, la hermana de Richard. Ella sabría si estaba diciendo la verdad.

Pero Gannon deslizó el cinturón por las trabillas con toda tranquilidad.

¿Turbado? ¡Vaya broma!

Se desabrochó el botón superior de los pantalones y ella sintió que el sudor le empañaba la frente. ¿Hasta dónde llegaría antes de darse la vuelta? Se empezó a desabrochar los botones de la bragueta, que se abrieron con facilidad y ella se deslizó la lengua por los labios con nerviosismo. Los mantuvo un momento puestos y entonces, cuando los dejó caer hasta los tobillos, Dora dio un respingo. Gannon se los quitó y se agachó para quitarse los calcetines.

Entonces, cuando empezó a estirarse, contuvo el aliento ante una punzada de dolor. Dora también lo sintió y estiró la mano con un gesto inseguro y suplicante. Deseaba ayudarlo, pero no sabía cómo y cuando su mirada se clavó en ella, notó las líneas de sus mejillas y su boca más agudizadas como si el dolor fuera insoportable. Y sus ojos era duros como el ágata mientras se esforzaba por no lanzar un grito.

– Puedes cerrar los ojos, Dora -murmuró con la cara a pocos centímetros de ella-. No he dicho que tuvieras que mirar. Y soy bastante mayor para desvestirme solo -ella retiró la mano. Él no quería su ayuda.

Gannon se estiró despacio hasta quedar erguido por completo antes de meter los dedos por el elástico de sus calzoncillos mostrando la línea blanca que contrastaba con su piel morena.

Dora bajó los párpados y los mantuvo cerrados hasta escuchar el susurro del agua.

– Háblame, Dora. Quiero saber que estás ahí.

– No tengo nada que contarte.

– Entonces canta.

¿Cantar? ¿Aquel hombre estaba loco?

– Eres tú el que está en la ducha. Canta tú.

El sonido del agua se detuvo bruscamente y la puerta de cristal se abrió una ranura. Su pelo moreno, largo y con necesidad de un buen corte, se rizaba mojado en la base del cuello.

– Pensé que habías aceptado que diera yo las órdenes, Dora. O cantas, o entras aquí conmigo.

– ¿Puedo quedarme la ropa puesta?

Él la miró con furia.

– Sabes cantar, ¿no?

Ella casi sonrió. Su incapacidad con el canto era casi legendaria en su familia, pero si él lo podía soportar, ella también. Empezó a entonar con todo sentimiento la única canción apropiada para un secuestrador: Por favor, libérame.

Él la miró enfadado un momento antes de cerrar la puerta. Cuando el ruido apagó un poco su voz, gritó:

– ¡Más alto!

Ella obedeció y empezó a disfrutar tanto de la canción que no se enteró de que el agua había dejado de correr.

– Cuando acabes, ¿puedes pasarme una toalla?

A punto de decirle que la alcanzara él mismo, comprendió que eso significaría salir desnudo de la bañera. Y no creía que le importara lo más mínimo. Se levantó y agarró una toalla estirando por completo el brazo para pasársela.

– Gracias -dijo él esbozando una sonrisa como si supiera por qué le había obedecido al instante.

Un momento después salió de la ducha con la toalla roja enrollada alrededor de la cintura. Sacó otra de la estantería y empezó a secarse el pelo.

– Dime, Dora, ¿dónde aprendiste a cantar tan mal?

– ¿Aprender?

– Nadie podría desentonar tanto sin dar lecciones.

– Supongo que debe ser un talento natural.

– Entonces, déjame decirte que tienes mucho -le dirigió una mirada de soslayo-. ¿Qué haces? ¿O mejor dicho, ¿qué hacías antes de empezar a jugar a las casitas con Richard? ¿Cómo lo conociste?

– Nos presentó mi hermana. Y jugar a las casitas me mantiene ocupada. Sobre todo cuando tengo huéspedes inesperados. ¿Quieres una maquinilla?

Él se frotó la mandíbula y se miró en el espejo. Puso un gesto de descontento con lo que vio.

– ¿Tuya? -preguntó dudoso.

– Estoy segura de que preferirás la de Richard, ya que sois tan buenos amigos…

– Supuse que se la habría llevado.

Dora no lo había pensado.

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