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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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John tragó saliva intentando comprender.

– ¿Y… cómo se escapó Fergus?

Poppy lanzó una carcajada.

– La leyenda familiar dice que mi madre quería que se llamara Perseo, pero mi padre se puso firme. Dijo que todo el mundo lo llamaría Percy.

John seguía mirando a la pareja con incredulidad.

– ¿Y estás casada con Richard?

– Si te ha dicho lo contrario, te ha mentido -dijo ella con una sonrisa-. Y tendrá que pagar la multa.

Empezó a arrastrar a su marido hacia el borde de la piscina.

– ¿Dónde está Dora? -su prisa quedó interrumpida por el chapoteo del agua.

– Dora está arriba acostada, John. Se desmayó en el juzgado. Todo esto ha sido demasiado para ella. Pero eso ya lo sabes. Tú estabas allí.

– ¿Dónde puedo encontrarla? -insistió él-. Tengo que verla ahora mismo.

La hermana mayor de Dora sonrió.

– Sube las escaleras y en la tercera puerta a la derecha.

Y con eso, se unió a su marido en el agua.

Gannon subió despacio la amplia escalinata de roble. Dora no estaba casada con Richard. No dejaba de repetírselo y sin embargo, no se atrevía a creerlo del todo. Ahora entendía como había sido la confusión. El policía había supuesto que Dora era Poppy y la había llamado señora Marriott y él lo había aceptado sin cuestionarlo. Pero, ¿por qué había dejado ella que siguiera creyéndolo?

La tercera puerta a la derecha. Dio un suave golpe pero no obtuvo respuesta. En el silencio oyó la carcajada feliz de la niña desde la cocina. Sophie. Había encontrado a Sophie y la había traído a casa sorteando todo tipo de peligros. No iba a dejar que ahora se interpusiera en su camino algo tan banal como una puerta. Agarró el pomo y la abrió. Ya no importaba nada, sólo que la amaba.

Dora estaba dormida. Con el pelo extendido sobre la almohada y las doradas extremidades apenas cubiertas por una sábana. Era como la Bella Durmiente. Se moría de ganas de despertarla con un beso, pero aquello no era un cuento de hadas y él no era ningún príncipe.

En vez de eso, se arrodilló al lado de la cama y apoyó la mejilla contra las manos deseando con todas las fibras de su ser que se despertara para poder tomarla en sus brazos y sin embargo, reticente a perder aquel momento de perfecta esperanza. La promesa había estado todo el tiempo en su nombre. Nunca debería haber perdido la esperanza.

Y entonces notó algo extraordinario. Tenía las mejillas mojadas. Alargó la mano, le rozó la piel con la punta de los dedos y se llevó el sabor salado de sus lágrimas hasta los labios. Había estado llorando en sueños.

– Dora -susurró con suavidad-. Dora, mi querida chica.

Dora se agitó y abrió los ojos. Creía haber escuchado a John llamarla y por un momento no pudo decidir si estaba despierta o dormida. Entonces, cuando sus ojos enfocaron su cara, supo que debía estar soñando. John estaba encerrado… Sin embargo, ¿podrían los sueños hacerse realidad?

No se atrevía a estirar la mano y tocarlo por miedo a que la amada imagen simplemente desapareciera.

– ¿John? -susurró.

– Sí, mi vida.

Le había llamado mi vida. Había sentido su aliento contra la mejilla cuando él había susurrado la palabra y sin embargo, todavía no se atrevía a creerlo. Estiró la mano para tocar la de él, posada en la sábana a su lado, pero la retiró por miedo a que sólo fuera producto de su desesperado deseo.

– ¿Por qué aparentaste ser tu hermana, Dora?

Había hablado de nuevo. ¿Podría responderle? Sólo con la verdad.

– Porque tenía miedo.

– ¿De mí?

– ¡No! -se estiró entonces y le agarró la mano desesperada por convencerlo-. De mí misma. De mis sentimientos -entonces Dora lo supo con seguridad-. No estoy soñando, ¿verdad? -John sacudió la cabeza, Te tomó la mano y se la llevó hasta la mejilla para besarle los dedos y las palmas con una dulzura infinita-. Pero no lo entiendo. Oí al magistrado sentenciarte… -se incorporó de forma brusca completamente despierta ya-. ¡Oh, Dios mío! Te has escapado.

– ¡No! -le puso el dedo en la boca para acallarla-. No, cariño -se sentó en el borde de la cama acariciándole la cara y el pelo antes de atraerla contra su pecho y abrazarla-. Nunca me escaparé, ¿no lo entiendes? Los seis meses de sentencia fueron suspendidos, pero sigo siendo prisionero. Tu prisionero. De por vida -se sacó un trozo de papel del bolsillo de la camisa y se lo enseñó. Era la nota que le había dejado en el hospital-. ¿Lo decías en serio?

Dora alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Sabes que sí. ¿Por qué no querías verme, John? ¿Por qué me devolviste la carta?

– Ya sabes por qué -ella sacudió la cabeza-, Creía que estabas casada con Richard.

– Pero seguramente Fergus… o alguien debió explicarte… -lanzó un suave gemido-. ¿Pero cómo iban a hacerlo? Nadie más lo sabía. ¡Oh, John, si hubiera tenido el valor de creer en ti por completo!

Ahora fue él el que se sintió confundido.

– Tuviste más valor que diez personas juntas, Dora. Pero no lo entiendo. Si no pensabas que era Richard el que nos mantenía apartados, ¿por qué creías que me mantenía alejado de ti?

Dora se sonrojó.

– He sido tan idiota…

Sus dudas le parecían ahora una estupidez.

– ¡Eh, vamos! -la abrazó con más fuerza-. No puede ser tan malo.

– Pero lo es. Pensé… Pensé que no querías verme por la policía.

– ¿La policía? ¿Qué diablos tiene que ver la policía con todo esto?

– Te habías dormido. Yo podría haberlos llamado. Por eso no me dejaste ir a la tienda de la esquina.

– Ah, ya entiendo.

– Y tenías razón. Quería llamar a alguien, pero no a la policía. Sólo a Fergus. Pensé que podría ayudarte.

– Pero no lo hiciste. Incluso mientras yo estaba dormido.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– La policía me explicó que me encontraron por la ropa.

– Lo siento mucho.

– No sigas diciendo eso -se separó poniendo un poco de distancia entre ellos-. No tienes nada que sentir. Yo soy el que debo disculparme y dar todas las explicaciones.

Dora se arrodilló en la cama y le rodeó el cuello con los brazos.

– No, John. Sin dudas ni preguntas. Ahora estás aquí. Eso es lo único que importa.

– ¿Ni siquiera lo de la madre de Sophie? -bajó la vista hacia ella-. No me has preguntado por ella.

– Me lo contarás si quieres hacerlo, pero no tienes por qué…

– Tienes derecho a saberlo.

Le apartó las manos del cuello y se las retuvo un momento entre las de él. Entonces la soltó, se levantó y se acercó hasta la ventana para mirar el paisaje de final del verano. Dora no protestó. John tenía que descargar algo y ella estaba feliz de escucharlo si eso le hacía sentirse mejor. Ahora sabía que en él el honor era tan natural como el respirar y que nunca haría daño a nadie intencionadamente, incluso aunque tuviera que pagar con su propio dolor. Se deslizó de la cama, se puso una bata y fue a sentarse en el sofá frente a la ventana con las manos apretadas contra las rodillas esperado con paciencia a que él descargara su corazón.

– Estábamos en un sótano -dijo John por fin-. Sólo Elena y yo. Fue por casualidad. No nos conocíamos de antes, pero los dos corrimos al mismo refugio cuando un francotirador empezó a disparar. Yo ni siquiera debería haber estado allí, pero se me había estropeado el coche y estaba buscando a alguien que me lo arreglara… -se detuvo-. Normalmente un francotirador no se queda mucho tiempo en el mismo sitio; es un blanco demasiado fácil y vulnerable. Pensé que estaríamos allí una hora o dos como máximo, pero entonces cayó la noche y empezaron los bombardeos. Hacía frío y no había nada para hacer fuego, pero compartimos la poca comida que teníamos. Yo tenía un poco de chocolate y algo de agua. Ella tenía algo de pan. Había salido a comprar el pan…

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