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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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– ¿Tiene eso importancia?

– Para mí no -miró a Sophie con una sonrisa-. La niña tiene una infección de pecho, pero con esto se le curará -dijo posando el frasco-. Está un poco baja de peso, pero aparte de eso, parece bastante saludable -entonces le dirigió a Dora una mirada pensativa-. Quizá, dadas sus recientes condiciones de vida, será mejor que la lleves a la consulta un día de éstos. Le haré unos análisis más exhaustivos. Sólo por precaución.

– Gracias. Lo cierto es que iba a pedirle que le hiciera unos análisis de sangre. Genéticos. Su padre necesita una prueba de paternidad.

– Ah, entonces supongo que él será mi otro paciente, ¿verdad? ¿Dónde está?

– Descansando. Tiene un par de costillas rotas y muchos dolores. Y como ha pillado frío y ahora ha empezado a toser…

– Enséñame el camino.

Dora lo condujo a la habitación de invitados y abrió la puerta. Gannon estaba dormido, estirado sobre la cama con la espalda desnuda. Era todo huesos y moretones.

– Mmm. No tiene muy buen aspecto, ¿verdad? No, no le despiertes. El sueño le sentará mejor que cualquier cosa que pueda darle yo.

– ¿Está seguro?

– Te recetaré unos analgésicos y antibióticos para él y volveré a examinarlo a primera hora de la mañana. Pero si estás preocupada, llámame a cualquier hora y vendré en el acto.

– ¿Y las pruebas de paternidad?

– ¿Es urgente?

– Bastante.

– Bueno, te llamaré en cuanto consiga cita con la clínica.

– Gracias, doctor.

Él se detuvo en el umbral de la puerta.

– Supongo que sabrás lo que estás haciendo, ¿verdad, Dora?

– ¿Por qué piensa eso? -preguntó ella con una tímida sonrisa.

– Bueno, sólo por precaución. Le daré al portero la receta para que vaya a buscártela -se la quitó de las manos-. Y si te preocupa algo, llámame. A cualquier hora.

– Gracias -cerró la puerta tras él y volvió al lado de Sophie-. Bien dulzura. Vamos a seguir con ese bizcocho.

John Gannon se despertó con la clara impresión de que le había pasado un tanque por encima. O un ejército armado por lo menos.

Era el atardecer y la luz dorada se filtraba por las ventanas y su cama era tan cómoda que casi había ignorado la llamada más urgente de la naturaleza.

Se movió con precaución. Y al asaltarle el dolor, recordó. Y con el recuerdo llegaron los pensamientos agridulces que le habían asaltado cuando había caído sobre aquella almohada. Miró al reloj y lanzó una maldición. Eran más de las ocho. ¿Qué había pasado con el doctor?

Maldijo de nuevo y se movió con más rapidez. Se fue al cuarto de baño y se salpicó agua fría por la cara. Cuando le asaltó una oleada de náusea, se agarró al borde del lavabo negándose a las demandas de su estómago hasta que remitieron.

Atravesó el recibidor para ver a Sophie, que estaba otra vez dormida en la cama de Dora. Estaba empezando a recuperar el buen aspecto, pensó. Sus mejillas estaban rosadas y su pelo negro brillaba. Cuando le retiró un mechón de la frente, la niña se despertó, abrió los ojos y le sonrió. John se inclinó para besarle en la frente y la tapó hasta el cuello. Era tan bonita. Ya la quería más que a sí mismo.

– ¿Gannon? -se dio la vuelta y encontró a Dora en el umbral de la puerta-. ¿Cómo te encuentras?

– Bien -le dio un espasmo de tos que lo traicionó y se alejó de Sophie para salir al recibidor-. Bastante bien, por lo menos.

Dora no discutió. Tenía un aspecto terrible y probablemente se sentiría aún peor. Sólo sacó dos frascos de píldoras que le pasó.

– El doctor te dejó estos analgésicos y unos antibióticos como precaución.

– No necesito antibióticos -dijo él metiéndoselos al bolsillo-. Necesito una prueba de paternidad. ¿Por qué no me despertaste?

– El doctor me dijo que no lo hiciera. Y ya ha pedido una cita para ti en la clínica para pasado mañana. Es lo más pronto que ha podido conseguir.

– ¿No podía hacerlo él?

– Ya te han apuntado en una cancelación. Tiene que hacerse bajo condiciones controladas y con testigos independientes. Bueno, ¿tienes hambre?

La náusea no le hacía decidirse.

– No mucha.

– ¿Un poco de salsa de Bovril y unas galletas?

John lanzó una carcajada.

– ¡Acabas de parecerte a mi abuela!

– Bueno, las abuelas saben algunas cosas -si fuera su abuela, le reñiría por haberse metido en aquel lío, lo metería en la cama con una bolsa de agua caliente, le lavaría la cara y le arroparía para que durmiera toda la noche-. Mientras no me parezca a ella… -añadió con un poco de acidez para ocultar los sentimientos de ternura.

Quizá debería haber sido más acida porque él estiró la mano y le acarició la mejilla con el pulgar provocándole una oleada de excitación que le hizo desear que la abrazara y le hiciera el amor. Los dedos de Gannon se deslizaron bajo su pelo como si tuvieran voluntad propia. Y de repente sus sentidos quedaron invadidos de ella ahogando la voz de la razón y de la supervivencia, una voz que decía: no puedes tener a otro hombre.

Pero mientras su perfume invadía sus fosas nasales, perdió la razón. Supo exactamente cómo la sentiría enroscada alrededor de su cuerpo, gimiendo de placer mientras él acariciaba su caliente y dulce cuerpo; los oídos saturados de sus gritos de pasión porque lo podía ver todo… estaba allí, emanando de sus nublados ojos grises. El deseo le calentó la sangre cuando ella se movió hacia él tentándole a que la tomara en sus brazos y se destruyera…

Capítulo 9

Gannon retiró la mano como si se hubiera quemado y cerró los puños. -No, Dora -dijo con voz de ultratumba-. No te pareces a ella en lo más mínimo.

Entonces se apartó poniendo entre ellos la distancia de un brazo mientras todavía tenía la fuerza de voluntad de hacerlo.

Era una hechicera. Tenía que serlo. Dora Kavanagh robaba el corazón de los hombres y lo mantenía prisionero mientras ellos le daban las gracias. Richard creía que era él hombre más feliz de la tierra y John sabía por qué. Aquella Pandora podría no tener encerrados todos los problemas del mundo, pero desde luego era el tipo de problema del que cualquier hombre sensato saldría huyendo. Y en cuanto a la esperanza, para él no había ninguna.

Y Gannon maldijo sus costillas rotas, su debilitado cuerpo que le impedía correr y la debilidad de su espíritu por no saber si quería hacerlo.

Entonces agarró las pastillas que el doctor le había dejado. Dora se dio la vuelta y le llenó un vaso de agua. Y mientras tragaba un par de analgésicos, pensaba que no le servirían de mucho. Sus síntomas físicos eran secundarios pero sospechaba que el dolor de su corazón era terminal.

– John…

Odiaba que pronunciara su nombre de aquella manera. Con suavidad, inseguridad… Lo odiaba y se moría por oírlo. Y el anhelo era lo peor.

– No, Dora.

– Por favor, John. Tengo que contarte algo.

John no quería escucharlo. Fuera lo que fuera, no quería escucharlo.

– No.

Se dio la vuelta y la cocina pareció dar vueltas a su alrededor.

«Dios bendito, ayúdame», suplicó.

Y como en respuesta, sonó un insistente timbrazo en al puerta. Por un momento, los dos permanecieron paralizados. Entonces el timbrazo se repitió y Dora empezó a atravesar la cocina.

Al pasar al lado de él, John le asió de la muñeca.

– Prométeme una cosa, Dora.

– Lo que quieras -susurró ella.

– Prométeme que pase lo que pase, cuidarás a Sophie. Que te asegurarás de que no la devuelvan…

Dora lanzó un gemido. Aquel hombre no era de los que pedía ayuda con facilidad y sin embargo, le estaba suplicando a ella.

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