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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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Y por un momento, Dora creyó ver un brillo de diversión en sus ojos.

– ¿Cómo lo supieron? -preguntó Dora mientras acompañaba a los policías a la puerta-. ¿Que John se encontraba aquí?

– Ah, fue por la ropa -Dora frunció el ceño-. La ropa que le compró a la niña. Usted le dijo al sargento que era para su sobrina…

– La sobrina de mi hermana, dije.

– Bueno la sobrina de su hermana. Cuando el sargento llevó el informe, el comisario supo que estaba mintiendo porque su mujer había ido a las mismas clases prenatales que la señora Shelton, lo que significaba que… eh la sobrina de su hermana sólo podría tener seis o siete meses. Y la ropa que usted compró era para una niña mucho mayor.

Dora sonrió avergonzada.

– No sería muy buena delincuente, ¿verdad?

– Espero que no, señorita.

A la mañana siguiente, Fergus dio instrucciones al chófer de que parara en el hospital camino a Marlowe Court. Así Dora y Sophie podrían ver a Gannon. Cuando ella había llamado poco antes a preguntar cómo se encontraba, sólo le habían dicho que había pasado la noche bien, pero nada más.

Cuando llegaron al ala indicada, Dora preguntó a la enfermera de recepción.

– Estoy buscando a John Gannon. Lo ingresaron anoche -dijo alzando en brazos a Sophie que jugueteaba nerviosa con sus piernas.

– ¿Cuál es su nombre?

– Dora Kavanagh. Y ésta es Sophie, su hija.

– Lo siento, señorita Kavanagh, pero el señor Gannon ha indicado que no quiere recibir visitas.

Dora miró a la enfermera con el ceño fruncido.

– ¿Perdone?

– Que no quiere recibir visitas.

– Pero… no lo entiendo. Ésta es su hija… debe querer verla.

La enfermera parecía comprensiva pero inamovible.

– Lo siento.

Dora no podía entenderlo. Y entonces pensó que quizá sí. Gannon creía que lo había traicionado, que mientras estaba durmiendo, ella había llamado a la policía. Podía entender que estuviera enfadado y se negara a verla a ella, ¿pero a Sophie?

La niña empezó a agitarse y Dora la acunó y la consoló. Quizá John pensara que un hospital la asustaría. Al menos en eso había acertado.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó con impotencia.

– Ha pasado una buena noche. El doctor le visitará más tarde.

Dora deseaba a agarrarla por el mandil y sacudirla, decirle que tenía que verlo porque lo amaba… que tenía que contarle… Pero la mujer sólo estaba siguiendo las órdenes de John.

– ¿Puedo escribirle? ¿O también lo ha prohibido?

La enfermera esbozó algo parecido a una sonrisa.

– No que yo sepa. ¿Quiere escribirle algo ahora?

– Sí.

La enfermera le pasó una hoja de papel y sin pararse a pensar siquiera, escribió simplemente:

Sophie está a salvo. Te quiero. Dora.

Después le apuntó el teléfono de Fergus y dobló el papel antes de dárselo a la enfermera.

– Me encargaré de que lo reciba.

– Gracias.

Con una última mirada a su alrededor con la esperanza de poder verle a través de alguna puerta entreabierta. Por fin reconoció su derrota y abandonó el hospital.

Apenas pudo contener su impaciencia por llegar a Marlowe Court, la casa en la que había nacido, la casa donde ahora vivía Fergus solitario con sus empleados. Estaba segura de que John le habría llamado para pedirle que acudiera a su lado, que la necesitaba. Pero no lo había hecho.

Fergus había recibido una llamada del abogado de John que había arreglado a su nombre la custodia temporal de Sophie mientras esperaban las pruebas de paternidad.

– ¿Por qué a ti? -preguntó celosa-. Él no te conoce. Nunca te ha visto.

– Te está protegiendo, Dora. Sabe muy bien que te ha involucrado en todo tipo de problemas. No creo que tú entiendas cuántos.

Y con eso tuvo que conformarse. Con eso y con escribirle una larga carta explicándole todo: que Richard estaba casado con su hermana, el por qué no le había dicho la verdad y cómo la policía le había seguido la pista.

Pero se la devolvieron sin abrir tres días después. Y su viaje a Londres para esperar en el hospital hasta que accediera a verla resultó inútil. El mismo se había dado el alta y no tenía ni idea de donde encontrarle. Su abogado, sin embargo, no pareció sorprendido de verla. Pero él también tenía órdenes y no podía ayudarla.

Dora estaba esperando en la recepción de su bufete negándose a admitir la derrota y segura de que debía haber algo que se le había pasado por alto cuando la recepcionista, una mujer joven que había mostrado enorme interés en sus viajes de ayuda humanitaria, apareció a su lado.

– ¿Ha estado alguna vez en la Corte de los Magistrados, señorita Kavanagh?

Dora frunció el ceño.

– No, ¿por qué?

– Puede que le resulte muy interesante. El próximo viernes. A las diez en punto.

Y con eso desapareció.

Dora se pasó a la mañana siguiente entreteniendo a Sophie, hablando con ella todo el tiempo, así que el inglés de la niña empezó a mejorar a una velocidad vertiginosa.

Se la llevó de compras, disfrutando de comprarle desde ropa hasta juguetes simples y como el tiempo estaba mejorando, empezó a enseñarla a nadar en la piscina de Fergus.

Pero no podía dejar de pensar en el viernes por la mañana con la esperanza de ver a John y con el miedo de que él no quisiera verla nunca más.

Pero tendría que verla. Ella le obligaría a escucharla porque lo amaba.

– ¡Nadar, Dora! ¡Sophie nadar!

La niña llegó corriendo con sus manguitos de plástico para que se los hinchara. También se había encariñado con Sophie y la agarró y empezó a hacerle cosquillas hasta que empezó a reírse a carcajadas. Estaban haciendo tanto ruido que no escucharon los pasos a sus espaldas.

– ¿Qué es todo esto, entonces?

– ¡Poppy, Richard! -Dora sujetó a Sophie con un brazo mientras abrazaba a su hermana y su cuñado con el otro-. ¡Cómo me alegro de veros! ¿Cuándo habéis vuelto?

– Anoche. Hola gatita -dijo Poppy frotándole la mejilla a Sophie-. Creo que has pasado una época muy interesante.

Dora hizo una mueca.

– Ya has hablado con Fergus, ¿verdad?

– Mmm. ¿Podemos hacer algo?

– ¿Podéis llevarme a Londres mañana? -pidió ella-. No tengo coche aquí e iba a alquilar uno, pero para ser sincera, estoy asustada a muerte.

– ¿Y qué hay de Fergus? ¿No se había encargado él de todo?

Su hermano no podía haber sido más eficiente, pero estaba decidido a mantenerla ajena a los problemas.

– Lo hace. ¿Pero, sabes, Poppy? De alguna manera se ha olvidado de mencionar que John acudirá a la corte mañana. ¿Por qué será?

– Sólo está siendo protector, Dora. Ya sabes como es la prensa… tú misma tuviste que ir a la granja para escapar de ellos.

– Me importa un pimiento la prensa. Pienso ir, vengas tú o no -aseguró resuelta.

– ¡Eh! Yo no he dicho que no vaya a ir. Bueno… lo cierto es que no puedo. Tengo una cita que simplemente no puedo cancelar, que es por lo que hemos vuelto antes. Pero te llevaremos a la ciudad. Podéis dejarme a mí y Richard te acompañará a la corte, ¿verdad, cariño?

– Sin problemas. ¿Y quién cuidará a este pequeño encanto?

– La señora Harris. Se han hecho muy amigas.

Poppy lanzó una carcajada.

– No me extraña. La señora Harris es una gallina clueca frustrada. Debe estar en su elemento con esta pequeña. ¿Crees que vendrá conmigo si se lo pido?

– Dale un poco de tiempo para que se acostumbre, íbamos a meternos en la piscina. ¿Por qué no nos acompañas? -Poppy dirigió una mirada de duda al agua-. No te preocupes. Fergus ha puesto el agua caliente para Sophie.

– ¡Uau! También le debe haber seducido entonces. Iré a cambiarme.

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