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Liz Fielding: Huyendo del destino

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Liz Fielding Huyendo del destino

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Dora se había refugiado en la casa de su cuñado Richard para esconderse de la prensa. Y cuando John Gannon se presentó allí en una noche fría y tormentosa, ella no pudo hacer otra cosa salvo dejar que se quedara. No fue sólo su devastador encanto o su sonrisa sensual lo que le hicieron ayudar a un hombre que huía, sino la adorable niña que llevaba en brazos… Pero, aunque el amigo de su cuñado era parco en explicaciones, Dora creyó su historia lo suficiente como para ayudarlo. Era evidente que, fuera quien fuera, era un padre preocupado y que haría lo que fuera por mantener a Sophie a salvo. Era una lástima que lo único que mantuviera a Dora a salvo de Gannon fuera el malentendido de que ella era la mujer de Richard…

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Desapreció hacia los vestuarios entre un elegante crujido de sedas de color crema y melocotón.

– ¿Cómo está John? -preguntó Richard.

– Ya ha salido del hospital. Aparte de eso, no sé nada. Él… está manteniendo las distancias. Por el juicio.

Richard debió notar su incertidumbre porque dijo:

– Pero ha dejado a su hija contigo.

– Técnicamente con Fergus -Richard enarcó una ceja y sonrió-. Los Servicios Sociales querían meterla en una casa de acogida hasta que se demuestre su paternidad, pero ya sabes como es Fergus. Ha usado todas sus influencias.

– ¿Y John tiene el juicio en la Corte de los Magistrados mañana?

Dora asintió.

– Estoy asustada, Richard. Realmente asustada. Dijo que iban a tomarlo como ejemplo. Para impedir que otra gente… -se repente empezó a temblar tanto que tuvo que posar a Sophie-. ¿Y si lo envían a la cárcel?

– Lo superaréis. Los dos sois lo bastante fuertes como para ello -le dio un abrazo-. ¡Eh, vamos! No dejes que la niña te vea llorar. ¿Cómo se llama?

– Sophie.

– Se parece un montón a John, ¿sabes?

– ¿De verdad?

Dora sonrió entre lágrimas.

– Cuando era pequeño. Igual de solemne y delgada. ¿Qué le ha pasado a su madre? ¿Lo sabes?

– Sólo sé que murió.

Todas las dudas se manifestaron en su voz. No podía quitárselas de encima.

– No dudes de él. ¿Sabes, Dora? Es un buen hombre.

– ¿De verdad?

¿Y cómo podría haberlo dudado? Había arriesgado todo por Sophie. Si ella hubiera confiado en él por completo, estaría con ella ahora, con ella y con Sophie.

Richard asintió antes de agacharse y extender la mano hacia la niña.

– ¿Cómo estás, Sophie? Yo soy Richard. Un amigo de tu papá.

Sophie lo miró fijamente y le pasó los manguitos.

Richard sonrió y obedeció al instante su muda súplica de que se los hinchara.

La Corte de los Magistrados era un torbellino de actividad. Estaba atestada de abogados con tocas oscuras, fiscales con pelucas blancas, testigos y familias ansiosas. Dora y Richard se aposentaron en la parte trasera de la sala atiborrada de gente y su cuñado le dio la mano al ver que cada vez estaba más nerviosa.

– ¿Vas a estar bien, Dora?

– ¿Qué? ¡Oh, sí! -entonces apareció él en el banquillo-. ¡Oh, John! -susurró agarrando la mano de Richard con más fuerza-. ¡Oh, mi pobrecito!

John parecía agotado y mucho peor de lo que Dora había esperado. El único color de su piel era el resto del moreno que ahora era un enfermizo tono amarillento. Y en los pómulos y bajo los ojos tenía profundas sombras. Hasta la barbilla parecía más acentuada.

– Parece tan enfermo.

Dora se incorporó a medias y el movimiento llamó la atención de John, que la miró por un momento. Entonces apartó la vista con toda intención para mirar directamente al magistrado que tenía delante.

– John Gannon, ha sido declarado culpable de los cargos presentados contra usted…

– ¿Cuándo? -preguntó Dora-. ¿Cuándo ha hecho todo eso?

Richard la miró.

– La semana pasada, seguramente.

El magistrado miró hacia la galería esperando impaciente a que callaran. Cuando lo hicieron, continuó.

– He recibido un número impresionante de informes acerca de su buen carácter y soy consciente de las circunstancias mitigantes en este caso, pero tengo que decirle, señor Gannon, que en su desesperación por recuperar a su hija ha mostrado una incesante falta de respeto por la ley… -el hombre siguió enumerando todas las infracciones-. Teniendo todo esto en cuenta, no me queda otra elección que sentenciarlo a seis meses.

– ¡No! -gritó Dora poniéndose en pie-. ¡No!

El grito resonó en la sofocante sala mientras todo el mundo se volvía para mirarla.

– Seis meses -repitió el magistrado mirando a Dora con irritación como retándola a que dijera una palabra más.

Pero ella estaba por encima de las palabras. Mientras la sangre se le retiraba de la cabeza, se desplomó como un peso muerto contra su cuñado y ya no se enteró de más hasta que empezó a enfocar gradualmente las ornamentadas molduras del techo de un despacho.

De momento no supo dónde estaba ni lo que había pasado. Entonces, al recordar horrorizada las palabras del juez, intentó incorporarse aprisa.

– Tengo que verlo -dijo mirando con furia a un desconocido que le asía con firmeza la mano-. John Gannon -dijo con apremio-. Tengo que verle. Ahora mismo.

– Me temo que no podrá, señorita. Ya se ha ido.

Capítulo 10

Dora miró fijamente al hombre, uno de los ujieres de la corte con la cabeza todavía dándole vueltas.

– ¿Ido? -repitió con estupidez.

Sintió las extremidades como agua mientras se esforzaba por seguir sentada y por fin cedió y se recostó en el sofá.

Le pareció un mueble muy anacrónico para el despacho de un juzgado, pero quizá tuvieran que solventar a menudo aquel tipo de situación.

– Quédese echada quieta, señorita -dijo el hombre cuando se desplomó-. Se sentirá mejor en un momento.

Hablaba como si fuera la voz de la experiencia, pero Dora aún lo dudaba.

¿Cómo diablos iba a sentirse mejor hasta que viera a John y le hiciera escucharla? ¡Había estado tan segura de que ese día lo vería y se arreglaría todo! Pero todo había salido terriblemente mal. Se había desmayado. ¡Desmayado, por Dios bendito! ¿Quién había visto nunca algo tan patético?

Cerró los ojos contra la fiera luz del sol que entraba a raudales e intentó concentrarse a pesar del dolor de cabeza. John se había ido, había dicho aquel hombre. ¿A dónde? ¿Le habrían llevado esposado en un coche celular? No podían haberle hecho eso. Él no había hecho daño a nadie.

– ¿Ido? -repitió-. Usted ha dicho que…

– Exacto, señorita -repitió el hombre con paciencia-. Ahora, quédese aquí hasta que vuelva su amigo con el coche -le advirtió al intentar ella incorporarse de nuevo.

– Tan pronto…

– No esperan una vez que hay sentencia -le aseguró el hombre-. Ahora, ¿quiere intentarlo de nuevo? Pero despacio -de repente ya no parecía haber prisa para nada y Dora dejó que la ayudara a sentarse-. Dé un sorbo de esto y quédese sentada un minuto. Se pondrá bien enseguida.

Dora bebió un poco de agua y recordó sus modales.

– Gracias. Siento mucho haber sido tanta molestia -se dio la vuelta cuando se abrió la puerta-. ¡Richard! Se ha ido…

– Ya lo sé. Intenté hablar con él pero no llegué a tiempo. Mira, ¿puedes moverte? Tengo el coche fuera y el agente de tráfico me ha dado sólo dos minutos.

– Por supuesto que puedo moverme. Se puso en pie al instante y Richard la tomó del brazo cuando se balanceó y se llevó la mano a la cabeza.

– Necesita tomarse su tiempo -advirtió el ujier-. Hasta que se haya recuperado.

– Tengo que hablar con él. Es absolutamente esencial. John cree que yo he llamado a la policía, pero no lo he hecho. Tendrás que verlo… y decírselo.

– Se lo podrás decir tú misma, Dora.

– Pero no puedo… ¿No lo entiendes? No querrá hablar conmigo.

Richard la miró fijamente.

– Pero yo creía… ¡Oh, Dios! Te has levantado demasiado pronto -cuando se puso pálida, Richard la sujetó por el brazo y la llevó fuera, aposentándola en el asiento trasero.

– ¿Se las arreglará bien, señor? -preguntó dudoso el ujier que los había acompañado con el bolso de Dora.

– Voy a ahora mismo a recoger a mi esposa. Su hermana. Ella la cuidará. Gracias por haberme ayudado a traerla.

El camino a casa transcurrió en una neblina de miseria. Poppy iba con ella en la parte trasera y la rodeaba con su brazo. Pero Dora estaba desolada. Había creído que cuando viera a John todo se arreglaría.

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