– Mañana volvemos a casa. ¿Qué vas a hacer? -Dee se dejó caer en la silla que tenía al lado-. ¿Lo has pensado?
Stacey suspiró, tratando de no censurarse por haber sido tan dura con Nash.
Pero la vida continuaba, y ella tenía que seguir adelante con su plan. Y pensando en planes…
– La verdad es que necesito un plan de empresa. ¿Tienes alguna idea de lo que es eso?
– Bueno, lo primero que necesitas es dinero.
– Tengo la casa.
– Y puedes perderla si el negocio va mal.
– Lo sé. Pero si no trato de alcanzar la luna… no puedo conseguir las estrellas.
Dee frunció el ceño.
– No sé…
– ¿Puedo usar tu teléfono? -Dee le dio el móvil. Marcó el número de Nash. Estaba fuera de servicio, así que dejó un mensaje-. Nash, te llamo para decirte que en tres semanas ya has tenido tiempo más que suficiente para crecer. Estaré en casa mañana y, si no me estoy equivocando, te veré allí.
Cuando devolvió el teléfono a su hermana, estaba sonriendo.
– Esto es parte de otro plan -le dijo Stacey-. Ahora vamos a hablar de negocios.
Una cosa era llamarlo a distancia y dejar un mensaje, y otra estar a solo una milla de casa, con el corazón acelerado, impaciente por llegar y temerosa de que él no estuviera.
Entraron en la calle. La casa pareció sonreírles, pero no había señales de Nash ni de su moto.
– Está preciosa, ¿verdad?
– Pero… -dijo Stacey mientras Vera abría la puerta-. No lo entiendo. ¿Quién ha hecho todo esto?
– ¿Pasamos? -dijo Dee.
Clover corrió a ver a los gatitos.
– ¿Qué ha pasado aquí, Vera? -le preguntó-. ¿Quién ha hecho todo esto?
– ¿No se suponía que tenían que hacerlo? -Preguntó Vera con total inocencia-. Trajeron una carta. Algo sobre una indemnización por el accidente. También han arreglado el comedor y han puesto una ducha. Yo me he encargado de supervisarlos. Pensé que te parecería bien.
– Sí, me parece muy bien, pero le dije a Nash… -Archie era el propietario del muro. Cualquier compensación tenía que venir de él. El corazón se le encogió. Así que eso era todo el compromiso que Nash estaba dispuesto a asumir.
– ¿Por qué no te vas a tumbar? -Sugirió Dee-. Seguro que estás cansada. Me llevaré a las niñas conmigo, si quieres. Ingrid se ocupará de ellas y te las traeré de vuelta mañana.
Stacey no se había imaginado lo vacía que le iba a parecer la casa. Hasta aquel momento, había estado convencida de que él estaría allí, esperándola. Pero, seguramente, ya estaría de camino al Amazonas.
– Sí, gracias, Dee. Eso sería estupendo.
– Yo estaré al lado, para lo que necesites -le dijo Vera-. ¿Puedes subir sola a la habitación?
Ella asintió.
– Sin problema.
Pero Vera esperó hasta que hubo llegado arriba.
Dee se llevó a las niñas y se hizo un silencio total.
No pudo evitar estremecerse al abrir la puerta del dormitorio. La habitación estaba en penumbra, así que se acercó a la ventana para abrir las cortinas.
Alguien había empezado a cortar el césped, pero lo habían dejado a medias. Lo habían cortado aquí y allí, dejando un mensaje…
Stacey, te quiero. ¿Te quieres casar conmigo?
Se tapó la boca con la mano, los ojos se le llenaron de lágrimas y comenzó a reírse a carcajadas. Abrió la ventana y comenzó a gritar.
– ¡Sí, Nash! ¡Sí!
No hubo respuesta. Esperaba que él hubiera aparecido por el nuevo muro del jardín… pero se dio cuenta de que había una puerta.
– ¡Nash! ¿Dónde estás? ¡Te quiero conmigo, ahora!
– Aquí me tienes.
Stacey se dio la vuelta y él estaba allí, de pie, en el vano de la puerta.
– ¡Ven aquí! Te he echado de menos. ¿Por qué has estado tanto tiempo alejado de mí? Él obedeció sin pensárselo. Atravesó la habitación y la tomó de la mano.
– Me dijiste que no regresara hasta que no madurara. No he tardado tres semanas, pero sí pensé que quería arreglar la casa antes de hacerte la gran propuesta, por si me decías que no.
– Tonto -dijo ella, mientras él la abrazaba.
– Lo soy -respondió él-. Pero debo haber hecho algo bueno. Mira lo que tengo -la besó lentamente, como un hombre que tuviera todo el tiempo del mundo. Después, se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja. La abrió. Dentro había un anillo con un diamante increíble.
– Nash, tú no… no…
– Lo sé, cariño. Pero hay un momento para las margaritas y otro para los diamantes. ¿Te quieres casar conmigo, Stacey? Su respuesta no dejó género de duda.
Los melocotones estaban totalmente maduros y Nash levantó a Clover para que agarrara uno. Luego subió a Primrose. Finalmente, fue el turno del pequeño niño de piel tostada y el pelo rubio. Lo habían llamado Archer, como su padre, pero las niñas se empeñaban en llamarlo Froggy.
Violet estaba en la cuna. Era demasiado pequeña para comer melocotones.
Stacey le acarició la mejilla. Bebés y melocotones, todo era maravilloso.
Nash la miró, dichoso de verla feliz.
– ¿Vas a comerte un melocotón, Nash?
– No, cariño. Mamá y yo nos comeremos los nuestros más tarde.
Por encima de las cabezas de los niños, intercambiaron una mirada que llevaba escrita una promesa de amor que, año tras año, crecía como las margaritas, y que, como los diamantes, era para siempre.
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