– Me las arreglaré.
La enfermera no parecía muy convencida. Miró a Nash buscando algún tipo de confirmación.
Pero aquello no sería un problema. Después de todo, si no llega a ser por él, el accidente no habría sucedido.
– No se preocupe. Yo me quedaré con ella hasta que pueda andar.
– Pero…
Nash la cortó.
– Venías a ofrecerme una habitación cuando te sucedió esto. Bueno, eso espero, porque el viento se había llevado mi tienda.
– ¿Lo has perdido todo?
– No. Me llevé todo a la oficina antes de que empezara a soplar con demasiada fuerza.
– Así que ahora te sientes culpable y por eso insistes en cuidarme. Pues no tienes por qué hacerlo. Tú querías irte…
– Y tú querías alguien para mucho tiempo -dijo él-. Pero, si quieres, puedo compartir la habitación con la estudiante, y así tendrás a alguien permanente cuando me haya ido.
– ¡Pero si es una chica!
– No pensarías que iba a compartir una cama doble con un hombre -el auxiliar de clínica llegó para llevarla hasta la salida-. ¿Qué me dices?
– ¿Idiota? -respondió ella.
– Tomaré eso como un sí -miró a la enfermera-. Entonces, ¿la puedo llevar a su casa? ¿Dónde puedo organizar lo del transporte?
– Sígame y le muestro donde -salieron de la sala y la mujer lo miró con cierta distancia. Nash se encogió de hombros.
– Lo de la estudiante no era más que una broma, ¿de acuerdo?
La enfermera no se mostró en absoluto impresionada.
– ¿Quiere decir que no le bastaría con decirle a la señora O'Neill que está enamorado de ella?
– ¿Enamorado? ¿Como en «hasta que la muerte os separe»?
Nash tuvo, de repente, la misma sensación que debió de sentir en el preciso instante en que el muro se desplomaba: algo así como un «esto no puede estarme sucediendo a mí».
Pero sí, claro que le estaba sucediendo.
Aquello no le gustaba. No podía estar allí, en la cama, por la mañana, mientras todos los demás corrían de un lado a otro.
– Mamá, ¿dónde están mis pantalones cortos?
– En la cesta de la ropa para planchar.
– ¿Quieres decir que no están planchados? -Bajó las escaleras a toda prisa-. ¡Nash, hay que plancharlos! ¿Sabes planchar?
– ¡Rosie, te los puedes poner sin planchar! -gritó ella mientras su hija bajaba las escaleras-. ¡Nash, no hace falta que se los planches!
Pronto oyó que sacaba la tabla y gruñó.
Acto seguido, escuchó la voz de su hermana, y trató de esconderse debajo de las sábanas al oír que subía las escaleras.
No funcionó.
– ¿Qué demonios está pasando aquí? Ese hombre dice que te has roto un tobillo. ¿Sabes que está en la cocina planchándole los pantalones cortos a la niña?
– No tenía por qué hacerlo.
Dee se sentó al borde de la cama y la miró.
– ¿Qué ha pasado?
– Tuve una pequeña caída el lunes por la noche.
– ¿El lunes? ¿Todo esto pasó el lunes? Estoy fuera un par de días, y todo se derrumba.
– Todo no, solo el muro. Y no ha sido nada, de verdad.
– He visto el muro. No pareció que hubiera sido «nada». Además, tienes un ojo morado.
– Gracias, necesitaba saber eso -había estado durmiendo todo el martes y todavía no se había acercado a un espejo.
– ¿No deberías estar en el hospital?
– No tenían camas suficientes.
– ¡Pero eso es espantoso!
– No, de verdad, estoy bien. Tenía dos opciones, que me pusieran en una camilla en mitad de un pasillo o que Nash me trajera a casa.
– ¡Deberías haber llamado a Tim! Mira, te vamos a llevar a casa de inmediato. Ingrid se puede encargar de las niñas, mientras yo estoy trabajando…
– No, Dee.
– Sé razonable.
– No me voy a mover de aquí. Estoy bien. Nash lo está haciendo muy bien. Me va a llevar abajo cuando las niñas ya estén en el colegio, para que pueda desayunar en el jardín.
– ¿Y qué va hacer aquí ese hombre?
– Su nombre es Nash Gallagher, Dee. Me va a poner los baldosines del baño -se movió ligeramente. Sentía todo el cuerpo dolorido-. Las llaves de tu coche están en el cajón.
Dee se levantó.
– Vendré luego. Si es que estás segura de que te encuentras bien -no se marchó-. ¿Quieres que te traiga algo?
– Unas uvas -estaba ansiosa de que su hermana se marchara.
– ¿Nada más?
– Nada.
– Bueno, si estás segura -finalmente, preguntó lo que estaba ansiosa por preguntar-. ¿Conseguiste ir a la recepción?
– Sí, Dee. Lawrence me trajo unas rosas rojas, tal y como tú le indicaste, y lo pasamos bien.
– ¿Bien?
Sin duda se había excedido en su comentario.
– Dejémoslo en que fue una noche muy útil. Él se pasó toda la noche hablando con una mujer belga sobre lácteos, y yo me pasé la noche con el director del banco. Deberías estar orgullosa de ambos.
Dee la miró con desconfianza y se dirigió hacia la puerta.
– Te veré más tarde -abrió el bolso y volvió-. Toma, por si lo necesitas -era su móvil-. Por si acaso.
Estuvo tentada de preguntarle por si acaso qué, pero ya sabía la respuesta.
– No seas tonta, Dee. Si me quedo con tu móvil me voy a pasar toda la mañana contestando llamadas para ti.
– Puedo desviar las llamadas.
– ¿De verdad? Qué lista eres. Te lo agradezco, pero de verdad que no lo necesito. Nash ya me ha dejado el suyo -dijo ella, y se lo enseñó. Era pequeño y muy moderno.
– Vaya -dijo Dee.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Quiero que me saques de esta cama. Necesito lavarme los dientes, entre otras cosas.
– De acuerdo. Pon el brazo alrededor de mi cuello -se inclino para que pudiera agarrarse y se sentó. Dijo unas cuantas palabras mientras se levantaba, motivadas por el dolor de los golpes que tenía en todo su cuerpo-. Eso ha sido muy instructivo.
– Cállate y ayúdame a levantarme.
El camisón se le subió por detrás.
– Tu trasero está tomando un color muy interesante.
– No quiero saberlo. Y no deberías estar mirando.
– Lo siento -dijo, mientras la llevaba en brazos hasta el baño. Cortó un trozo de papel y se lo puso en la mano. Ella estuvo a punto de decirle que se las podía arreglar, pero se dio cuenta de que eso, de entrada, era engañarse a sí misma.
– Grita cuando hayas terminado y vendré para ayudarte a lavarte.
– No hace falta.
– De acuerdo, como quieras. Vendré a recogerte del suelo cuando te hayas lavado. ¿O prefieres ir a casa de tu hermana?
– Está bien, te llamaré, te llamaré.
No tuvo otra elección. No podía levantarse.
Tal vez, debería de haber sido una situación embarazosa, pero no lo era. Se sentía muy cómoda, como si lo conociera de toda la vida. Mientras ella estaba sentada, él llenó el lavabo con agua. Le lavó la cara con una esponja, luego el cuello, la espalda, los brazos, mientras ella se tapaba los senos con una toalla.
– Es como ser una niña -dijo ella, mientras él le pasaba de nuevo la esponja enjabonada para que ella misma se ocupara de partes más íntimas. Luego la ayudó a ponerse un camisón limpio y a levantarse para poderse lavar los dientes.
Le hizo la cama y, a pesar de su insistencia en que quería bajar al jardín, ella se sintió muy cómoda en el momento en que se vio en la cama limpia y ordenada.
La peinó cuidadosamente.
– ¿Quieres que te recoja el pelo?
– Sí, por favor. Encontrarás una goma en la cómoda.
Entre un montón de cosas, encontró la foto de un hombre muy atractivo con una camiseta de rugby, que se reía de algo.
– ¿Era tu marido? -le mostró la foto para que la viera desde la cama.
– Sí, ese era Mike.
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