– ¡Oh, Nash! ¡Eso es espantoso!
– Cuando Archie se enfermó, hice las paces con él. Se lo llevaron de su oficina en una camilla.
– Lo sé. Yo fui la que lo encontré.
– Entonces fuiste tú la que le salvaste la vida -le besó los dedos y la miró-. Gracias. Nunca me habría perdonado…
– Está bien, no te preocupes -le susurró-. Está bien…
– Cuando vi cómo estaba el lugar… -se detuvo, como si le costara explicar tantas cosas-. Pensé que debía limpiar los árboles. Siempre me levantaba en brazos para que agarrara un melocotón.
– ¿Si? -le vino a la mente la dulce imagen de un niño mordiendo la fruta madura y recordó aquella pregunta que no había comprendido: «¿Has probado el sabor de un melocotón maduro recién caído del árbol?». Después, la había besado mientras pensaba en aquel recuerdo infantil.
Había algo tremendamente tierno en todo aquello.
– Y, de pronto, apareciste tú, saltaste por encima de aquel muro, y tuve la sensación de que ya no me podría apartar de ti -Nash sabía que eso había sido un golpe bajo. Injusto. Lawrence Fordham no tenía la oportunidad de compartir el silencio de la noche con ella. Pero en cuestiones de amor, todo era justo… Y Nash estaba, sin duda alguna, enamorado de aquella mujer. Lo que había dicho no había sido más que la verdad.
– Stacey…
– Shh… Ven aquí -se movió para dejarle sitio en la cama.
A él se le secó la boca. Deseaba aquello, lo deseaba demasiado como para cometer un error.
– ¿Estás segura?
– Solo quiero abrazarte, Nash.
Él se quitó los zapatos y la abrazó. Su contacto fue cálido y dulce y sintió ganas de hacerle el amor de ese modo tierno que los poetas describen en sus libros.
Pero ella solo quería que la abrazara. Con eso se conformaría.
– Perdona… -dijo ella. Él se sobresaltó. ¡Había cometido algún error! Había mal interpretado algo-. ¿Es que no te quitas los calcetines para meterte en la cama?
¿Meterse en la cama? ¿No se trataba de estar solo encima de la cama?
– Generalmente, me lo quito todo.
– Entonces, sugiero que lo hagas -sus ojos eran una dulce invitación-. Por favor, apaga la luz. Con el aspecto que tengo en este momento, preferiría que nos limitáramos al sentido del tacto.
– Mamá, es muy tarde.
– ¿Tarde? -Stacey abrió los ojos y parpadeó, al sentir la luz del sol. Clover la estaba mirando fijamente-. ¿Cómo de tarde? -Miró el reloj que estaba en la mesilla- ¿Dónde está el reloj?
– Está allí -dio la vuelta a la cama, hacia la otra mesilla-. Hola, Nash -agarró el reloj y se lo llevó a su madre-. Son las ocho y cuarto, mira.
Stacey miró. Clover tenía razón. Luego se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Se incorporó rápidamente, sin apenas notar el dolor que sentía. Él se giró y la estaba mirando.
¡Maldición! ¿Cómo le iba a explicar aquello a su hija de nueve años?
– Mami, si Nash va a dormir aquí contigo, ¿puedo quedarme yo en la habitación que sobra? Soy demasiado mayor para compartir mi dormitorio con Rosie.
¿Así de simple?
– Ya hablaremos de eso más tarde. Vete a lavar y asegúrate de que tu hermana está despierta… -Nash estaba sonriendo-. ¡No tiene gracia!
Le besó la pierna aún llena de moratones.
– No, claro que no. Estoy muy serio, ¿no me ves? Tú lo sabes.
Stacey no sabía nada, solo que era muy tarde y que, seguro, Clover anunciaría mañana mismo la inminente llegada de un hermanito.
– Ayúdame -le dijo-. Solo conseguiremos que las niñas lleguen al colegio a tiempo si nos ponemos en marcha los dos.
– Me las puedo arreglar solo -salió de la cama, se puso la ropa que había dejado en el suelo la noche anterior y se dirigió hacia la puerta-. Quédate aquí. No muevas un músculo. Enseguida vuelvo.
Así lo hizo. Volvió con una taza de té, una tostada y un beso, antes de llevar a Clover y a Rosie al colegio.
Stacey estaba segura de que solo eso habría causado todo tipo de cotilleos, antes de que hubiera motivo para ellos.
Se levantó de la cama y, con la ayuda de las muletas, se dirigió hacia el baño. No era tan divertido como que la llevara él, pero tenía que hacer el esfuerzo.
Ya se había aseado para cuando él volvió. Se quedó impresionado de sus avances, pero no deshizo sus planes de tener a alguien para que la ayudara.
– He visto a Vera cuando venía hacia aquí. Le he pedido que venga a ayudarte.
– No hace falta.
Miró las muletas.
– Te puedes caer. Y yo no sé cuánto tiempo voy a tardar.
– Pensé que solo ibas a estar fuera por la mañana.
– Más bien hasta después de comer -dijo, mientras se disponía a afeitarse-. Necesito ir a ver a Archie, también.
– Dale recuerdos de mi parte -dijo ella, mientras lo veía afeitarse.
Hacía mucho que no veía a un hombre afeitándose, y siempre había pensado que era una de las acciones más sensuales del mundo. Era como el amor: un pequeño error y…
– Nash -él se volvió-. Gracias por lo de anoche.
– Fue un placer -sonrió y le dio un beso en la frente, dejándole un poco de espuma. Se la quitó con el dedo-. Esta noche lo intentaremos otra vez.
– Pero, ¿y Clover y Rosie?
– No son ningún problema -estarían felices-. A quien sí vas a tener que pensarte cómo decirle que me quedo es a tu hermana.
– ¿Te quedas?
El hizo una pausa y la miró a través del espejo.
– ¿No quieres?
– Sí -dijo ella. Aquel no era momento para juegos y fingimientos-. Claro que quiero que te quedes. Pero pensé que tu vida consistía en ir de un lugar a otro.
– Pues he encontrado un lugar en el que quedarme -limpió la maquinilla de afeitar en el agua.
Ella trató de mantener el rostro sereno, pero no pudo evitar una sonrisa complacida.
– ¡Pobre Dee! -Se dio la vuelta con las muletas y se dirigió a la puerta-. Nash…
– ¿Sí?
– ¿Esta noche podrías ayudarme a darme un baño?
Dejó de afeitarse.
– Realmente, sabes cómo hacer que un hombre quiera volver a toda prisa a casa.
Stacey se preguntó si Nash habría reconsiderado la oferta de trabajo del día anterior. Asumiendo que no fuera eso de liderar una expedición en el Amazonas. Pero no podía ser, pues se iba vestido con unos vaqueros, una camiseta verde y su cazadora de cuero.
La besó y la abrazó, y ella no pudo evitar estremecerse.
– ¿Qué te pasa?
– Nada -dijo ella, pero él continuó mirándola-. Es que no me gustan las motos.
– ¿No? -Se puso el casco-. Quizás haya llegado la hora de pensar en algo más razonable, algo para cuatro.
– ¿Un Volvo? Dicen que son muy seguros -se rió ella-. Quizás uno amarillo. Dicen que la gente tiene menos accidentes.
– Eso suena interesante.
– Lo siento. Sé que sueno totalmente estúpida. No tienes que cambiar por mí, de verdad.
– Ya solo el haberte conocido me ha cambiado, Stacey. Amarte como te amo… no hay palabras para describir lo que me ha hecho.
«Amarte como te amo».
Era fácil de decir, difícil de vivir.
Stacey se entretuvo pensando en qué haría Nash, exactamente, cuando no estaba limpiando el jardín de Archie.
Luego, mientras cojeaba lentamente alrededor de la casa, vio todo lo que había hecho por ella. No había sido solo el baño, sino que había repintado la puerta de la cocina y le había puesto el picaporte.
Aquello era lo que Nash hacía. Había estado equivocada respecto a él. No era en absoluto como Mike. Quizá se pareciera físicamente, pero eso no significaba nada. Mike había sido un hombre guapo solo en la superficie.
Nash no era así. Era hermoso por fuera y por dentro. No esperaba a que se le pidieran las cosas. Cuando hacía falta algo, él lo hacía. Así le había arreglado el baño. Así le había hecho el amor, lentamente, dando, no quitando.
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