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Rachel Gibson: Simplemente Irresistible

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Rachel Gibson Simplemente Irresistible

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Georgeanne Howard, una encantadora belleza sureña, deja a su prometido plantado en el altar cuando se da cuenta de que no es capaz de casarse con un hombre que podría ser su abuelo… por mucho dinero que éste tenga. John Kowalsky, inconscientemente, la ayuda a escapar… hasta que se percata de que se está fugando con la novia de su ¡¡¡jefe!!!… pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. En lo más alto de su carrera, esta rebelde estrella del hockey no quiere ser el salvador de nadie -salvo de sí mismo- y no importa lo bella que la dama en cuestión pueda ser. Lo malo es que les espera una larga noche por delante -una noche demasiado ardiente como para resistirse a la tentación. Años más tarde, Georgeanne y John vuelven a encontrarse. Ella está tratando de convertirse en una encantadora ama de casa de Seattle y él ha dejado atrás sus días de juerga. Pero se queda completamente asombrado cuando se entera de que esa noche inolvidable con ella tuvo como fruto una niña -su hija-, y está decidido a formar parte de su vida. Georgeanne ha amado a John desde el momento en que se metió en su Corvette rojo siete años atrás, pero no quiere volver a arriesgar su corazón en el intento. ¿Realmente se ha convertido en un hombre nuevo? ¿Será capaz de enfrentarse a la furia de su jefe, perdiendo su última oportunidad de alcanzar la gloria, para demostrar que esta vez su amor será para siempre?

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John la miró con el ceño fruncido a través del espejo, pero ella no le prestaba atención; Georgie tenía la vista clavada en el lazo blanco del corpiño. John trató de alcanzar la cremallera y, cuando tiró, descubrió la razón por la que Georgeanne tenía dificultad para respirar. Entre la cremallera abierta del vestido de novia vio los enganches plateados que cerraban una prenda de ropa interior que John de inmediato reconoció como un corsé. Todo era de raso rosa: la lazada, el revestimiento de los aros y el corsé que le apretaba la suave piel.

Ella levantó una mano hacia el lazo del corpiño, sujetándolo firmemente contra sus grandes senos para impedir que el vestido se le cayera.

– Al ver mi cubertería de plata favorita se me fue la cabeza y creo que dejé que Virgil me convenciera de que sólo eran dudas prematrimoniales. En realidad quería creerle…

Cuando John terminó con la cremallera anunció:

– Ya está.

– Oh -ella lo contempló a través del espejo luego, rápidamente, bajó la mirada. Sus mejillas se pusieron al rojo vivo al preguntar-, ¿puedes desabrochar mi ah… ah, la prenda de abajo?

– ¿El corsé?

– Sí, por favor.

– No soy una maldita doncella -protestó él, y levantó las manos otra vez para tirar de los enganches y los ojales. Mientras lidiaba con los diminutos corchetes, rozó con los nudillos las marcas rosadas que le arruinaban la piel. Ella se estremeció y un largo suspiro se le escapó desde lo más profundo de la garganta.

John miró hacia el espejo y detuvo las manos. La única vez que veía tal éxtasis en la cara de una mujer era cuando estaba profundamente enterrado en su cuerpo. Una rápida punzada de lujuria lo golpeó en el vientre. La reacción de su cuerpo ante la satisfacción que se reflejaba en los ojos y en los labios de Georgeanne lo irritó.

– Oh, sí. -Ella respiró profundamente-. No puedes imaginarte lo bien que sienta esto. No había pensado llevar puesto este vestido más que una hora y han sido tres.

Su miembro podía responder a una mujer hermosa -de hecho, le preocuparía que no fuera así-, pero no pensaba hacer nada al respecto.

– Virgil es un viejo -dijo sin molestarse en disimular la irritación de su voz-. ¿Cómo demonios esperabas que te sacara de aquí?

– Eso ha sido cruel -susurró.

– No esperes amabilidad de mi parte, Georgeanne -le advirtió, tirando con brusquedad del resto de los enganches-. O te llevarás una decepción.

Ella lo miró y se dejó caer el pelo por los hombros.

– Creo que podrías ser simpático si quisieras.

– Claro -dijo, moviendo las yemas de sus dedos para rozarle las marcas que tenía en la espalda, pero antes de que pudiera aliviar su piel con la caricia dejó caer la mano-. Si quisiera -dijo, y se fue de la habitación cerrando la puerta tras él.

Cuando llegó al salón, sintió inmediatamente la mirada especulativa de Ernie. John tomó la cerveza de la mesa, se sentó en el sofá que había delante del viejo orejero de su abuelo y esperó a que Ernie comenzara a lanzar sus preguntas. No tuvo que esperar demasiado.

– ¿Dónde la recogiste?

– Es una larga historia -contestó, luego explicó la situación sin dejarse nada en el tintero.

– Dios mío, ¿has perdido el juicio? -Ernie se inclinó hacia delante sobre el borde del asiento y le dijo-: ¿Qué crees que va a hacer Virgil? Por lo que me has dicho, ese hombre no es exactamente un dechado de misericordia y prácticamente le has robado a la novia.

– No se la robé. -John puso los pies sobre la mesita de café y se hundió más en los cojines-. Ella ya lo había dejado.

– Sí. -Ernie cruzó los brazos sobre el delgado pecho y miró ceñudo a John-. En el altar. Un hombre no es propenso a perdonar y olvidar una cosa como ésa.

John apoyó los codos sobre los muslos y se llevó la botella a los labios.

– No se enterará -dijo antes de dar un largo trago.

– Espero que no. Hemos trabajado muy duro para llegar tan lejos -le recordó a su nieto.

– Lo sé -dijo, aunque no necesitaba que se lo recordara. Le debía todo lo que era a su abuelo. Después de que su padre muriera, su madre y él se habían trasladado a vivir a la casa de al lado de Ernie. Cada invierno Ernie había llenado su patio trasero de agua para que John tuviera un sitio donde patinar. Había sido Ernie quien había practicado con John sobre ese hielo helado hasta que ambos acababan congelados hasta los huesos y quien le había enseñado a jugar al hockey, llevándolo a los partidos y quedándose para animarle. Fue su abuelo quien los mantuvo unidos cuando las cosas iban realmente mal.

– ¿Vas a «hacerlo» con ella?

John miró la cara arrugada de su abuelo.

– ¿Qué?

– ¿No es así como lo dicen los jóvenes ahora?

– Jesús, Ernie -dijo John, aunque en realidad no estaba escandalizado-. No, no voy a «hacerlo» con ella.

– Sin duda alguna, eso espero. -Cruzó su calloso y agrietado pie sobre el otro-. Pero si Virgil se entera de que está aquí, pensará que lo has hecho de todas maneras.

– No es mi tipo.

– Claro que lo es -discutió Ernie-. Me recuerda a esa artista de striptease con la que saliste hace poco, Cocoa LaDude.

John echó un vistazo al pasillo, agradeciendo que Georgeanne aún no hubiera aparecido.

– Su nombre era Cocoa LaDuke, y no salí con ella. -Volvió la mirada hacia su abuelo y frunció el ceño. Si bien Ernie nunca se lo había dicho, John tenía el presentimiento de que su abuelo no aprobaba su estilo de vida-. No esperaba encontrarte aquí -dijo, cambiando de tema a propósito.

– ¿Dónde querías que estuviera?

– En casa.

– Mañana es día seis.

John volvió la mirada a la enorme ventana que daba al océano. Observó cómo se hinchaban las olas para después replegarse sobre sí mismas.

– No necesito que me des la mano.

– Lo sé, pero pensé que te gustaría tomar una cerveza con un amigo.

John cerró los ojos.

– No quiero hablar de Linda.

– No tenemos que hacerlo. Tu madre está preocupada por ti. Deberías llamarla más a menudo.

John rascó ligeramente con el pulgar la etiqueta de la botella de cerveza.

– Bien, lo haré -convino, aunque supo que no lo haría. Su madre solía portarse como una bruja con él sobre el tema del alcohol; lo machacaría con que llevaba una vida autodestructiva. Sabía que tenía razón, pero no necesitaba que se lo recordaran-. Cuando pasé por el pueblo, vi a Dickie Marks saliendo de tu bar favorito -dijo, cambiando otra vez de tema.

– Estuve antes con él. -Ernie se levantó lentamente de la silla. Sus torpes movimientos le recordaron a John que su abuelo tenía setenta y un años-. Vamos a salir a pescar por la mañana. Deberías madrugar y venir con nosotros. -Varios años antes, John habría sido el primero en subirse en el bote, pero ahora normalmente se despertaba con un agudo dolor de cabeza. Levantarse antes del amanecer para congelarse el culo no le atraía en absoluto.

– Lo pensaré -contestó, sabiendo que no lo haría.

Georgeanne se abrochó el sujetador de color granate, cogió la camiseta y se la pasó por encima de la cabeza. Una gorra de béisbol de los Seahawks, un cronómetro, una venda elástica y una capa gruesa de polvo reposaban sobre el tocador delante de ella. Levantó la mirada hacia el gran espejo de encima del tocador y se asustó. La camiseta de suave algodón blanco le ceñía los senos pero le quedaba floja en todos los demás sitios. Parecía un atentado a la moda, así que se la remetió dentro de los anchos pantalones cortos, aunque de esa manera se le marcaban los grandes senos y el trasero; los dos lugares que no quería resaltar. Tiró bruscamente de la camiseta hasta que cayó sobre sus caderas, luego metió los zapatos dentro del neceser y cogió un Snickers que guardaba allí dentro. Sentada sobre el borde de la cama le quitó el envoltorio marrón y hundió los dientes en la sabrosa chocolatina. Un suspiro de placer se le escapó de los labios mientras masticaba la golosina. Recostándose en la colcha azul, se desperezó y se quedó mirando la instalación de la luz del techo. Dos polillas muertas descansaban sobre el fondo de la lámpara blanca. Mientras devoraba la chocolatina, escuchó las voces amortiguadas de John y de Ernie a través de la puerta de madera. Considerando que a John no parecía gustarle mucho, era extraño que el timbre ronco de su voz la tranquilizara. Quizá fuera porque era la única persona que conocía en varias millas a la redonda o quizá fuera porque en el fondo sentía que no era tan imbécil como parecía. No obstante, tan sólo con su tamaño conseguía que cualquier mujer se sintiera segura.

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