Georgeanne no tenía la más remota idea de qué hablaba Ernie, pero «placar contra la barrera» sonaba doloroso. Había nacido y crecido en un estado que vivía por y para el fútbol, pero ella lo odiaba. Algunas veces se preguntaba si era la única persona en Texas que aborrecía los deportes violentos.
– ¿No le dolió? -preguntó.
– ¡Demonios, no! -explotó el anciano-. Se estrelló contra el «Muro» y vivió para contarlo.
Una comisura de los labios de John se curvó hacia arriba y sumergió varias galletas saladas en la sopa de pescado.
– Creo que no conquistaré el Lady Bying pronto.
Ernie se volvió hacia Georgeanne.
– Es el trofeo que se le da al jugador más caballeroso, pero que se jodan. -Golpeó la mesa con un puño, mientras se llevaba la cuchara a la boca de nuevo.
Personalmente, Georgeanne creía que ninguno de ellos corría el riesgo de ganar un premio por comportarse como un caballero.
– Esta sopa de pescado es maravillosa -dijo, en un esfuerzo por cambiar de tema y pasar a algo un poco menos exaltado-. ¿La hizo usted?
Ernie alcanzó la cerveza junto a su plato.
– Claro -contestó, llevándose la botella a la boca.
– Es deliciosa. -Siempre había sido importante para Georgeanne gustar a la gente, ahora más que nunca. Y pensó que ya que sus conversaciones amistosas no funcionaban con John, prestaría atención sólo a su abuelo-. ¿Comenzó con una bechamel? -preguntó, escrutando los ojos azules de Ernie.
– Sí, claro, pero el truco para una buena sopa de pescado está en el caldo de almejas -dijo, y empezó a explicarle entre cucharadas la receta de la sopa. Georgeanne parecía pendiente de cada una de sus palabras, concentrada en él exclusivamente y, al cabo de unos segundos, lo tenía comiendo de la palma de la mano. Preguntó y comentó sobre su elección de especias y todo el rato fue muy consciente de la mirada fija de John. Supo cuándo tomaba un poco de comida, cuándo se llevaba la botella de cerveza a los labios o cuándo se pasaba la servilleta por la boca. Era consciente de cuándo la miraba a ella o cuándo volvía la atención a su abuelo. Antes, al despertarse de la siesta, había sido casi amigable. Ahora parecía abstraído.
– ¿Y le ha enseñado a John cómo hacer sopa de pescado? -preguntó, esforzándose por incluirlo en la conversación.
John se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho.
– No -fue todo lo que dijo.
– Cuando no estoy aquí, John come fuera. Pero cuando estoy me aseguro de que coma bien y de que tenga existencias en la cocina. Me gusta cocinar -informó Ernie-. Pero a él no.
Georgeanne le sonrió.
– Lo cierto es que pienso que las personas nacen o bien aborreciendo o bien amando la cocina y puedo decir que usted -hizo una pausa para tocarle el arrugado antebrazo- tiene un don especial. No todo el mundo sabe hacer una buena bechamel.
– Podría enseñarte -se ofreció el anciano con una sonrisa.
La piel de él se sentía como papel encerado caliente bajo su mano, llenando su corazón con dulces recuerdos de la infancia.
– Gracias, señor Maxwell, pero ya sé cómo hacerla. Soy de Texas y nosotros le ponemos bechamel a todo, incluso al atún. -Recorrió con la mirada a John, notó que fruncía el ceño, y decidió ignorarlo-. Puedo elaborar salsa de bechamel y añadirla a cualquier cosa. La redeye de mi abuela era famosa, y no estoy hablando de cualquier cosa, ya sabe a lo que me refiero. Cuando uno de nuestros amigos o parientes pasaba a mejor vida, era costumbre que mi abuela llevara el jamón y la salsa redeye. Después de todo, la abuela se crió en una granja de cerdos cerca de Mobile y era conocida en los funerales por sus jamones con miel. -Georgeanne se había pasado la vida cerca de personas mayores y hablando con Ernie se sentía tan a gusto que se inclinó un poco más hacia él y le sonrió con simpatía-. Ahora, quien es famosa es mi tía Lolly, pero por el motivo contrario. Es conocida por su gelatina O'Jell porque le echa de todo. La hizo realmente mal cuando el señor Fisher se fue al otro barrio. Todavía hablan de eso en la Primera Iglesia Baptista que no debe confundirse con la Iglesia Bautista Libre donde lavan los pies, aunque no creo que lo lleven a la práctica.
– Jesús -interrumpió John-. ¿A dónde quieres ir a parar?
La sonrisa de Georgeanne flaqueó, pero estaba decidida a seguir siendo encantadora.
– Ya estaba llegando.
– Pues bien, podrías acabar de una vez porque al paso que vas Ernie no llegara para contarlo.
– Para ya -le advirtió su abuelo.
Georgeanne palmeó el brazo de Ernie y miró los ojos entrecerrados de John.
– Eso ha sido increíblemente grosero.
– Puedo ser más desagradable todavía. -John apartó a un lado su plato vacío y se inclinó hacia adelante-. Los tíos del equipo y yo queremos saber si a Virgil aún se le levanta o si sólo querías casarte con él por dinero.
Georgeanne pudo sentir cómo se le agrandaban los ojos y cómo le ardían las mejillas. La idea de que su relación con Virgil hubiera sido motivo de discusión en el vestuario de los jugadores era de lo más humillante.
– Ya basta, John -ordenó Ernie-. Georgie es una chica agradable.
– ¿Sí? Las chicas agradables no se acuestan con los hombres por dinero.
Georgeanne abrió la boca, pero le fallaron las palabras. Trató de pensar en algo igualmente hiriente, pero no se le ocurrió nada. Sabía con certeza que más tarde, cuando ya no la necesitara, se le ocurriría una respuesta perfecta, ingeniosa y sarcástica. Aspiró profundamente y trató de permanecer calmada. La triste realidad era que cuando se azoraba, volaban de su cabeza palabras simples como «puerta», «estufa» o, -como había ocurrido antes, cuando había tenido que pedir ayuda a John- «corsé».
– No sé lo que te he hecho para que digas tales crueldades -dijo, colocando la servilleta en la mesa-. No sé si soy yo, si odias a las mujeres en general, o si siempre estás malhumorado, pero mi relación con Virgil no es de tu incumbencia.
– No odio a las mujeres -aseguró John, luego bajó deliberadamente la mirada a la pechera de la camiseta.
– Tienes razón -intervino Ernie-. Tu relación con el señor Duffy no es asunto nuestro. -Ernie alcanzó su mano-. La marea está casi baja. ¿Por qué no sales y buscas algunas pozas cerca de esas grandes rocas de allá abajo? Tal vez encuentres algo en la costa de Washington que puedas llevarte contigo a Texas.
Georgeanne había sido educada para respetar a sus mayores y no cuestionó la sugerencia de Ernie. Los miró a ambos y luego se levantó.
– Lo siento de verdad, señor Maxwell. No tenía intención de provocar problemas entre ustedes.
Sin apartar los ojos de su nieto, Ernie contestó:
– No es culpa tuya. Esto no tiene nada que ver contigo.
Pero realmente sentía que era culpa suya, pensó mientras empujaba la silla hacia atrás y se levantaba. Cuando Georgeanne atravesó la verde y estrecha cocina hacia la puerta trasera, se dio cuenta de que había dejado que la pinta estupenda de John nublara su juicio. No se hacía el imbécil. ¡Lo era!
Ernie esperó hasta que oyó cerrarse la puerta trasera antes de decir:
– No es justo que la tomes con esa niña -observó cómo su nieto arqueaba una ceja.
– ¿Niña? -John plantó los codos sobre el mantel-. Ni echándole toda la imaginación del mundo puede nadie, ni siquiera tú, cometer el error de confundir a Georgeanne con una «niña».
– Pues bien, no creo que sea muy mayor -continuó Ernie-. Y fuiste irrespetuoso y grosero con ella. Si tu madre estuviera aquí, te daría un buen tirón de orejas.
Una sonrisa curvó los labios de John.
– Probablemente -dijo.
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