Rachel Gibson - Simplemente Irresistible

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Georgeanne Howard, una encantadora belleza sureña, deja a su prometido plantado en el altar cuando se da cuenta de que no es capaz de casarse con un hombre que podría ser su abuelo… por mucho dinero que éste tenga. John Kowalsky, inconscientemente, la ayuda a escapar… hasta que se percata de que se está fugando con la novia de su ¡¡¡jefe!!!… pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás.
En lo más alto de su carrera, esta rebelde estrella del hockey no quiere ser el salvador de nadie -salvo de sí mismo- y no importa lo bella que la dama en cuestión pueda ser. Lo malo es que les espera una larga noche por delante -una noche demasiado ardiente como para resistirse a la tentación.
Años más tarde, Georgeanne y John vuelven a encontrarse. Ella está tratando de convertirse en una encantadora ama de casa de Seattle y él ha dejado atrás sus días de juerga. Pero se queda completamente asombrado cuando se entera de que esa noche inolvidable con ella tuvo como fruto una niña -su hija-, y está decidido a formar parte de su vida.
Georgeanne ha amado a John desde el momento en que se metió en su Corvette rojo siete años atrás, pero no quiere volver a arriesgar su corazón en el intento. ¿Realmente se ha convertido en un hombre nuevo? ¿Será capaz de enfrentarse a la furia de su jefe, perdiendo su última oportunidad de alcanzar la gloria, para demostrar que esta vez su amor será para siempre?

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Se deslizó lentamente hasta que descansó la cabeza sobre la almohada de John y los pies sobre el vestido de novia, que estaba a los pies de la cama. Cuando terminó de engullirse el Snickers, pensó en llamar a Lolly, pero decidió esperar. No tenía prisa en escuchar la reacción de su tía. Pensó en levantarse, pero lo único que hizo fue cerrar los ojos. Recordó la primera vez que vio a Virgil en el departamento de cosmética del Neiman-Marcus de Dallas. Aún le costaba creer que hasta hacía poco más de un mes había estado trabajando, repartiendo muestras de perfumes de Fendi y Liz Claiborne. Lo más probable es que no lo hubiera visto si él no se hubiera acercado a ella. Ni habría cenado con él la primera vez si no hubiera tenido rosas y una limusina esperando en la puerta después del trabajo. Había sido tan fácil deslizarse dentro de esa limusina con climatizador, lejos del calor, la humedad y los humos del autobús. Si no se hubiera sentido tan sola y si su futuro no hubiera sido tan incierto, probablemente no habría aceptado casarse con un hombre al que hacía tan poco tiempo que conocía.

La noche anterior había tratado de decirle a Virgil que no podía casarse con él. Había tratado de cancelar la boda, pero no la había escuchado. Se sentía horriblemente mal por lo que había hecho, pero no se le había ocurrido ninguna otra manera de arreglarlo.

Sin poder reprimir más las lágrimas que había estado conteniendo todo el día, sollozó quedamente en la almohada de John. Lloró por el lío que había hecho de su vida y el vacío que sentía en su interior. El futuro se le presentaba incierto y aterrador. Sus únicos parientes eran una tía entrada en años y un tío que vivía de la Seguridad Social y cuyas vidas giraban en torno al programa I Love Lucy.

No tenía nada y, encima, había conocido a un hombre que le había dicho que no esperara que fuera amable con ella. Repentinamente se sintió como Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo. Había visto todas las películas que había hecho Vivien Leigh y pensó que era un poco extraño, una rara coincidencia, que el apellido de John fuera Kowalsky.

Estaba asustada y sola, pero en cierta manera se sentía aliviada por no tener que fingir nunca más. No tendría que fingir que apreciaba el horrible gusto de Virgil para la ropa y las demás vulgaridades que él quería que se pusiera.

Exhausta, lloró hasta quedarse dormida. No se percató de que se había quedado dormida hasta que se despertó con un sobresalto, incorporándose de golpe sobre la cama.

– ¿Georgie?

Un mechón de pelo le cayó sobre el ojo izquierdo mientras se volvía hacia la puerta iluminada por el sol para ver una cara que le recordaba a uno de esos calendarios de tíos cachas. Sus manos se agarraban al marco por encima de la cabeza y el reloj plateado se le había girado de tal manera que la esfera descansaba contra su pulso. Tenía una cadera más alta que la otra, y durante un momento clavó los ojos en él, desorientada.

– ¿Tienes hambre? -preguntó.

Parpadeó varias veces antes de despejarse. John se había cambiado la ropa por un par de Levi's viejos con un agujero en la rodilla. La sudadera blanca de los Chinooks que le ceñía el pecho no ocultaba el vello fino que le oscurecía las axilas. No podía dejar de preguntarse si se habría cambiado en la habitación mientras ella dormía.

– Si tienes hambre, Ernie está haciendo sopa de pescado.

– Me muero de hambre -dijo, pasando las piernas por el borde de la cama-. ¿Qué hora es?

John bajó la mano y se miró el reloj.

– Casi las seis.

Había dormido unas dos horas y media, y se sentía más cansada que antes. Recordó ir al baño y recogió el neceser que había dejado en el suelo al lado de la cama.

– Necesito unos minutos -dijo, evitando mirarse en el espejo al pasar por el tocador-. No tardaré -añadió, acercándose a la puerta.

– Bien. Estábamos a punto de sentarnos a la mesa -la informó John, aunque no se movió. Sus hombros prácticamente llenaban el marco de la puerta, obligándola a detenerse.

– Perdona. -Si él pensaba que para pasar se iba a apretar contra él, lo tenía claro. Georgeanne había resuelto ese juego en décimo grado. Le decepcionó que John perteneciera al tipo de hombres de mala fama que pensaba que tenían derecho a restregarse contra las mujeres y mirarlas con atención bajo las blusas, pero cuando levantó la mirada a sus ojos azules, se sintió aliviada. El ceño le arrugaba la frente y la miraba a la boca, no a los senos. Levantó una mano hacia ella y le rozó el labio inferior con el pulgar. Estaba tan cerca que podía oler su colonia, Obsesión. Después de trabajar con perfumes y colonias durante un año, Georgeanne reconocía todas las fragancias.

– ¿Qué es esto? -preguntó, mostrándole una pizca de chocolate en el pulgar.

– Mi almuerzo -contestó, sintiendo un revoloteo en el estómago. Levantó la vista a los ojos azules y se dio cuenta de que, para variar, no la miraba frunciendo el ceño. Ella se lamió el labio y preguntó-: ¿mejor así?

Lentamente él bajó los brazos y levantó su mirada hacia la de ella.

– ¿Mejor que qué? -preguntó, y Georgeanne pensó que iba a sonreír y volvería a mostrarle su hoyuelo otra vez, pero en su lugar dio media vuelta y salió al pasillo.

»Ernie quiere saber si quieres cerveza o agua helada con la cena -le dijo por encima del hombro. La parte trasera de sus pantalones vaqueros eran de un azul más claro que el resto, y la cartera le abultaba uno de los bolsillos. En los pies llevaba un par de chanclas baratas como las de su abuelo.

– Agua -contestó, pero habría preferido té helado. Georgeanne fue al cuarto de baño y se reparó el estropicio del maquillaje. Cuando volvió a aplicarse la barra de labios color borgoña, curvó la boca en una sonrisa. Había estado en lo cierto acerca de John. No era un imbécil.

Acabó de arreglarse el pelo y llegó al pequeño comedor; John y Ernie ya estaban sentados a la mesa de roble.

– Siento haber tardado -dijo, dando a entender que eran unos maleducados por haber empezado sin ella. Se sentó frente a John y tomó una servilleta de papel de un servilletero verde aceituna. Se la colocó en el regazo, buscó la cuchara y la encontró en el lado equivocado del plato.

– La pimienta está a la derecha -dijo Ernie, indicando con la cuchara una lata roja y blanca que había en medio de la mesa.

– Gracias. -Georgeanne miró al anciano. No le interesaba la pimienta, pero después de la primera cucharada de blanca y cremosa sopa de pescado le resultó evidente que a Ernie sí le gustaba. La sopa era espesa y sabrosa y, a pesar de la pimienta, estaba deliciosa. Junto a su plato había un vaso de agua helada y lo cogió. Mientras bebía un sorbo, recorrió la habitación con la mirada y percibió la escasa decoración. De hecho, el único mueble que había en la habitación además de la mesa era una gran vitrina llena de trofeos-. Señor Maxwell, ¿vive usted aquí todo el año? -preguntó, decidida a iniciar una conversación.

Él negó con la cabeza, llamando la atención hacia su pelo blanco rapado al uno.

– Ésta es una de las casas de John. Todavía vivo en Saskatoon.

– ¿Está cerca?

– Lo suficientemente cerca como para no perderme mi ración de partidos.

Georgeanne colocó el vaso en la mesa y comenzó a comer.

– ¿De hockey?

– Por supuesto. Voy a casi todo los partidos. -Volvió la mirada hacia John-. Pero todavía me doy de cabezazos contra la puerta por haberme perdido ese hat trick el pasado mayo.

– Deja de preocuparte por eso -dijo John.

Georgeanne no sabía casi nada de hockey.

– ¿Qué es un hat trick?

– Es cuando un jugador anota tres goles en un partido -explicó Ernie-. Y también me perdí ese partido contra los Kings. -Hizo una pausa para negar con la cabeza; sus ojos se llenaron de orgullo al contemplar a su nieto-. Ese asno de Gretzky se dio de cabezazos durante unos buenos quince minutos después de que lo placaras contra la barrera -dijo, realmente encantado.

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