– De acuerdo -dijo ella, cambiando de táctica-. Necesito un poco de ayuda, y necesito un lugar donde quedarme unos días.
– Escucha -suspiró él, cambiando el peso de un pie a otro-. No soy el tipo de hombre que andas buscando. No puedo ayudarte.
– Entonces, ¿por qué me dijiste que lo harías?
Él entrecerró los ojos, pero no contestó.
– Sólo unos días -imploró, desesperada. Necesitaba tiempo para pensar qué hacer en ese momento en el que su vida se estaba yendo al garete-. No seré un problema.
– Lo dudo mucho -se mofó.
– Tengo que llamar a mi tía.
– ¿Dónde está tu tía?
– Allá por McKinney -contestó con sinceridad, aunque en realidad no deseaba contactar con Lolly. Su tía había estado más que satisfecha con la elección de marido que había hecho Georgeanne. Además, aunque Lolly nunca había sido tan descarada como para pedírselo directamente, Georgeanne sospechaba que su tía esperaba conseguir con aquel matrimonio una serie de regalos caros como una televisión de pantalla gigante y una cama articulada.
La dura mirada de John la inmovilizó durante un largo momento.
– Joder, entra -dijo, y rodeó el coche-. Pero tan pronto como te pongas en contacto con tu tía te llevo al aeropuerto o a la estación de autobuses o a donde demonios quiera que vayas.
A pesar de que no era ni mucho menos una oferta entusiasta, Georgeanne no desaprovechó la oportunidad. Se subió al coche y cerró de un portazo.
John encendió el motor, dio un volantazo al Corvette y el coche volvió a la carretera. El sonido de las ruedas sobre el asfalto llenó el incómodo silencio entre ellos, al menos fue incómodo para Georgeanne. A John no parecía molestarlo en absoluto.
Durante años había asistido a la «Escuela de Ballet, Claque y Modales de la señorita Virdie Marshall». Aunque nunca había sido la alumna más brillante, había destacado más que las demás por su habilidad para cautivar a cualquiera, donde fuera y en cualquier momento. Pero ahora tenía un pequeño problema. A John parecía no gustarle, lo que la dejaba perpleja porque ella siempre gustaba a los hombres. Si bien no había podido dejar de notar que él no era un caballero. Blasfemaba con una frecuencia que rayaba lo obsceno y ni siquiera se disculpaba después. Los hombres sureños que conocía maldecían, por supuesto, pero normalmente pedían perdón luego. John no parecía el tipo de hombre que pidiera perdón por nada.
Lo observó de perfil e intentó ubicar al «encantador» John Kowalsky.
– ¿Eres de Seattle? -preguntó, decidida a que babeara por ella cuando alcanzasen su destino. Le simplificaría muchísimo las cosas porque, aunque parecía no haberse dado cuenta, le acababa de ofrecer un lugar donde quedarse algún tiempo.
– No.
– ¿De dónde eres?
– De Saskatoon.
– ¿De dónde?
– De Canadá.
El pelo le golpeó la cara, y ella se lo recogió con la mano y lo sujetó a un lado del cuello.
– Nunca he estado en Canadá.
Él no hizo comentarios.
– ¿Cuánto tiempo llevas jugando al hockey? -preguntó, esperando tener una ligera y agradable conversación aunque fuera con sacacorchos.
– Toda mi vida.
– ¿Cuánto tiempo llevas jugando en los Chinooks?
Él cogió las gafas de sol del salpicadero y se las puso.
– Un año.
– He visto jugar a los Stars -dijo, refiriéndose al equipo de hockey de Dallas.
– Un grupo de asnos maricas -masculló él, al tiempo que se desabrochaba el puño derecho de la camisa blanca para arremangársela hasta el codo.
No era una conversación exactamente agradable, decidió ella.
– ¿Fuiste a la universidad?
– No en serio.
Georgeanne no tenía ni idea de lo que quería decir con eso.
– Yo fui a la Universidad de Texas -mintió en un esfuerzo para impresionarle y gustarle.
Él bostezó.
– Estaba en la Hermandad Kappa -siguió mintiendo.
– ¿Sí? ¿De veras?
Sin arredrarse ante su «nada-entusiasta-respuesta», ella continuó:
– ¿Estás casado?
Clavó los ojos en ella a través de las gafas de sol, dejando claro de que había tratado a la ligera un asunto espinoso.
– ¿Qué eres, una reportera del National Enquirer?
– No. Es que tengo curiosidad. Como pasaremos algún tiempo juntos, pensé que sería bueno tener una charla amistosa para llegar a conocernos.
John devolvió su atención a la carretera y comenzó a arremangarse la otra manga.
– Yo no charlo.
Georgeanne tiró del dobladillo del vestido.
– ¿Puedo preguntar adónde vamos?
– Tengo una casa en la playa de Copalis. Puedes ponerte en contacto con tu tía desde allí.
– ¿Está cerca de Seattle? -Se inclinó hacia un lado y continuó dándole tirones al dobladillo del vestido.
– No. En caso de que no te hayas dado cuenta, vamos hacia el oeste.
El pánico la invadió mientras se alejaban un poco más de cualquier sitio remotamente familiar.
– ¡Caramba!, ¿cómo iba a saberlo?
– Pues porque tenemos el sol detrás.
Georgeanne no se había fijado y, aunque lo hubiera hecho, no se le habría ocurrido averiguar la dirección mirando al sol. Siempre confundía eso de «norte-sur-este-oeste».
– ¿Supongo que tienes teléfono en la casa de la playa?
– Por supuesto.
Tendría que poner una conferencia a Dallas. Tenía que llamar a Lolly y a los padres de Sissy y contarles lo que había sucedido para que pudieran ponerse en contacto con su hija. También tenía que llamar a Seattle y enterarse de cómo podía enviar el anillo de compromiso a Virgil. Clavó la mirada en la alianza con un diamante de cinco quilates de su mano izquierda y estuvo a punto de echarse a llorar. Le encantaba ese anillo, aunque sabía que no podía conservarlo. Puede que fuera una coqueta incorregible, pero tenía escrúpulos. Devolvería el diamante, pero no en ese momento. Tenía que calmarse antes de sufrir una crisis nerviosa.
– Nunca he estado en el océano Pacífico -dijo, sintiendo que el pánico disminuía un poco.
Él no hizo comentario alguno.
Georgeanne siempre se había considerado la cita a ciegas perfecta porque podía hablar hasta del color del agua, especialmente cuando estaba nerviosa.
– Pero he ido al Golfo muchas veces -comenzó-. Cuando tenía doce años, mi abuela nos llevó a Sissy y a mí en su gran Lincoln. No sabes qué pasada. Ese coche debía pesar diez toneladas, pero era como si volara. Sissy y yo nos acabábamos de comprar unos bikinis realmente preciosos. El de ella parecía una bandera americana mientras que el mío estaba hecho de seda como los pañuelos. Nunca lo olvidaré. Fuimos hasta Dallas sólo para comprar ese bikini en J.C. Penney. Lo había visto en un catálogo y me moría por tenerlo. De cualquier manera, Sissy es una Miller por su lado materno y las mujeres Miller son conocidas a lo largo y ancho de Collin County por las caderas anchas y los tobillos de elefante, no son atractivas, pero son un encanto de familia. Una vez…
– ¿A qué viene todo esto? -interrumpió John.
– Ahora lo verás -dijo, tratando de seguir siendo agradable.
– ¿Pronto?
– Sólo quería saber si el agua de la costa de Washington está helada.
John sonrió y después la miró. Por primera vez, ella notó el hoyuelo de su mejilla derecha.
– Se te congelará por completo ese trasero sureño -dijo antes de bajar la mirada al salpicadero y coger un casete. Lo metió en el reproductor y el sonido de una armónica puso fin a cualquier intento de conversación.
Georgeanne fijó la atención en el paisaje montañoso salpicado de abetos y alisos de tonos rojos, azules, amarillos, y, por supuesto, verdes. Hasta ese momento había conseguido evitar sus pensamientos que ahora la abrumaban, la asustaban y la paralizaban. Pero sin otra distracción se precipitaron sobre ella como una ola de calor en Texas. Pensó en su vida y lo que había hecho ese mismo día. Había dejado plantado a un hombre en el altar y, si bien el matrimonio habría sido un desastre, él no se lo merecía.
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